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James Rhodes.LA PROVINCIA / DLP

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Sexo, mentiras y cintas de música

Salen a la luz las memorias del pianista James Rhodes, donde habla por primera vez sobre los abusos sexuales que sufrió

Si bien existe un común acuerdo entre los especialistas sobre la falta de una definición satisfactoria de lo que es la música, a mí hay algunas definiciones que me gustan. Decía Oscar Wilde que "el arte de la música es el que más cercano se halla de las lágrimas y los recuerdos". Se atribuye a Friedrich Nietzsche la frase de que "sin música la vida sería un error". Algo similar dijo el compositor de la sinfonía n º 6 en si menor, op. 74, Patética, Tchaikovsky: "Si no fuera por la música, habría más razones para volverse loco". Las tres son verdad en el libro de memorias que ha escrito el pianista inglés James Rhodes con el título de Instrumental: memorias de música, medicina y locura, y que acaba de publicar la editorial Blackie Books, en una magnífica traducción de Ismael Attrache, que ha tenido que lidiar con el estilo directo del autor, el cual no conoce tabúes lingüísticos a la hora de escribir que "la música clásica me la pone dura".

Instrumental es una obra perfecta sobre el modo en que las cosas hacen daño, sobre la forma en que algunas experiencias traumáticas de la infancia duelen para toda la vida. El tiempo no cambia nada. "De pequeño me pasaron cosas", escribe Rhodes, "me hicieron cosas que me llevaron a gestionar mi vida desde una posición según la cual yo, y solo yo, soy culpable de todo lo que desprecio de mi interior. Era evidente que una persona solo podía hacerme cosas así si yo ya era intrínsecamente malo a nivel celular. Y todo el conocimiento, la comprensión y la amabilidad del mundo no bastarán para cambiar, jamás, el hecho de que ésa es mi verdad. Que siempre lo ha sido. Que siempre lo será. Preguntádselo a cualquiera que hayan violado. [...] El motivo por el que siento tanta rabia es que sé que no hay nada ni nadie en este mundo que pueda ayudarme a superar esto del todo. Ni familiares, ni mujeres, ni novias, ni psicólogos, ni iPads, ni pastillas, ni amigos. Las violaciones infantiles son el Everest de los traumas".

Rhodes era un niño sano y feliz, sonriente, jugaba con otros niños, mostraba curiosidad por las cosas y no necesitaba estimulación constante, hasta que su profesor de boxeo, un tal señor Lee (un nombre falso, que evitó que la policía lo apresara), lo violó, durante cinco años, al concluir sus actividades extraescolares. Rhodes tenía seis años cuando empezaron los abusos sexuales en el colegio, así que él puede decir con mayor autoridad que Paul Nizan, a los veinte años, que: "No permitiré que nadie diga que es la edad más hermosa de la vida". La escuela se convirtió en un infierno para Rhodes. El señor Lee no solo abusó de él, sino que le provocó desgarros en el recto, dolores intestinales y, lo que es aún peor, una trauma no diagnosticado que con el tiempo se fue transformando en una trinidad macabra: la culpa, el reproche y la autocrítica.

Los abusos sexuales de los que el autor fue objeto de niño lo presiden todo desde el principio, sólo que Rhodes no lo llama así: "Abusos. Menuda palabra. Violación es mejor. Abusar es tratar mal a alguien. Que un hombre de cuarenta años le meta la polla por el culo y a la fuerza a un niño de seis años no se puede considerar abuso. Es muchísimo más que un abuso. Es una violación con ensañamiento, que provoca múltiples operaciones, cicatrices (internas y externas), tics, trastorno obsesivo-compulsivo, depresión, ideación suicida, enérgicos episodios de autolesiones, alcoholismo, drogadicción, los complejos sexuales más chungos, confusión de género ('pareces una chica, ¿estás seguro de que no eres una chica?'), confusión sexual, paranoia, desconfianza, una tendencia compulsiva a mentir, síndrome de estrés postraumático, trastorno disociativo de la personalidad (un nombre algo más bonito que le han puesto al síndrome de personalidad múltiple), etcétera".

En sus memorias Rhodes deja voluntariamente en la sombra a sus padres y maestros, en su papel de custodios y responsables, en última instancia, de su desgracia, para revolotear con insistencia alrededor del trauma sufrido en la infancia, argumento más que suficiente para justificar cualquier desequilibrio emocional, cualquier trastorno afectivo, cualquier alteración psicológica. En cualquier caso, sus páginas revelan a un hombre extraviado, maniático, desquiciado, embustero, incapaz de amar a las personas que lo rodean e incapaz de comprometerse sentimentalmente. Manías, pesadillas, hipocondrías, rarezas, melancolías, tristezas, angustias, miedos, dudas, confusiones, desánimos, hablan a fondo de cualquier hombre, pero de Rhodes mucho más.

Instrumental es, en esencia, un relato en primera persona de una autodestrucción ejecutada con excesos, empleando en ella grandes cantidades de alcohol, drogas y cuchillas de afeitar. De hecho, son muy pocas las páginas del libro que Rhodes dedica a la música clásica, pese a que fue ésta, en especial Bach (su chacona para violín solista, en re menor, BWV 1004, escrita en memoria de su primera esposa), la que le salvó la vida: "Se trata de una pieza oscura; no cabe duda de que el comienzo es lúgubre, una especie de coral fúnebre, llena de solemnidad, pena y dolor resignado. Variación tras variación, su intensidad va aumentando y disminuyendo, se expande y se repliega sobre sí misma como un agujero negro musical. [...] La música logró tocar algo en mi interior. Yo tenía algo destrozado en mí, pero esto lo arregló. Sin esfuerzo y al instante".

Después de escuchar la chacona de Bach en una vieja cinta de casete, Rhodes supo que su vida iba a consistir en eso a partir de entonces: "La mía iba a ser una existencia dedicada a la música y al piano. Lo supe sin cuestionármelo, feliz, sin el dudoso lujo de poder elegir. Y sé lo estereotipada que resulta esta afirmación, pero esa pieza se convirtió en mi refugio. Siempre que estaba angustiado (siempre que estaba despierto) se me repetía en la cabeza. Se iban marcando ritmos, sus voces se ejecutaban una y otra vez, se alteraban, se sometían a experimentos. Yo me sumergía en su interior como si fuera una especie de laberinto musical y deambulaba por él, perdido y feliz. La pieza determinó mi vida; sin ella habría muerto hace años, estoy convencido".

Hay un género de literatura que sólo los que han sufrido grandes dolencias, trastornos o dificultades saben hacer. Y lo saben hacer muy bien. En esa literatura de la recuperación de la memoria personal y venganza contra sí mismo es en la que hay que situar el libro de Rhodes, tan complicado de escribir (a partir de las 3.47 de la madrugada) como fácil y divertido de leer, en el que el autor lucha al mismo tiempo con las palabras y con los recuerdos, poniendo en su escritura ironía y precavida distancia. Y en el centro de todo, la música, que le sirve para organizar el relato desde la perspectiva de un recital musical que tiene mucho de encuentro celebrativo. Bach (Variaciones Goldberg), Prokófiev (Concierto para piano nº 2), Schubert (Trío para piano nº 2 en mi bemol), Beethoven (Sonata para piano nº 32, Op. III), Ravel (Trío para piano) y Liszt (Danza macabra), son algunos de los compositores a los que Rhodes rinde homenaje en sus memorias. Un libro francamente destacable por lo que cuenta y cómo lo cuenta.

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