Plenamente absuelto en la causa abierta por el suicidio ritual colectivo, en 1994, de 53 personas relacionadas con la Orden del Templo Solar, de la que, al parecer, era miembro destacado, el director y compositor suizo Michel Tabachnik, actual titular de la Sinfónica de Bruselas, dirigió el viernes en el auditorio Alfredo Kraus el décimo programa de abono de la Filarmónica grancanaria. Aquella tragedia estuvo a punto de acabar con una brillante trayectoria artística, felizmente recuperada. Es un maestro vitalista, imaginativo y serio, ruidosamente ovacionado por la propia orquesta y el público que colmaba la sala. Fue al final de la Segunda Sinfonía de Schumann, única obra que pudimos escuchar debido a la acumulación de convocatorias culturales de los viernes y el deseo de asistir a la vernissage del escultor Manolo González en la galería de Saro León (magnífica, por cierto). Entre las obras de la primera parte del programa figuraba el estreno en España del Preludio a la leyenda del propio Tabachnik, extraído de su ópera-ballet La leyenda de Haish, cuyo esóterico argumento tiene morbo evidente. La impresión recogida en el intermedio es que gustó mucho. Completaron esa primera parte la obertura de la masónica Flauta mágica de Mozart, y el campanudo poema Los preludios de Liszt, cuyo bicentenario celebra el mundo.

La sinfonía de Schumann recibió lectura y ejecución excelentes, lo que es mucho decir teniendo en cuenta que no hace mucho fue tocada en Las Palmas por Sergiu Celibidache con sus filarmónicos muniqueses y por Barenboim con la Staatskapelle de Berlín. Pero huelgan comparaciones. Tabachnik construyó una versión energética, optimista y muy sólida, en la que son de destacar la dinámica inestabilidad del primer movimiento, la densidad "matérica" del Scherzo, distante de la ingravidez de los de Mendelssohn y la ligereza de los de Beethoven, pero tan schumaniano como quepa desear; y la fuerza marcial del Molto vivace conclusivo, exultante de sonoridad y empuje rítmico. Por encima de todo, la "serena ansiedad" del Adagio, el mejor de cuantos escribiera Schumann para orquesta, con su indecible motivo de octava ascendente y extraordinarias texturas tímbricas que encontraron en la gran tríada de nuestras maderas (Mir, Gelinas y Cavallin) y en la intensidad de los 30 violines una voz admirable en el "tempo" inusualmente rápido de la batuta. Lectura de calidad y éxito muy bien ganado.