Parlamento de Canarias | Sesión solemne de apertura de la XI Legislatura

La democracia es consenso y el consenso es amor

El viceRodríguez desde que perdió el escaño no deja de reírse, hacer bromas, saludar a todo el mundo o acordarse del santo de cada cual

Fernando Clavijo, próximo presidente, y Ángel Víctor Torres, el mandatario en funciones, se cruzan información.

Fernando Clavijo, próximo presidente, y Ángel Víctor Torres, el mandatario en funciones, se cruzan información. / Alfonso González Jerez

Alfonso González Jerez

Alfonso González Jerez

Al comienzo de cada legislatura, después de la sesión plenaria en la que sus señorías juran o prometen sus cargos, se celebra otra ceremonia parlamentaria, perfectamente prescindible: la apertura solemne del nuevo periodo legislativo. Si el primer pleno es una comunión, con su excitación párvula, su alegría entrañable y los amigos y familiares en danza y sacándoles fotos hasta a las alfombras, el segundo, que se celebró ayer, viene a ser la confirmación. Ya soy diputado y vengo aquí para cobrar. La cosa consiste en un discurso del presidente o presidenta de la Cámara seguido por un entremés musical, generalmente a cargo de un cuarteto de cuerda. Después los mismos músicos interpretan versiones reducidas de los himnos oficiales de Canarias y España y al término de la liturgia, que no llega a la media hora, se levanta la sesión y a chismorrear un rato por los salones y los pasillos. En las carteras y bolsos palpitan, emocionadas, las primeras dietas del cuatrienio. Cierto es que esta apertura solemnizadora podía celebrarse a continuación del juramento de sus señorías y a mitad de precio para el contribuyente, pero comprenderán ustedes que no es lo mismo. La solemne apertura, el bombástico comienzo, es como un caramelo masticable para pasar el rato hasta que el pacto de gobierno –cualquier pacto de gobierno– termine de cerrarse y el candidato presidencial se someta a la investidura. Lo que ocurre es que el Gobierno está prácticamente cerrado, hasta el punto de que se rumorea que la mitad de las viceconsejerías ya tienen nombres y apellidos decididos por Fernando Clavijo y –más intensamente– por Manuel Domínguez. Y queda todavía una semana antes de la investidura.

El cuarteto de cuerda estuvo ensayando en el salón de plenos hasta unos minutos antes de que comenzara la sesión. En esta ocasión el Gobierno saliente llegó antes que la mayoría de los diputados de la nueva mayoría. El presidente Ángel Víctor Torres, desde uno de los pasillos, conversaba con su viceconsejero de Comunicación, Ricardo Pérez, conocido en el Ejecutivo como el Funesto, por su capacidad de transformar la comunicación política en la metáfora de un obituario. El último, el de su jefe. Al parecer Torres no es capaz de relacionar su mala estrella político-electoral con la labor del viceconsejero Pérez, y pretende que siga por aquí, asesorando al grupo socialista, sea para articular una oposición eficaz y eficiente, sea para estimular un suicidio colectivo entre los socialdemócratas. Muchos diputados y exdiputados apuestan por la segunda opción.

El viceRodríguez estaba –de nuevo– pletórico. Desde que perdió el escaño no deja de reírse, hacer bromas, pegar saltitos, saludar a todo el mundo, acordarse del santo de cada cual. También el todavía consejero de Hacienda piensa quedarse por aquí, contratado por su propio grupo parlamentario, y salvo sentarse en un escaño, su empeño se volcará en estar visible y audible mañana, tarde y noche en la Cámara y sus inmediaciones. A uno se le antoja una situación bastante penosa que el propio Román Rodríguez debería evitar, porque oscilará entre lo forzado y lo patético. Cuando Winston Churchill perdió el acta de diputado en 1899 por un escaso margen, tardó pocas semanas en marcharse a África del Sur como corresponsal del Morning Post en la guerra de los bóers. Rodríguez se contrata a sí mismo para seguir guerreando contra el olvido que será.

Mientras comenzaba la sesión el doctor Miguel Ángel Ponce se paseaba por todos los grupos para recibir consuelo en calidad de viudo de la Consejería de Sanidad. Llegaron los diputados de la mayoría. Domínguez contento, Nieves Lady Barreto pálida, feliz y saludona, Cristina Valido de conversa con Rebeca Paniagua, José Manuel Bermúdez con una expresión de infinito hastío a lomos de su escaño, Pedro Sanginés que parecía estar haciendo dominadas en los bancos coalicioneros. Al final llegó Fernando Clavijo, sin corbata pero con el peso presidencial ya colgado del cuello, y comenzó la ceremonia.

El comienzo fue muy gracioso. Los diputados de la Mesa de la Cámara entraron en el salón de plenos a paso lento, precedidos por dos maceros, esos señores que parecen sotas de la baraja o integrantes de Los Fregolinos, y que supuestamente simbolizan el poder de la autoridad constituida. Clavijo le susurró irónicamente a Patricia Hernández «bienvenida» y la diputada socialista le replicó en un segundo «bienhallado». Asombrosamente los diputados se pusieron de pie, como las autoridades civiles y militares presentes en la tribuna de invitados, y no se sentaron hasta que no lo hicieron la presidenta, los vicepresidentes y los secretarios de la Mesa.

Cierto es que esta apertura solemnizadora podía celebrarse a continuación del juramento de sus señorías y a mitad de precio para el contribuyente, pero comprenderán ustedes que no es lo mismo

Astrid Pérez, la presidenta del Parlamento, pronunció su discurso. Su segundo discurso. Básicamente la presidencia quiso decir –si se me permite la síntesis –que la democracia es amor. El parlamento es un espacio para el diálogo, el consenso y el acuerdo, y el debate parlamentario demanda ser generoso, moralmente generoso, para no cortarle el cuello al adversario político, aunque se lo merezca. Porque el parlamento, según la señora Pérez, está para servir a la gente (sic) y atender a sus demandas y mejorar la calidad de vida de los canarios mirando al futuro.

El cronista confiesa que se quedó un poco asombrado con la teoría sobre el parlamentarismo de la señora presidenta. Pero es sin duda de interés porque está muy extendida entre sus señorías, y no solo entre las derechas. El parlamentarismo, según la presidenta Pérez, expresa el carácter exclusivamente consensual de la democracia representativa. Ya no hay poder popular, sino consenso popular, como decía Luigi Ferrajoli. No hay una delegación activa, sino una adhesión pasiva de los electores. El parlamento no representa intereses encontrados donde se anteponen objetivos y estrategias, sino que se esfuerza en la representación del consenso y de la adhesión general.

Por supuesto que se trata de llegar a acuerdos amplios, pero frente a la elevación del consenso a la categoría de sentido común democrático está la reclamación del disenso, su representatividad y sus argumentos. Es realmente notable que Astrid Pérez, en su discurso de ayer, no haya utilizado, salvo en una ocasión, la palabra ley. Tampoco mencionó la función básica de fiscalizar al Gobierno por parte de la oposición porque, obviamente, ahí el amoroso consenso no es posible.

Cuando al final de su oración la presidenta aludió a Miguel de Unamuno, explicó que lo citaba «porque todos conocemos su estrecha vinculación con Fuerteventura y Canarias». En fin. Unamuno fue desterrado a Fuerteventura, nada consensualmente, por el Gobierno de Primo de Rivera, y huyó a París en cuanto pudo.

El cuarteto tocó sus tres piezas y después ejecutó una versión rapidita de los himnos de Canarias y de España. Uno sospecha que las tres cuartas partes de los diputados no han hecho la mili porque no saben quedarse firme diez segundos seguidos. Los de Vox no. Los de Vox se pudieron de pie al escuchar el himno canario pero ganaron verticalidad cuando sonó el himno español. Después se produjo la estampida. Ayer los bares y restaurantes de las inmediaciones del Parlamento hicieron una magnífica caja. Dinamización económica que lo llaman.

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