La Provincia - Diario de Las Palmas

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MEMORIAS (i)

"Nunca he sido un loco por el fútbol"

Pacuco se retiró muy joven, con sólo 27 años; ahora, a sus 95, reconoce abiertamente que jamás le ha interesado el balompié, a pesar de ser reconocido por su increíble habilidad en este deporte

Pacuco Jorge. LP/DLP

Pacuco Jorge Bajarrón, uno de los mejores futbolistas que ha dado Canarias, vino al mundo un poco antes de lo que habría sido ideal para convertirse en un ídolo del balón. Se retiró pronto, con solo 27 años, en vísperas de que su equipo de siempre, el Victoria, se integrara junto a otros cuatro clubes grancanarios, en el proyecto de la Unión Deportiva Las Palmas, que este año ha vuelto a la primera división de la liga española.

No obstante, eso nunca le ha preocupado porque a sus 95 años reconoce abiertamente que jamás le ha gustado el fútbol, a pesar de ser un portento en el balompié y de ser reconocido por su increíble habilidad con el balón. Fue el futbolista que paraba el balón en el aire, para asombro de la afición, pero al que paradójicamente nunca le gustó el fútbol, a pesar de que reconoce que le dio todo: un trabajo en el banco para toda la vida y el sueldo para que sus cinco hijos pasaran por la universidad.

Nació en el Puerto de la Luz de la capital grancanaria en 1920. En los años 40 del siglo pasado fue un ídolo del Victoria, uno de los cinco equipos que se fusionaron en la isla para fundar la Unión Deportiva Las Palmas. Nacido y criado en Las Canteras, es un emblema del club porteño. No llegó a jugar en la Unión Deportiva porque se retiró del fútbol bastante pronto, cuando empezó a trabajar en el Banco Central.

"Yo nunca he sido un loco por el fútbol. Si un día estaba malo y no me ponían, no me importaba. Me daba igual. En una reseña del periódico me pusieron: 'A Pacuco no le gustaba el fútbol, lo dudamos, pero a Pacuco le gustaba más el mundanal ruido que su afición futbolística'. Y era verdad. Muchas veces cuando había que entrenar me mandaban a un muchacho a la playa a buscarme. Yo estaba allí con alguna chiquilla en la playa y no me acordaba ni de ir a entrenar.

Me dieron el empleo en el banco porque no me dejaron ir a jugar en el Ceuta, que me pretendía. Como el Victoria no me dejó ir, me dio un empleo el banco para que me quedara aquí. Mi tío fue a la junta y como no me dejaban marchar pidió a cambio un trabajo para mí, para compensarme. Mi tío era mi profesor, mi maestro. Al final de la reunión se levantó mi tío y dijo: señores, esto no queda así. Y exigió para mí un empleo porque todos los directivos eran gerentes de empresas, contratistas, había un comandante de aviación, Iglesias, que era vicepresidente.

El comandante dijo que yo iría con él al Estado Mayor de Aviación para meterme allí. Don José Rodríguez Tascón, que era vicepresidente, estaba sentado allí. Entonces unos decían que me llevaban con ellos, otros lo mismo. Al final mi tío dijo que don José me metiera en el banco. Don José se levantó, se fue al secretario y le dijo que escribiera una carta de recomendación que le dictó para entrar al banco. Al final me dijo: mira, Pacuco, vete allí al banco mañana, habla con el director y le entregas este sobre.

Yo no pensaba en trabajar ni nada. Yo perdí mucho tiempo con el fútbol porque me podía haber preparado y formado. En el banco todo el mundo quería que yo fuera el director de la oficina de aquí, pero les respondí que no estaba preparado. Yo había perdido el tiempo con la popularidad del fútbol y las chiquillas. Perdí mucho el tiempo. Me podía haber preparado. Yo no podía comprometerme y acceder a una dirección sin estar suficientemente preparado.

Fui a trabajar al Banco Central, aunque primero era el banco del hijo de Juan Rodríguez, que tenía los almacenes donde está el reloj en el edificio del Gobierno en Guanarteme. Y entonces me metieron en el banco. Cuando yo llevé el sobre a la oficina y se lo di al director, empezó a leer la carta. No terminó de leerla y enseguida fue a darme un abrazo. Me dijo: usted es empleado fijo ya de esta casa.

Yo estuve casi cuarenta años en el banco y como si nada. Iba a un sitio y a otro porque me cogían para visitar gente. Se aprovecharon de mi popularidad con la gente. Yo creo que he sido de los jugadores con más popularidad aquí en Las Palmas. Yo veo a mucha gente por la calle que viene hacia mí y me saluda como si me conociera de toda la vida. La popularidad ha sido enorme. Me para por la calle todo el mundo.

Además, yo tengo una cosa, no sé qué coño tengo que la gente me saluda. Hasta los extranjeros. Es una cosa. Me han hecho reseñas exactas, desde Antonio Lemus a Ayala, pasando por Martín Moreno, los periodistas deportivos de la época.

Muchas veces dicen: 'Germán, el maestro'. Pero yo fui maestro antes que Germán. Cuando yo jugaba, Germán no sé dónde coño estaba. Yo jugaba en cualquier sitio, de interior, de extremo, aunque me gustaba jugar de centro delantero. Jugaba de interior porque Marín era centro delantero, pero claro, Marín no era un jugador de dominio sino de remate, de cabeza jugaba muy bien.

Yo no sabía nada de trabajar. Porque yo podía haber esperado a terminar con el fútbol y luego pedirle a don Vicente, el presidente, que me buscara algún empleo. Y yo en esa época qué podía hacer. Pues a lo mejor ir a la casa Miller y hablar con el director, don Cayetano Cuyás, que me quería con locura porque era muy hincha mío. Podía haber entrado de ordenanza, para ir de recado al banco o a cualquier otro sitio, tal y cual. Claro, y luego con el tiempo podría haber sido otra cosa. A mí me gustaba mucho el inglés. Yo hablo inglés porque lo aprendí cuando iba con mi padre y hablaba con extranjeros.

Pero trabajar, qué coño iba a trabajar. La ferretería Valido estaba frente a la farmacia. Antonio Valido era directivo. Para qué iba a trabajar ni leches. Pero claro yo ya estaba con la chica que pretendía, que hoy es mi mujer, y me decía que tenía que hacer algo. No iba a estar toda la vida de pretendiente.

Cuando me metieron en el banco y conseguí el empleo, fui a su casa. Ya podía ir a hablar con ella a su casa. Ya hablaba con ella como una cosa ya hecha. Y me casé con ella. Yo tuve muchas novias. Por la playa todo el mundo quería pasear conmigo. Te lo juro que era así. Me decían: oye, Pacuco, yo también quiero pasear contigo.

Había una chica que me gustaba mucho, pero la madre de ella, una cubana, era muy desconfiada porque sabía que yo era un pinturero que siempre estaba acechando. Ella no quería que me riera de su hija. Era una cosa tremenda.

Lo mío es increíble. Yo tengo ya 95 años, ¿tú te crees que hay derecho a eso? Yo las he pasado canutas en la guerra civil en los Pirineos. Me destinaron allí cuando la batalla del Ebro. Yo tenía 17 años y cuando yo entré en eso, en el primer trimestre, fuimos al Ebro, a la batalla del Ebro. Aquella batalla se mamó toda una quinta de chiquillos de 17 años, sin tener conocimiento de nada, haciendo maniobras con la escopeta. Fue terrible.

Entonces, al entrar el segundo trimestre, que era el mío, fuimos a relevar a la anterior quinta. Pero como los jefes vieron que la batalla del Ebro era un desastre nos metieron en los Pirineos. Era una guerra de montaña, pasamos un frío terrible, estábamos helados y muertos de miedo. Cuando ponía el telémetro arriba veía toda la zona roja abajo, haciendo trincheras. Aquello era una guerra de morteros.

Una vez estaba en la chabola por la mañana, cuando me levanté, y estaba todo el mundo mirando. La chabola nuestra era una sombrilla, donde estábamos durmiendo cinco o seis. Vi la gente mirando a tres morteros que estaban encima de la hierba de las chabolas. Esos morteros no habían explotado porque no cogieron resistencia al haber caído sobre la hierba. Podían haber explotado cuando yo estaba durmiendo, pero tuvimos esa suerte.

Nos hubiéramos jodido todos. Yo siempre he tenido una suerte bárbara. Yo no sé cómo he podido salir de tantos follones. Una vez me dieron permiso para mandarme a un hospital. Me encontré un capitán médico, que era el de la compañía nuestra, que era un loco por los cigarros canarios. Me decía: canario, búscame cigarros. Estaba con Polillo, Polo, el que jugaba en el Gran Canaria, que también estaba conmigo junto a Enrique Martínez, el entrenador de natación, Quique Martínez, todos eran de mi quinta.

Quique y yo fuimos a hacernos alféreces en la academia, pero yo le decía: Enrique, nosotros somos bachilleres y a los quince días nos hacen alféreces provisionales y nos mandan al Ebro. Vamos a marcharnos, le dije. Nos marchamos y no fuimos. Yo le digo a un comandante de artillería: mira, Roma, yo habría sido general hoy. Si no me hubieran matado, habría sido general. Pero claro, de academia. Yo llevaba el título mío de bachiller. No sé cómo he llegado hasta aquí con 95 años. Para mí dios ha sido muy grande. Salí de allí con permiso y cogí un tren con los papeles del hospital.

En la vida he tenido una suerte terrible. Una vez la suerte grande fue que fui al hospital central de Zaragoza, pero cuando fui con los papeles me dijeron que lo sentían pero que ya no había más nadie allí, que en el hospital no podía entrar más nadie. Márchese para su compañía, me dijeron. Pero a dónde iba yo a ir. Vine desde una montaña que cuando llegué abajo iba caminando. Era una montaña grande de hielo porque era en invierno. Yo salía por la mañana de arriba de la montaña y llegaba caminando por la tarde. Yo solo, sin tener un carro ni nada.

Cuando fui a coger las maletas pensé: ¿a dónde voy a ir yo, quién me va a llevar a mí?. Si voy para allá caminando llegaba por la noche. Entonces Juanillo, un muchacho que estaba por allí con una bolsa, me dijo: ¿a dónde vas, Pacuco?. Pues nada, me voy con las maletas porque no hay cabida en el hospital. Y tuve que marcharme a la compañía otra vez. ¿A dónde voy a ir yo ahora? Y entonces me dice: espérate, hombre, espera, que voy a coger unas medicinas aquí.

Era el hospital de Zaragoza que estaba por encima del río Ebro, el hospital de los italianos, un hospital grande. Me dijo: ven para acá, ¿tú sabes quién está allí, quién es el amo? Felipe Jordán, el practicante. Entonces fuimos otra vez para arriba. Cuando me vio Felipe me metió en una cama. Allí todos los días venía el comandante médico a revisión, pero cuando entré vi a gente asomada. ¿Y esto qué es? Estaban los tíos con una toalla y llenos de azufre porque tenían la sarna.

Yo tenía en las manos unos sabañones del agua fría del río. Cuando lavaba la ropa me salían sabañones. El comandante médico todos los días revisaba a los enfermos. El tío levantaba las sábanas a ver si la gente tenía sarna. Y entonces cuando llegó a mí dijo: éste tiene sarna. Se me vino el cielo abajo. No podía creer que me iban a mandar con aquellos tíos llenos de azufre, que estaban aislados en la planta alta.

Usted no sabe lo que era aquello. Cuando los vi asomados llenos de azufre, me dije: ¿esto qué es? Tenían la sarna con medio cuerpo desnudo, tapados con una sábana la otra mitad. Pensé que ya el médico me había desgraciado. Menos mal que al final Felipe, el practicante, le dijo al comandante que mirara bien porque aquello no era sarna, sino sabañones del frío, de meter las manos en el agua para lavar la ropa. Entonces el comandante empezó a mirar otra vez y se convenció de que no era sarna. Me salvé, escapé por los pelos gracias a Felipe. Al poco tiempo me dieron el permiso para salir. Felipe Jordán fue el que me salvó a mí.

Yo he pasado mucho. Lo mío es para escribir un libro. 'De los Pirineos a Cádiz', se podría titular. Yo cuando venía para acá de permiso tenía que coger el barco en Cádiz. Cuando llegué al puerto de Cádiz me dijeron que el barco a Canarias iba a tardar unas horas porque venía retrasado desde Santander. Y entonces me dije: ¿y qué voy a hacer yo aquí sin nada?

Entonces vi otro barco que estaba atracado. Yo conocía al hermano del maquinista, que hablaba con una parienta mía. Se llamaba Herrera. Y fui a buscar a Herrera. Le dije lo que me pasaba y que no tenía dinero. Me dio cinco duros y me compré un plato de garbanzada. Allí se usaba mucho el pescado frito en un cartucho. Me compré también un cartucho de esos y me comí allí el pescado frito. Tantas veces comí como transeúnte esa mierda. Pero cómo es posible, me cago en la madre. Yo me pongo a pensar y me digo cómo coño dios me ha dado tanta suerte. Vine cuatro o cinco veces a la isla con permisos.

Yo tenía un tío en La Coruña que era dentista. Era hermano de mi madre. Y entonces cuando pasé por La Coruña, en otro permiso, salté del barco y vi a las chicas en el puerto vendiendo sardinas. Y es que a mí me encantan las sardinas. Estaban las chicas en el muelle con esos zapatos con tacones de madera, como zuecos, y las sardinas saltando. Entonces salté por allí y me encontré a Hilario. Hilario Marrero era de La Isleta, fue futbolista internacional del Madrid, pero en aquella época estaba en el Coruña. Y en el Coruña era un dios. No sé cómo no le han hecho una estatua a ese muchacho. A Hilario lo querían mucho.

Pelotas de goma

Yo, mientras estuve allí, no fui nunca jugador profesional, no jugué en serio en ningún equipo sino allí enfrente (dice mirando a la playa de Las Canteras desde la sede del Real Club Victoria). Tú sabes lo que era eso ahí con una pelota de goma. Con aquellas pelotas de goma jugábamos seis o siete tíos y hacíamos las porterías con arena y tal y cual. Pero cuando yo me daba cuenta cuando jugaba y miraba para la avenida, la gente llenaba el paseo.

¿Tu sabes lo que es eso? Esa pelota de goma que yo cogía, la paraba en el aire y tiraba a la puerta. Y eso que a mí el fútbol ni fu ni fa. Yo cogía el balón, lo paraba en el aire. Eso lo hacía en la playa pero también en el campo. Cuando lo tenía en el aire, tiraba a puerta enseguida. Una vez saltó a la playa un fulano, un representante con una maleta, y me dijo: oiga, Pacuco, oiga, me gusta. Se quitó la chaqueta y se puso de portero para que yo le chutara.

Había un guardia por aquí siempre, por el paseo de Las Canteras. En aquella época también había turismo, en Las Canteras siempre ha habido turismo, igual que hoy. Cuando la marea vaciaba la playa nos juntábamos a jugar al fútbol una cantidad enorme de equipos.

El guardia miraba cuando jugaba yo y había otros jugando más allá y el guardia les pitaba y les decía que no podían jugar en la playa para que los turistas pudieran estar tranquilos en la arena. Entonces un día vino toda la jarca aquella a meterse con el guardia y éste les dijo que a mí sí me dejaba jugar tranquilo porque le gustaba cómo jugaba. Fue un escándalo tremendo.

Yo no era profesional cuando estaba Hilario en el Coruña, nunca había jugado yo en serio. En aquella época no había ni liga aquí, sino solo unos cuantos: Coruña, Pontevedra, Lugo, los cuatro equipos de Galicia. Entonces jugué un par de partidos y nada más. Cuando acabó la liga en Galicia me cogieron y me mandaron otra vez al frente. Esta vez fui a un cuartel de Astorga, en León. Pero no podía ir con mis compañeros, me mandaron a otro sitio, a los Pirineos, a un batallón de trabajadores, con prisioneros.

Yo era una persona normal que no veía a aquellos hombres como prisioneros ni leches, pero los soldados los insultaban y les hacían cosas. Todos los prisioneros venía a mí y me decían: oiga, canario, me están insultando, aquel soldado me está pegando patadas. Y entonces yo los defendía y empecé a tener fama de defender a los soldados del bando republicano cuando a mí me había cogido para el bando nacional. Una vez estaba yo en el monte y vino un sargento a buscarme. Cuando llegué allí me cogieron y me metieron en la estación del tren, que era como si fuera el calabozo. Me pusieron con un soldado de guardia en la puerta. Y me dije: coño, ¿qué he hecho yo?

Al parecer se había escapado uno o dos por la frontera y claro, pensaron que yo los había dejado escapar. Porque cuando ellos iban al juez había que cruzar un pequeño riachuelo y los prisioneros iban a comprar a la tienda. Tenían que ir acompañados de un soldado. Entonces yo ese día los cogí a todos, incluido al practicante, que también era prisionero y buen amigo mío. Entonces fui con ellos al pueblo y me enrollé con la muchacha que estaba allí. No me enteré de lo que hacía aquella gente, se tomaron cuatro copas y se fueron con unas fulanas para escaparse. Y resulta que era la mujer del panadero del pueblo. Me denunciaron y me cogieron.

El mes y pico que estuve allí encerrado estuvieron investigando quién era yo, cómo había sido mi vida en Canarias. Pero vieron que yo no estaba afiliado a nada ni era comunista ni el coño la madre. Me acuerdo que el comandante era un chusquero y por lo visto tenía una tonga de expedientes firmados por mí. Y cuando vieron que no había nada de particular, me llama el comandante y delante de mí se pone de pie y empieza a coger hojas delante de mi cara y rompiéndolas. Así, papel por papel, una tonga. Al final me dio una cachetada y me dijo que me marchara. Yo vine un montón de veces de permiso y solo me acuerdo de aquellas pequeñas bobadas.

Me vine para acá y me metieron en el regimiento de ingenieros. Entonces jugaba yo los campeonatos militares como soldado, pero nada.

Yo solo conozco el estadio de Las Palmas porque me invitaron a comer el día de la inauguración. Allí hubo un homenaje a todos los jugadores de Las Palmas de otras épocas. Estuve con Castañares, el pobre. Fui a la comida y luego nos sentamos a ver el partido de fútbol entre la UD Las Palmas y otro equipo extranjero (el Anderlecht belga) que no me acuerdo ni cuál era. Fíjate tú. No conozco el estadio de Las Palmas, solo de ese día.

Sinforiano, que era el medio ala, me dijo que fuera con él al fútbol. Y yo le contesté: ¿a La Ballena?, váyase a la mierda. Yo del fútbol no quiero saber nada. Yo dejé de ir al fútbol desde que se fue Contreras de la UD Las Palmas. A mí me gustaba mucho Contreras, el delantero chileno. Ese me gustaba mucho. Ya desde ese tiempo no he ido más ni he visto equipos por ahí. Yo no conozco a los jugadores ni nada. Por eso yo digo que a mí el fútbol no me dice nada.

Yo soy simpatizante del Barcelona, pero me da igual que pierda. Pero me gusta. Yo no lo veo ni por la tele. Mi hijo lo ve en el piso de arriba por la tele, pero yo no la veo. Yo pongo el aparato de radio y oigo las retransmisiones de los partidos. Pero nada, a mí el fútbol no me hizo nada ni me dice nada. Y sabía jugar. Yo jugaba porque me gustaba aquella cosita del balón, pero nada más.

No dejábamos caer la pelota al suelo, la gente nos miraba y se quedaba privada. Éramos ocho y no se caía la pelota al suelo, era una cosa tremenda. Qué me gustaba a mí eso de coger la pelota, pararla y dejarla en el aire para luego darle una patada. Yo paraba en el aire el balón y lo mandaba donde me daba la gana.

Y luego las chicas me dicen por ahí: ¿cómo dices que no te gusta el fútbol? Pues no me gusta, no me ilusiona, no me vuelve loco. Si hubiese sido otra persona y me hubiese gustado más, seguramente habría sido otra cosa. A pesar del tiempo. Porque yo ganaba en aquel entonces 500 pesetas. Fíjate tú lo que ganan hoy los futbolistas grandes, unas cantidades astronómicas.

Una vez, con el famoso partido contra el Marino, faltaban dos minutos y metí el gol definitivo porque íbamos empatados. En el Victoria nos volvimos locos. Ese gol fue famoso y lo recogió Martín Moreno en un libro. Lo describió así: "un gol logrado con maestría, con finura, con arte. Era un gol de Pacuco". Y tengo el libro y todo.

En otra crónica deportiva se dice: 'Quizá aún alguien no sepa de las extraordinarias cualidades que poseyó. Jorge atraviesa un par de años en el que la admiración de la grada se concentró en su nombre. Iba a llegar y sus nada comunes cualidades se hacían patentes en cada actuación. Cada jornada superaba eso tan suyo, tan inevitable de parar el balón en el aire...'

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