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"Los hechos y su representación no son ajenos a las leyes de la ficción"

"Los hechos y su representación no son ajenos a las leyes de la ficción"

Desde la sociología de la moda a los mecanismos de la transparencia, desde el camuflaje a la insularidad, son pocos los asuntos que han escapado a la voracidad intelectual de Jorge Lozano (El Paso, La Palma, 1951). Catedrático de Teoría de la Información de la Universidad Complutense de Madrid, ex secretario de Revista de Occidente, yex director de la Academia de España en Roma, Jorge Lozano es uno de los pensadores más solventes en el espacio cultural español y, aunque menos conocido entre el gran público que tantasvedettespatrias del pensamiento todo a cien, uno de los que tiene más sólidos anclajes internacionales. Este palmero aficando en Madrid ha sido profesor de Semiótica de la Moda en la Universidad de Venecia y es miembro del Instituto Superior de Estudios Humanísticos de la Universidad de Bolonia, que presidió hasta su reciente muerte, su profesor y luego colega y amigo Umberto Eco. Director del Grupo de Estudios de Semiótica de la Cultura, con el que ha hecho investigaciones sobre WikiLeaks y sobre la historia del presente, Lozano reedita su libro El discurso histórico, publicado por primera vez en España en 1987, aparecido luego en Italia en 1991 con prólogo de Umberto Eco y reeditado ahora por Sequitur, que reproduce por primera vez en castellano las páginas preliminares del semiólogo italiano. Autor de otros títulos como Persuasión. Estrategias del querer (2013) y compilador de Moda. El poder de las apariencias y Secretos en red (ambos de 2015), Lozano hace en El discurso histórico un análisis de los mecanismos del representación con pretensiones científicas del pasado en el que aborda cuestiones como las relaciones entre historia y mito e historia y literatura, el documento como indicio o el eclipse del acontecimiento en unas páginas apasionantes por las que desfilan autores dispares como Heródoto, Marino Sanudo, Dom Mabillon, Jules Michelet, Paul Veyne, Claudio Sánchez Albornoz, Michel de Certeau o Hyden White. Lozano presentará El discurso histórico el próximo jueves 28 de abril a las 19.35 horas en el Parque de San Telmo, en el marco de la XXVIII edición de la Feria del Libro de Las Palmas de Gran Canaria.

¿Qué herramientas aporta la semiótica al estudio de la historia?

La semiótica considera al texto de historia ante todo y sólo como texto. De este modo puede ser comparado con un texto de ficción o con una receta de cocina. Así, la historia aparece como una narración, como un discurso con sus propias leyes internas. Otro ejemplo que puede servir es la atención al acontecimiento, que para algunas disciplinas supone casos singulares e irrepetibles o relevantes para una historia, y para la semiótica, en cambio, constituye fundamentalmente una configuración discursiva que tiene por lo tanto su propia temporalidad. Por ejemplo, la caída del Imperio Romano puede ser considerada un acontecimiento, aunque durara muchos siglos.

Tengo entendido que grandes historiadores como Jacques Le Goff y Hyden White, entre otros, leyeron en su momento su libro.

Me gustaría presumir, pero todo esto es muy sencillo: Umberto Eco era muy amigo de JLe Goff, ambos estaban en un proyecto europeo entre varias editoriales. Umberto le pasó el libro a Le Goff. Hyden White, cuatro años después de que se lo mandase en razón de mi interés por su obra, me contestó: "Too late. Is a fine book", y luego me comentó que no sabía bien español. White me enseñó a ver el papel fundamental de la vieja retórica en la historia, que produjo a su vez mucha desazón en historiadores para mí muy respetables, como Carlo Ginzburg, que, temeroso del triunfo de las propuestas narrativas en la historiografía, necesitó escorarse y levantar la bandera de la prueba como única arma del oficio de historiador. Así, más que un retor o un creador a su modo de un texto, el historiador podría equipararse a un médico o a un juez. Hay que recordar que el origen de la semiótica se encuentra en Hipócrates y Galeno, ambos médicos, que trabajaban con síntomas, pistas, indicios y todo tipo de signos, por cierto, como Sherlock Holmes o algún personaje de El nombre de la rosa. El profesor Ginzburg sabe perfectamente que, se use como se use, la prueba es, ha sido y será siempre, un instrumento semiótico.

Esta cuestión entra de lleno en el conflicto nunca cerrado entre historia y ficción.

No se trata de situar el debate como si estuviéramos en una librería de Londres, donde la única división reconocible es entre"fiction" y "no fiction". ¿Quiere usted una prueba? Ahora la oposición se llama, enunciada por algún modernazo, "fiction" y "faction", es decir, señala una tendencia que nos da la razón. Esto es, que los hechos y su representación no son ajenos a las leyes de la ficción. Del mismo modo que la narración no atiende tanto a las formas, cuanto a la inteligibilidad. Como decía Ortega, la narración explica.

¿Qué otras respuestas tuvo el libro cuando apareció?

Recibí, sorprendentemente, una respuesta extraordinariamente positiva y estimulante de muchísimas personas importantes, representantes de diversas disciplinas, salvo de los historiadores y, paradójicamente, de los mismos semiólogos. Para los historiadores este libro no suponía ninguna amenaza y era lo suficientemente extravagante como para merecer un encomio. No les quedaba otra que ignorarlo o acusarlo de intrusismo. Era una época en que si no se pasaba por el Archivo de Simancas no se tenía reconocimiento del oficio aunque se fuese doctor en Historia. Hubo una excepción que fue un gran historiador argentino, Ezequiel Gallo, formado en la Escuela de Sir Raymond Carr. Por lo demás, un historiador de la talla de José María Jover me dijo tras leerlo: "Le puedo asegurar que entre los lectores de este libro no hallará historiador español alguno".

¿Y cómo fue su acogida entre los semiólogos?

Piense usted que la semiótica, en su tradición, nunca ha tenido buenas relaciones con la historia, por su propio oficio. A los semiólogos no les interesaba la diacronía ni la cronología. Todo era sincrónico. Era un modo sensato de poder analizar y describir los textos sólo en su textualidad. Entonces, que llegara un semiólogo español, que es como decir un torero islandés, y pretendiese, no sin arrogancia, entablar una conversación entre la semiótica y la historia, resultaba impertinente y extravagante. Por eso, cuando Umberto Eco escribe el prólogo del libro a la edición italiana en la editorial Sellerio, no sólo me produce a mí la máxima alegría, sino que supone también el reconocimiento a la posibilidad de esta conversación.

Y, a estas alturas, ¿ha cogido cuerpo esta conversación?

Hoy los historiadores ya reconocen la importancia de atender a los textos de historia en cuanto que textos y sospecho que muchos de ellos leen a escondidas libros de semiótica. Por su parte los semiólogos, reconociendo entre otros la importancia de la semiótica de la cultura representada por Iuri Lotman y con ella la semiótica del arte, han ido desarrollando la relación entre semiótica e historia.

Hasta hace unas décadas la historia era, como dice Umberto Eco, en el prólogo, "de todas las disciplinas conjeturales aquélla hacia la que nutrimos mayor confianza", pero ese comportamiento ha ido en declive.

Puedo sostener que en la historia del periodismo universal no consta una sola carta al director que proteste por un error del hombre del tiempo. Se presupone que el hombre del tiempo se equivoca. Nadie, hasta donde sé, ha exigido de una crónica de lucha canaria que le explique lo que es una pardelera. Se presupone que el lector lo sabe y que el que no lo sabe no lee una crónica de lucha canaria. Una receta de cocina no introduce jamás una estrategia persuasiva, da instrucciones de cómo se convierte, por ejemplo, un cordero lechal, en un guiso. Yo no cocino, porque tengo un libro de recetas que ante una dorada me dice: "Se corta". Entonces espero y compruebo, finalmente, que la dorada no se corta a sí misma. Y, si me dicen: "Corte. Añada un poquito de sal", tampoco lo entiendo e indagando, mi madre me diría "un fisquito". Otros dirán una cucharilla de café, pero la de mi abuela es pequeñísima porque es de plata y la otra que tengo es gigantesca porque es de Ikea. ¿Qué demonios es un poquito de sal? Yo no lo sé, pero cualquiera que cocina lo sabe. Lo que no se puede pretender, y yo humildemente lo acepto, es que me lo explique todo una receta de cocina. El libro de historia tiene una característica específica: nadie, en principio, pone en cuestión que en 1492 Colón descubrió América. ¿Quién lo duda? Pues el colega historiador del departamento. Cualquier dato histórico al estar en un libro de historia produce un máximo de credibilidad, de crédito, y el lector es crédulo. Este problema es muy importante porque al final, como diría el propio Eco, es una verdad irrefutable, y una verdad total y completa, que Sherlock Holmes vivía en Baker Street, mientras que no sería una verdad irrefutable -si apareciera un documento descubierto por un reputado historiador que mostrara lo contrario- que Napoleón murió el 5 de mayo de 1821 en Santa Elena.

Esto nos pone ante el problema del documento, que ha adquirido proporciones colosales en los últimos años.

Mi impresión, si me permite usted, es que la crítica al documento comenzó con un problema que yo llamaría de dietética: Como había tantos santos, los monjes de Saint-Maur, sospecharon de que se cuantificaban más de los que en realidad lo eran y empezaron a estudiar los documentos, a autentificarlos y autenticarlos. Con lo cual se redujo dietéticamente la exuberancia de santos. Ahí se vio que el documento exigía análisis, crítica, certificación, descripción, etcétera. Desde el Ars Diplomatica de Mabillon hasta hoy, el documento ha pasado por infinitos filtros. De ahí también la importancia de la falsificación en el Medievo que dura hasta hoy, el problema de la atribución en arte, los descubrimientos de falsos en las revistas científicas, etcétera. Lo interesante es que el documento ha pasado de ser un instrumento del historiador a ser protagonista de muchas historias. Es más, se podría decir que el documento actúa como una sanción a exposiciones contemporáneas no comprensibles. Cuando uno no entiende una exposición de fotografía, apela a la palabra mágica documento y todo aquello cobra sentido. El documento es proteico. A veces es prueba, a veces testigo, acontecimiento, hecho histórico, contenedor de memoria y un largo etcétera.

Otra cuestión que aborda en su libro es como el discurso histórico facilita el discurso del presente. ¿Puede abundar en esta cuestión?

Una primera consideración se refiere a la relación entre periodismo e historia. En historiografía se acepta la posibilidad de una historia del presente, todo un oxímoron hasta hace poco. A mi modo de ver esto coincide con la lid entre Clío y Mnemosyne, entre historia y memoria. En los últimos decenios Memoria triunfó en detrimento de Historia. De ahí la importancia otorgada al archivo, el patrimonio, las colecciones, el recuerdo, el retro, el revival, el vintage y todas las excrecencias que legitiman un pasado auténtico. Basta con comprobar en los buenos restaurantes el sabor de la tierra de toda la vida, como vuelve la croqueta, como vuelven la lana, el vinilo, etcétera. Ha habido un cambio en los monumentos: ya no hay monumentos a los héroes, sino a las víctimas. Por eso la mayoría de los monumentos prescinden del pedestal e inscriben nombres propios.

Sin salirnos de esta cuestión, que opina usted, compilador del libro Secretos en red

He dirigido una investigación sobre WikiLeaks que comenzó con la sorpresa , preñada de escándalo, con la curiosidad, con la admiración ante lo que se llamó la "mayor filtración de la historia". Como se sabe, gracias a una operación hacker se revelaron doscientos cincuenta mil documentos, en principio secretos. Podemos sostener que en tan ingente cantidad de documentos prevalece la importancia del número sobre la cantidad de secreto desvelado. El ataque a esta operación se debía a lo impropio, a la profanación, al descubrimiento de documentos secretos, no tanto porque contuvieran secretos sino porque se accediera a lugares secretos, sagrados, prohibidos, como las embajadas. Lo importante no es el número de datos, como los Big Data o los documentos, como ahora son los más de once millones de los papeles de Panamá. Lo importante es si estos datos son relevantes o no.

-Un psicoanalista, Segundo Manchado, que escribe estupendos aforismos, él los llama aforías, dice en uno de ellos: "Los pueblos que olvidan su historia, inventan otra". ¿Comparte usted su dictum

Totalmente. Es más. Estoy de acuerdo con Santallana cuando dice que "los pueblos que no conocen su historia están condenados a repetirla", pero en esta brillante aforía valoro especialmente la invención. Pienso que tanto nacionalismo desaparecerá cuando se sea consciente de que el origen siempre es una invención.

-Y, para seguir con Umberto Eco. Usted presentará en la Feria del Libro de Las Palmas, el próximo viernes 29 de abril a las 21.00 horas en el Palacete Rodríguez Quegles, la proyección de la película El nombre de la rosa

Tuve el privilegio de participar de una confidencia en una cena íntima en un pequeño restaurante de Viena, donde estábamos con ocasión del II Congreso Internacional de Semiótica. Allí Eco nos comunicó que iba a sacar El nombre de la rosa, aunque todavía dudaba del título. Eco necesitaba haber visto o leído, que para él era lo mismo, todo lo que contaba. Por eso a mí me pidió música de unos años precisos en el desarrollo de la novela y luego fuimos viendo como aparecíamos en ella todos los que trabajábamos con él. Por ejemplo, mi otro maestro en aquel entonces, Paolo Fabbri, aparece como Paolo da Rímini, lugar donde él nació. Eco lo llama Abbas Agraphicus, dado que Paolo Fabbri escribía poco y lo señala como discípulo del doctor Quadratus, que se refería a Greimas, el semiólogo inventor del cuadrado semiótico. El personajede Jorge de Burgos, que es ciego, es, obviamente, una referencia a su admiradísimo Jorge Luis Borges y, es más, el que sea de Burgos y no de otra ciudad europea, lo digo con altivo pudor, era una pequeña referencia a reconocer la nacionalidad española. Puedo contar que, cuando me pidió nombres de ciudades españolas, no me venía a la cabeza Burgos y, no pudiendo ser Barcelona, me aparecía siempre Badajoz. Burgos le interesaba especialmente y el penúltimo de sus doctorados honoris causa lo aceptó precisamente en la Universidad de Burgos, donde se enseña semiótica.

Es una pena que no le propusiera usted Breña Baja o Breña Alta.

Pues es verdad. Dado que desde Breña Baja he visto San Borondón, como le contaba al propio Eco, él se habría reído, sin duda. Aprovecho para recordar que el número Revista de Occidente "Islas. La exuberancia del límite", que coordiné, contó con un texto suyo. El número fue patrocinado por el Gobierno canario. Ambos estábamos en tratos con Eco para celebrar el próximo mes de junio en La Palma el quinto aniversario de la publicación de la Utopía de Tomás Moro. Siempre sostuve que Utopía tenía relación con San Borondón y que su lugar adecuado es La Palma.

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