Reportaje publicado en La Provincia / Diario de Las Palmas el 21 de agosto de 2005

Allí vive, en Marzagán, al menos desde que ingresara en el Hospital Psiquiátrico Insular de Las Palmas de Gran Canaria en 1997. Aunque más que vivir, duerme. El poeta abandona el centro por la mañana y no regresa hasta la noche. "Aquí me ahogo", confiesa, quizá por la desesperación de existir rodeado de locos.

08.00 horas: Panero se levanta temprano, casi siempre un poco antes de que se sirva el desayuno, igual que el resto de los pacientes del hospital, con quienes la relación es cordial según los responsables del centro. Luego se asea, desayuna y se marcha lo antes posible a la calle, camino de la ciudad.

Ingresó de manera voluntaria hace ya ocho años, algo después de que le dieran el alta por fuga en su anterior psiquiátrico, el de Mondragón, en Guipúzcoa. Sin embargo, en más de una ocasión ha manifestado sentirse en el infierno porque le "putean".

Lo cierto es que en el centro disfruta de un régimen de puertas abiertas que le permite entrar y salir con cierta libertad, circunstancia que aprovecha el poeta para recorrer a su antojo los alrededores de Triana. "Aquí intento estar el menor tiempo posible", confiesa, tal vez por esa particular cruzada que mantiene contra la Psiquiatría: "Los médicos dicen que te curan pero lo que hacen es matarte la imaginación".

09.00 horas: Para bajar desde Tafira suele coger la guagua, aunque quienes lo conocen aseguran que es bastante comodón y presumido, algo señorito. No es extraño verlo en taxi o con el pelo arreglado antes de los recitales de poesía que a veces ofrece los jueves por la noche en la Cafebrería Esdrújulo, su segunda casa. Todo dependerá del dinero del que disponga, asunto en el que casi nunca anda demasiado sobrado. Pero eso es por la noche y en días concretos en los que Panero advierte al hospital de que va a llegar más tarde por tal o cual motivo, en la línea habitual de trato flexible que recibe por parte de la institución médica.

11.00 horas: Por el momento estamos en una mañana de agosto, y el vate ha quedado con un amigo y futuro editor para grabar unos poemas de viva voz.

- Hola, Leopoldo. ¿Espera a Adolfo, el dueño del Esdrújulo?

- Sí, sí. Pero no ha llegado. ¿Tú quién eres?

- Un periodista, vengo a hacer un reportaje.

- Ah, vale. Tengo ganas de cagar. ¿Me acompañas a buscar un sitio abierto?

- Sí, claro.

Y el peso de un bolso repleto de literatura cae sobre la espalda del periodista, dejando el hombro derecho a la misma altura que la joroba del poeta, una convexidad excesiva provocada quizás por la mala vida y el lastre de los volúmenes que Panero arrastra por el mundo.

Porque eso es lo primero que hace, pedirte que le lleves su baúl repleto de novelas, ensayos, poemas. Siempre entre escándalos callejeros, intentos de suicidio y sanatorios mentales de los que no tarda en fugarse: Madrid, Barcelona, Zaragoza, Reus, Pamplona, Mondragón

Ahora también en la capital grancanaria, con permiso para "arrastrar de día el carro de las marionetas de noche", dice en uno de sus versos.

Es duro verlo tirar de su sombra decrépita a diario, a su antojo, por la ciudad. Pero es domingo y está todo cerrado y el poeta tiene ganas de ir al baño porque su amigo Adolfo aún no ha llegado.

Han quedado para grabar la voz del propio Panero recitando sus poemas, quieren publicar un CD. Así que camina por las calles vacías del barrio de Arenales sin mover los brazos, pisada tras pisada como si fuera un muñeco al que hay que darle cuerda.

Tras sus pasos deja el rastro invisible de las cenizas, aunque será después cuando los ceniceros del Esdrújulo rebosen de cigarrillos a medio apagar que muy pocas veces se fuma del todo. Anda callado, envuelto en el silencio de su mudez absoluta, sólo interrumpido por contados murmullos indescifrables que se pierden tras el roce de los zapatos con la acera.

Aliviado, durante el regreso al café librería, un indigente se cruza en el camino y le devuelve un libro y le pide dinero para desayunar. Leopoldo le da las gracias pero no suelta prenda, claro. No hace mucho fue todo un profesional de la limosna, cuando según él vivía de la pensión escasa que cobraba su ya fallecida madre, Felicidad Blanc. "Porque de la literatura no vive nadie excepto Fernando Sánchez Dragó", se quejó en una ocasión desde una de las tribunas del ABC, periódico en el que entonces colaboraba.

Pero no, Panero siente demasiado apego por sus libros como para prestárselos a los vagabundos de la capital, incluso ahora que otro le lleva la pesada carga escruta de reojo los costados para comprobar que todo va bien, que nadie sale en desbandada con su tesoro de palabras.

- ¿Le deja ejemplares a ese hombre?

- No, la semana pasada me robaron la maleta y se quedó con uno para leerlo. Fue él quien la encontró.

- La cultura no interesa a los chorizos.

- No.

Y se ríe de esa manera peculiar y extraña, sonora: las cejas reviradas hacia arriba como los bigotes de un gato viejo y sedentario, la frente que se contrae en miles de arrugas que por un momento dejan de trepar por el pensamiento. Como el alma errante de un niño triste encerrada en el rostro derrotado, cuyos ojos brillan por un instante al encontrar la salida, así es la sonrisa pícara del madrileño, que se alegra de que las puertas del Esdrújulo estén ya abiertas. ¿Pero una salida hacia dónde? Quizá hacia la mesa del café en la que ahora se sienta.

12.00 horas: Es la víspera del puente de agosto, un domingo a media mañana en el que sólo dos señoras que pasan en coche parecen haber salido a la calle. "Adiós poeta", le gritan por la ventanilla antes de entrar. Y él responde, amable pero sin inmutarse. Saluda a Adolfo, le pide una tónica y un cenicero y se coloca a la entrada, justo en la mesita en la que se le puede encontrar casi todas las tardes entre semana, cuando abren las librerías y Panero rebusca en las estanterías cuantos ejemplares quedan de sus libros.

Antes habrá resuelto su adicción al gazpacho en un restaurante de Triana, dormido la siesta en cualquiera de los bancos de la Facultad de Magisterio o leído a trozos los más de diez libros que empieza a la vez en el comedor del McDonald's.

13.00 horas: Pero eso será más tarde. El poeta aún está en el Esdrújulo, acaba de recitar algunos poemas de su antología publicada por Visor, y proclama con insistencia que tiene ganas de almorzar.

Así que se dirige con Adolfo al Canario, un restaurante que está en la calle Perojo y al que Leopoldo acude todos los domingos para dar cuenta de unas vueltas encebolladas, un flan con nata y tres coca-colas sin azúcar. El camarero es chileno, ambos cruzan palabras sobre Neruda y Nicanor Parra. Pero a Panero no le gusta la poesía del Premio Nobel, sólo aquello de "y te escucho orinar al fondo de la habitación", verso que utiliza en Sobrevolando abismo sobre abismo, uno de los poemas que integran su último libro, Presentación del Superhombre, escrito a medias con el también poeta Félix Caballero.

El silencio durante la comida se vuelve espeso como el calor pegajoso que hace fuera, hasta que Leopoldo termina de comer con urgencia y se convierte en una máquina tragaperras de la literatura que escupe citas sin parar.

"Sólo soy a veces", repite con frecuencia en las entrevistas, acaso la única manera de entender su obsesión por la CIA y los intentos de envenenamiento, la reencarnación de Baudelaire en su persona "porque tiene la misma nariz que yo", o el ataque con fuego que repelió uno de sus halos protectores no hace mucho.

Sólo así son creíbles las continuas alusiones a Pessoa, Mallarmé o Blake: "Cuando el loco persevera en su locura se vuelve sabio".

Y deja al auditorio desconcertado, sin comprender del todo la genialidad y elocuencia de sus palabras.

14.00 horas: De nuevo en el Esdrújulo para tomar café. Leopoldo se sienta en la mesa en la que pasa las tardes entre amigos y clientes que se han acostumbrado a su presencia. Son apenas unos minutos en los que se fuma varios cigarrillos casi sin hablar. Está impaciente porque quiere ir al McDonald's a leer.

- Yo suelo leer sólo- , explica el poeta, algo irritado por la pesadez de la compañía.

- Vale, no pretendo molestar. ¿Puedo terminar el agua?

- Sí-, y al rato comienza a desplegar ejemplares de Henry James, Ludwig Wittgenstein, Luis Rosales, Soren Kierkegaard, Michel Foucault, Charles Baudelaire, Martin Heidegger, Jean Jacques Rousseau, varios poemarios suyos. Tal vez para acelerar la marcha del periodista.

- ¿Me invitas a otro Nestea?- , insiste el poeta.

- Vale, pero si me deja quedarme un rato mientras lee.

Panero pone gesto contrariado y coge aire, el cual suelta con desdén junto al humo de la decena de colillas que se amontonan en el pequeño cenicero de aluminio, un humo que parece anidar para siempre en el interior de sus pulmones, en los que sólo quedan ganas de estar solo el resto de la tarde. Al rato se pone las gafas y vuelve a recalcar su costumbre de leer sin nadie que lo importune.

20.00 horas: En un banco de Triana pasa el resto del domingo, entre palabras y más cigarrillos y alguna mirada de pocos amigos, acaso por las cabezadas de la duermevela que embotan el pensamiento.

Hasta que llega la hora de regresar al manicomio y coge la guagua o un taxi o lo sube algún conocido. Hubo un tiempo, "cuando estaba loco" , en el que persiguió a Vila-Matas por París con un número escrito en un papel. Era el 666.

Panero abandona el hospital psiquiátrico por la mañana y no regresa hasta por la noche, recorriendo a su antojo las calles de Triana. Tras sus pasos deja el rastro invisible de las cenizas, aunque será después cuando los ceniceros del Esdrújulo rebosen de cigarrillos.