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pensamiento

Cien años de Roland Barthes

Roland Barthes. LA PROVINCIA / DLP

Partía de la premisa de que vivimos en un mundo sin sentido, en ninguno de los dos sentidos de la palabra sentido, y dedicó su vida intelectual a ponderar el modo y el grado en que la realidad supera a la ficción. Y hete aquí -histrionismo vengativo de la Realidad, que no se deja, travestona encandilante y refractaria, siempre más poderosa que sus usuarios, exhibiendo su despótica superioridad frente a la teoría / ficción- que pocas muertes tan chocantes, y evocadoras del grado cero del Absurdo, como la muerte del autor que preconizó La muerte del Autor. A Roland Barthes (Cherburgo, 1915 - París, 1980), de cuyo nacimiento se cumplieron cien años a mediados de este mes, lo arrolló una furgoneta en el campus universitario de París, a la salida de una clase, en su último curso como docente, a finales de febrero de 1980, para morir unas semanas más tarde, a los 64 años de edad.

Un episodio tan banal y antiheroico como la suerte que el propio escritor francés confiere al aura de los creadores una vez consumadas sus obras, sin rostro alguno, sin nombre, extintos en la tinta (pues lo que llamamos la obra no es sino "la cola imaginaria del texto", y lejos del ideal romántico y de la Ilustración, el autor nunca está detrás de éste, sino ilegiblemente "perdido en medio del texto"; y, sobre todo, "el nacimiento del lector se paga con la muerte del Autor") fue el que aconteció, en efecto, sobre aquel asfalto de la Rúe des Éscoles, en la fachada misma del Collège de Francia, al término exacto de una de sus aguardadas e irreductibles exposiciones, cuando resultó mortalmente atropellado por una furgoneta de reparto de una lavandería? Con su rostro de ave esbelta, elegante y bien parecido -que asumió, desde muy pronto, con naturalidad, su homosexualidad, sin exhibicionismos ni estridencias- cabe imaginarlo aquella tarde, antes de que suena la campana y del funesto accidente, enfrascado en la batería de su retórica inconfundible: "grado cero", fragmento, disolución, defunción del autor? Su libro más difundido fue Fragmentos de un discurso amoroso, en el que habla de la imposibilidad de hablar sobre el amor. "El amor es un texto sin contexto", definió y de ahí la imposibilidad de establecer una categoría universal, donde domeñar el fenómeno de una vez por todas? Lo único explicable en él es su ceremonial de expectativas (su "teatralidad"), que, paradójicamente, vuelve más monádico y precintado que nunca a cada uno de los amantes. "Espero una llegada, una reciprocidad, un signo prometido", explica. Puede ser fútil o enormemente patético. Todo es solemne: no tengo sentido de las proporciones. Hay una escenografía de la espera: la organizo, la manipulo, destaco un trozo de tiempo en que voy a imitar la pérdida del objeto amado y provocar todos los afectos de un pequeño duelo, lo cual se representa, por lo tanto, como una pieza del teatro".

Y nos habla también de ese importantísimo fetiche que es el teléfono en el amor / desamor. Habla de la ansiedad de la espera del amante, en la época del teléfono fijo: "La espera es un encantamiento: recibí la orden de no moverme. La espera de una llamada telefónica se teje así de interdicciones minúsculas, al infinito, hasta lo inconfesable: me privo de salir de la pieza, de ir al lavabo, de hablar por teléfono incluso; sufro si me telefonean; me enloquece pensar que a tal hora cercana será necesario que yo salga, arriesgándome así a perder el llamado". ¿Qué diría de esa misma ansiedad de la espera en la era del teléfono móvil, cuando, sin necesidad de aguardar en la pieza, llevando la terminal incorporada, "el llamado" sigue sin producirse??

El hecho de no morir en el acto, sino en marzo, unas semanas después del accidente, en el hospital de Salpètriere, contribuyó a silenciar la anécdota de que el mismo día de autos, había almorzado en privado con Francoise Miterrand, a instancias de su amigo, el futuro ministro de Cultura Jacques Lang. Un silencio, al parecer, deseado por ambas partes: Barthes, por su aversión a cualquier agenda pública fuera del marco intelectual, y Mitterrand, para no parecer gafado...

De modo que una insignificante furgoneta de reparto con ropa limpia junto a la calzada del epicentro del saber, cercenando la vida del lúcido padrastro (pues no hay padre ni patrón, frente al desmadrado placer del texto' del tardoestructuralismo : esto es, un estructuralismo que se descostra para adoptar una fenomenología de su propio cuño, centrada en los matices y en los procesos ínfimos de los saberes más plurales. Para el autor de El placer del texto, el saber recupera su sabor, reciclando la sórdida ferretería del estructuralismo en una confitería cuajada de sentido y para los sentidos?

Acaso su misma forma absurda de morir (¿acarreaba ese vehículo ropa limpia o ropa sucia?) sea un episodio culminante para una cierta arqueología del saber secular. Pues hay, tal vez, una macabra línea de continuidad retrospectiva -una "cadena textual", diría el autor de El grado cero de la escritura-, entre ese desconocido conductor de la furgoneta que, en 1980, arrolló mortalmente a Roland Barthes; el camarero que, a mediados del siglo, propició el suicidio de Dylan Thomas, y el cochero que, una centuria antes, en 1889, desató la locura de Nietzsche. Tres agentes anónimos que, a través de una perfecta carrera rotatoria por tres puntos neurálgicos de la cultura occidental (la puerta de La Sorbona, el hotel Chelsea de Manhattan y la plaza Carlo Alberto de Turín), conducen al más irónico paroxismo el desamparo del hombre contemporáneo. Liquidan, accidental pero literalmente, a tres emblemáticos pensadores de la liquidación, que coinciden en denunciar la profunda deshonestidad que encierra la voluntad de sistema de la encostrada moral burguesa, para abrirle la espita a una cierta redención a través de la afirmación subjetiva y fragmentaria. Levantan éstos, sucesivamente, el acta de defunción de Dios, del Poeta y del Autor, e, ironías de la muerte, son laminados, en pleno trasiego rodado, por tres agentes involuntarios y anónimos.

Ciertamente, el episodio de la muerte de Roland Barthes parece culminar, en paroxismo y absurdo, el derroche de esa imagen de crística paganía de un Nieztsche abrazado al lomo del caballo que estaba siendo duramente fustigado por el cochero, para recibir en su lugar los golpes y entrar en un silencio irreversible, y de un Thomas que ponía este broche de oro a su gira de recitales en Manhattan: "He tomado 18 whiskies seguidos; creo que es un buen récord", para entrar en el coma que le propició la muerte. La página en blanco que dejó el primero sobre su escritorio y el recado imposible de uno de los poemas finales del segundo, "¡Hombre, sé tú mi metáfora!", parecen un formidable pretexto o inspiración de fondo para el autor de La muerte del Autor.

"La literatura -señaló con su proverbial pluma seductora- es el kamasutra del lenguaje". Bajo su ludismo fragmentario y su escritura muchas veces centrífuga y disolvente -presidida por un cierto dandismo a la defensiva-, hay, entre líneas, una reivindicación quizás más perdurable que el compromiso sartreano, y es la honestidad creativa. La falsificación cultural fue uno de sus caballos de batalla. "Lo que caracteriza a las sociedades avanzadas es que consumen imágenes y ya no creencias; son más liberales pero también más falsas, menos auténticas", señaló, para prevenirnos de que "el poder enmascara siempre de natural y necesario lo que no es sino contingente y arbitrario".

Nos legó la sutil paradoja de que no hay nada más subversivo que escribir un libro rompedor, pero también nada más converso que presentar ese mismo libro en sociedad. En definitiva, la muerte del autor no es una licencia para que el escritor baje la guardia. Al contrario; por los mismos años 50 en que el premio Nobel italiano Eugenio Montale anotaba en su diario: "Antes los poetas teníamos un público, pero ahora éste se ha desentendido y se ha puesto a escribir", Barthes pronosticaba, en El grado cero de la escritura, la célebre distinción entre "escritores" y "escribientes", mientras alertaba sobre la plaga de esta última especie que se vendría encima, en detrimento de aquellos. Estos devendrían en los nuevos "voyeurs" -para quienes la palabra sólo tiene un valor instrumental y contingente-, y terminarían por usurpar el lugar del antiguo "visionario" -para quien escribir es "un verbo intransitivo" y una experiencia fundacional de revelación a través del lenguaje. El cometido de la escritura literaria es, explicaba, "expresar lo inexpresable", y lanzó, como un meteorito, esta concluyente prueba de fuego: "Escritor es sólo aquel para quien el lenguaje crea un problema".

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