Inesperadamente, los genes de Néstor han quedado en silencio. Conocí a este extraordinario ser humano hace apenas cinco años, pero en tan corto espacio de tiempo, su ligero cuerpo dejó una profunda huella en mi corazón y en el de todos los que tuvimos la fortuna de cruzarnos en su asombrosa peripecia vital.

Fue una tarde de verano cuando, también inesperadamente, Néstor acudió a nuestro laboratorio asturiano en busca de salud. Su enfermedad era devastadora y alguien le había dado un nombre, el síndrome de Hutchinson-Gilford, una forma de envejecimiento acelerado que hace que la vida avance tan vertiginosamente que convierte a los niños en ancianos, cuando todavía están aprendiendo a buscar su lugar en el mundo. Sorprendentemente, unos sencillos análisis genéticos demostraron que la enfermedad de Néstor debía ser otra, pues su ADN no portaba ninguna de las mutaciones que provocan ese síndrome de nombre tan raro como la propia enfermedad.

No pudimos ayudarle entonces pero sí prometerle que, cuando la Ciencia progresara, exploraríamos hasta el último rincón de su genoma buscando el origen de su enfermedad.

Y la Ciencia progresó, y el concepto de imposible retrocedió tan velozmente que apenas unos meses después de aquella primera visita de Néstor, descubrimos que una simple mutación en un gen llamado BANF1 era la causa de tan abrumador daño físico.

Un solo error entre los más de 3.000 millones de unidades químicas que a modo de letras construyen el libro helicoidal de nuestra vida, había sido suficiente para cambiar el sentido de algunos mensajes biológicos escritos en el genoma de Néstor y provocar la pérdida de la armonía molecular que impera en nuestro minúsculo mundo celular.

Este hallazgo no curó a Néstor pero abrió el camino para ayudar a otros y especialmente a Guillermo, cuyo reloj biológico también avanzó sin control en la edad temprana al portar en su genoma exactamente la misma mutación que Néstor.

Así, ambos quedaron simbólicamente unidos por una enfermedad extraordinariamente rara, que en honor a su conmovedor afán por buscar respuestas frente a ella, ha pasado a definirse como el síndrome de Néstor-Guillermo, y que pese a su rareza contiene claves para entender algunos de los misterios del envejecimiento, ese proceso casi universal que a todos nos alcanza y a todos nos iguala.

Néstor se sentía profundamente orgulloso de haber contribuido al avance de la Ciencia y de la Medicina, aunque durante muchos años ni una ni otra hubieran podido ayudarle a él. En su coche, que a sus propios ojos era como el coche fantástico pues su diminuto cuerpo apenas llenaba el asiento del conductor y parecía que nadie lo pilotaba, llevaba varias copias de los artículos científicos que describían su enfermedad.

En unas pocas páginas aparecían las claves moleculares de su difícil vida, esa que se empeñó en desafiar desde el mismo momento en el que fue consciente de que nunca nada sería sencillo para él.

Superó la adolescencia, tal vez el tiempo más duro para quien parece diferente, y desde entonces nada se interpuso en su camino.

Néstor se aferró a la vida y vivió, y lo hizo intensamente, disfrutando cada instante porque pensaba con cierta clarividencia que tal vez sería el último.

Nunca le oí quejarse pese a que su cuerpo le daba muchos motivos para ello, pero sí escuché su risa y sus palabras de aliento para seguir adelante en nuestras tareas profesionales y en nuestros anhelos personales.

Durante los últimos cinco años, no recuerdo un solo día en el que no haya tenido presente a Néstor en mi pensamiento. No dejaba de asombrarme que alguien a quien la vida le había mostrado su cara más oscura casi desde el principio de su existencia, fuera capaz de transmitir tanta energía y tanta empatía.

Acordarse de Néstor, hablar con él de vez en cuando o recibir sus mensajes desde una cuenta de correo con nombre entrañable, eran el mejor antídoto para cualquier depresión, desolación o insatisfacción.

Por eso, desde que conocimos a Néstor, el estudio de las enfermedades raras adquirió una dimensión de prioritaria obligación en nuestro laboratorio, pues nos hizo entender que tal vez los raros no eran los portadores de dichas patologías sino nosotros mismos.

Hace apenas unas horas, el azar fue de nuevo esquivo con Néstor, y pese a que durante más de tres décadas fue capaz de sobrevivir a las situaciones más duras, su cuerpo no pudo superar una adversidad menor y ajena a esa enfermedad a la que él regaló su propio nombre.

Con infinita tristeza, he comenzado a darme cuenta de que ya no recibiré más mensajes suyos contándome sus progresos en muchos y diversos ámbitos. Ya no sabré nada más de sus avances en el estudio de esos otros idiomas que decía necesitar para comunicarse mejor con el mundo, y cuando comience un nuevo año, no podré sonreír ante su renovada lista de deseos, llenos de ironía e imaginación y absolutamente disparatados para cualquiera menos para alguien con su brillante mente.

Ahora, cuando Néstor acaba de despedirse de la vida, no querría que su paso entre nosotros pronto deje espacio al olvido. Sería muy injusto porque muchos aprendimos mucho de Néstor, el del cuerpo frágil pero también el de la férrea voluntad, el protagonista de importantes historias médicas pero a la vez el héroe de insólitas hazañas cotidianas.

Hoy no es tiempo de genomas, es tiempo de recuerdos, y en mi geografía de memorias personales siempre perdurará la voz de Néstor contándome que cuando en su isla natal soplaban los vientos alisios, necesitaba los brazos de sus hermanos para no salir volando como una pluma.

Ya desde el principio de su vida, su madre, su familia y sus amigos lo anclaron firmemente a la Tierra y le ayudaron a completar muchas más vueltas alrededor del Sol que las que nadie hubiera anticipado. Por eso, hoy, cuando tus genes ya han quedado definitivamente en silencio, me gustaría simplemente decirte: vuela lejos querido Néstor, admirable y entrañable amigo, vuela con fuerza hacia el azul profundo para escuchar el silencio de un mundo que es más triste con tu ausencia.