Mi padre madrugaba: cuando me despertaba ya él no estaba y lo veía llegar por la tarde con la camisa manchada y con una mano de plátanos que se había caído de una piña. Mi padre siempre miraba al cielo: si había viento, las hojas se abrían y los hijos más débiles podían caerse; si había mucho calor, la fruta se maduraba antes y toda a la vez y los cortes eran interminables; si caía lluvia a destiempo, las piezas se manchaban y la fruta perdía belleza, calidad y precio. Mi padre viraba el agua: cuando tocaba. Cuando la noche y el medianero de la finca de al lado le dejaba, el agua corría por las atarjeas cargada de peces y él me dejaba pescarlos con un colador. Mi padre se quejaba: le dolía el hombro por cargar las piñas, el brazo por el baile de la podona, la espalda por el peso de la sulfatadora, el bolsillo por el retraso de la subvención. Mi padre no pudo estudiar: usaba el diccionario antes de escribir y me enseñó que los frutos tardan en llegar, que no se pega la boca al porrón, que se trata de usted aunque su camisa esté manchada, que para mandar hay que saber, que el agua es tan valiosa como el estiércol, que ser capataz no es ser dueño, que ser dueño no es ser Dios, que una mirada habla, que no hay cosecha sin sudor, que callando se escucha y se aprende, que la palabra tiene valor y que lo torcido con un buen horcón se endereza. Yo nací entre badanas. Crecí entre los verbos plantar, deshijar y desflorar. Soy hijo de la platanera. Yo quise, quiero y querré a mi padre.