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Trabajos y días del camarada Ilia Ehrenburg

'Gente, años y vida', el libro de memorias del intelectual comunista, muestra a un testigo excepcional del siglo pasado, capaz de conciliar la pasión y la Historia

Trabajos y días del camarada Ilia Ehrenburg

Los documentos de primera mano, orales o escritos, conforman la materia prima decisiva para construir una representación eficaz de lo que se denomina Historia. Siempre que se accede a narraciones servidas por quienes estuvieron sobre el terreno, por quienes fueron espectadores y protagonistas de un fragmento de tiempo, es difícil sustraerse al hechizo que esa clase de testimonio provoca. La voz y la mano que dicen o escriben "yo vi", "yo hice", "yo fui" generan un profundo impacto. Nunca se hará suficiente hincapié en la importancia del testigo.

El pasado siglo fue un vivero inagotable de acontecimientos, un tiempo convulso y voraz. Si el XIX fue un siglo larguísimo, que comenzó ya en 1789 y no terminó hasta 1914, el siglo XX, como sostendría Hobsbawm, duró sólo setenta y cinco años, los que median entre el asesinato de Francisco Fernando en Sarajevo y la caída del Muro en noviembre de 1989. El rocín de la Historia, al que según Maiakovski se debía espolear sin piedad, aceleró su paso de modo frenético durante la centuria. Cualquiera que haya recorrido con ojo avisado y pluma atenta ese tiempo, se convertirá en testigo inexcusable para comprenderlo.

Qué decir, por lo tanto, de un hombre que tuvo el privilegio de asistir de cerca a la Primera Guerra Mundial, a la Revolución de Octubre, a la Guerra Civil en España, a la Segunda Guerra Mundial y a la Guerra Fría. El arco dramático y, a la vez, excepcionalmente rico que nutre estos acontecimientos fue el que hizo suyo, a través de cientos de artículos y decenas de libros, el poeta, periodista y novelista Ilia Ehrenburg, internacionalista, ruso y judío por ese orden. Quizá por eso sus memorias tengan un título tan prosaico como ejemplar: Gente, años, vida.

Las dos mil páginas de este excepcional documento se leen con la misma facilidad que una novela de aventuras, pero dejan idéntico poso que un tratado moral. Ahí radica su gran virtud, en su capacidad para conciliar la pasión de una vida con la complejidad de las circunstancias históricas en que dicha vida se forjó y transcurrió. Y es que la mayoría de nombres que prestaron su aspecto al siglo, tanto en sus vertientes luminosas como en sus aspectos siniestros, encuentran acomodo en estas páginas.

Ehrenburg conoció a Lenin en su exilio parisino, frecuentó a Picasso durante seis décadas, charló con Einstein en Princeton, comió en Isla Negra con Neruda, compartió escritorio con Grossman mientras ambos compilaban las infamias de El libro negro. Fue amigo de Pasternak, de Bábel, de Tsvietáieva; frecuentó a Matisse, a Léger, a Modigliani; discutió de política con Herriot, con Togliatti, con Sartre; se enfrentó a los hombres de Mosley en Inglaterra, habló de la Comuna del 34 en Mieres con Silverio Castañón, asistió a los juicios de Núremberg y le sostuvo la mirada a Goering. En sus memorias la Wehrmacht recorre París en julio de 1940 y el Ejército Rojo invade Berlín en marzo de 1945; hay constancia de una visita a Machado en Barcelona y de una comida el 14 de abril de 1936 con Azaña en Madrid; se asiste al discurso de Stalin llamando a la Guerra Patria y se asume con estupor cómo las purgas de Yagoda, Yezhov y Beria devoraron a quienes forjaron el ideal del comunismo. La utopía y la decepción, el hambre de justicia y el fascismo, la sangre vertida en nombre de la libertad y la sangre vertida en nombre del más puro arbitrio coinciden en la experiencia de un mismo hombre.

Ehrenburg viajó y vio mucho. Si su testimonio es honesto, y voces tan autorizadas y poco sospechosas como la de Nadiezhda Mandelstam autorizan a pensarlo, nunca renunció a sus principios, pero supo siempre combatir sus prejuicios. Su pensamiento no fue monolítico. A él se debe el término "deshielo", que Jrushchov adoptó tras el XX Congreso del Partido para cifrar el devenir de una nueva época en la Unión Soviética, y suyo fue también el empeño, nunca ocultado, de convertirse en portavoz infatigable del comunismo entre la intelligentsia europea.

Es privilegio de los grandes escritores leer la entraña de su tiempo, percibir las líneas de fuerza que articulan una época, conformar las imágenes en que un mundo se resume. Ehrenburg no fue un gran escritor. La veneración con que en Gente, años, vida habla de Gógol, Tolstói, Turguéniev, Chéjov o Blok, por citar sólo a maestros rusos, habla bien a las claras de su percepción de lo que significa el genio. Y sin embargo, como sus modelos, Ehrenburg supo leer su época y percibir cuáles eran sus elementos esenciales. Ese corazón del siglo, según él, no fue otro que la urgencia.

El siglo pasado se había provisto "de un motor de gran cilindrada. Y a un automóvil no se le puede gritar: '¡Detente, quiero verte con todo detalle!' Sólo es posible hablar de la luz fugaz de sus faros. O bien -es otra posibilidad- ir a parar bajo sus ruedas". El siglo pasado hizo del olvido no una virtud, sino una necesidad. En el espacio de apenas tres décadas, entre 1914 y 1945, las personas vivieron tantas cosas que sus ideas ni siquiera tuvieron tiempo a consolidarse. Florecían y eran pronto decapitadas para dejar paso a otros prejuicios. La existencia era una máquina veloz, un cohete en realidad, y las experiencias no hallaban el modo de fijarse en visiones del mundo. El mundo cultivó el frenesí. Todo se malbarataba en la afrenta del tiempo.

Ehrenburg fue uno de los pocos intelectuales que, reconociendo esa urgencia tantas veces absurda, supo no terminar bajo las ruedas del coche. Si lo logró por azar o por estrategia es asunto discutible. Él mismo asegura que buena parte de los mejores cerebros de su época sucumbieron al vértigo de la Historia. El testimonio de ese azar, de esa estrategia o de la combinación de ambos factores es este vasto fresco titulado, con humildad casi chejoviana, Gente, años, vida.

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