Hay más de un libro en el libro que Richard Holmes (Londres, 1945) escribió siguiendo las huellas de los románticos que marcaron su vida cuando estaba aún por definirse. Son cuatro biografías -si quieren pueden considerarlo así- de bolsillo, y una propia, iniciática y tan alcohólica que podría embotellarse. Es también una crónica de viajes con Francia e Italia de telón de fondo, la revolución francesa en la lejanía como un mecanismo histórico que opera en la memoria de mayo del 68, un periplo en burra por las Cevenas, el naufragio de Shelley en La Spezia, y la vida y muerte de Gérard de Nerval.

Huellas (Tras los pasos de los románticos), que acaba de publicar Turner Noema, es, entre otras cosas, una extensa meditación sobre la imposibilidad de la biografía objetiva, en la que el escepticismo de la teoría literaria contemporánea se transforma en drama personal. Holmes, periodista y crítico inglés, autor de un libro polémico sobre el poeta Percy Bysshe Shelley, persigue a los cuatro personajes centrales de su relato entrelazado y a otros que van surgiendo desde el pasado y en el presente. Apenas había cumplido los diecinueve, recorre los caminos de Stevenson a través de las montañas Cevenas, en Francia. Cuatro años más tarde, en París, durante las revueltas estudiantiles de 1968, indaga sobre el grupo de expatriados ingleses que resistió a la revolución francesa, especialmente la feminista Mary Wollstonecraft, y su amante, el aventurero estadounidense Gilbert Imlay. Sigue a continuación por Italia los pasos de Shelley y su esposa Mary, hija de Wollstonecraft, y autora de Frankenstein, terminando en el último lugar donde vivió, la casa Magni, en el golfo de La Spezia. Finalmente se ocupa de Gérard de Nerval, poeta y escritor de viajes que se ahorcó en un callejón de París en 1855.

Lo que une a estas vidas dispares es precisamente su relación común con el autor que las recrea. Acompaña a los protagonistas hasta sus lugares más queridos, se asoma a las mismas ventanas que ellos se asomaron muchos años antes, recrea sus impresiones y se sumerge en las sondas de su psique. Poco a poco se va deslizando hacia una intimidad imaginaria, un diálogo continuo con los muertos, y de ahí florece la materia de la auténtica biografía.

Puede que suene extraño. Y lo es. Los personajes son para Holmes sus amigos y a medida que crecen en su imaginación, sus demonios. Se hunde en una depresión observando un puente en ruinas que simboliza el siglo que le separa de Stevenson. Obsesionado, se había embarcado en una expedición de 12 días por el sur de Francia, los 220 kilometros que el autor de Viajes con una burra a las Cévennes había hecho unos cien años antes que él. Modestine, la pollina, tenía el tamaño de un perro terranova grande y el color de un ratón; la había comprado por sesenta y cinco francos y una copa de coñac, y cuando el agotamiento y la impaciencia podían más que él le servía de desahogo mientras la flagelaba. A Holmes, sin embargo, le acompañaba únicamente el libro de Stevenson y un sombrero. Un siglo de diferencia, doce días de viaje de Le Puy a Alais, cuidadosamente registrados en los cuadernos de notas. Creyó que iba a escribir poemas en las paradas de los caminos, nadar, subir pendientes y dormir bajo las estrellas. Pero lo que ocurrió fue algo muy distinto, casi del todo inesperado. En lugar de ello le salieron meditaciones en prosa, no tanto sobre la experiencia del viaje pero sí mentales, a menudo profundamente perturbadoras.