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Cine

La estrella que alumbró su leyenda

Hace 65 años fallecía en París la actriz de origen palmero Maria Montez. Su figura, dotada de una formidable belleza, se asocia al Hollywood más exótico

La estrella que alumbró su leyenda

En el panteón donde reposan los grandes mitos del cine yace, desde hace más de seis décadas, el que ostentó Maria Theresa Gracia de Santo Silas, popularmente conocida como Maria Montez (Barahona, República Dominicana, 1912; París, 1951) desde su debut como actriz en 1941 con Boss of Bullion City, de Ray Taylor, cuya prematura muerte, diez años después, cuando aún no había cumplido la cuarentena, la catapultó como uno de los iconos populares más venerados del Hollywood de la posguerra. Montez, que desde sus años de adolescente en el colegio de religiosas de Santa Cruz de Tenerife donde cursó sus primeros estudios ya soñaba con ser una actriz de relumbrón, se convirtió en un plazo récord en una de las estrellas más influyentes y cotizadas de la Universal en la década de los años 40 y, sin duda, en uno de los rostros más luminosos, sugestivos y exóticos esculpidos jamás por el cine estadounidense.

Musa incombustible de la era del technicolor, endiablada enemiga de la vulgaridad, sensacional promotora de sí misma, no brilló nunca con especial relieve por sus virtudes artísticas, ni nos regaló en toda su corta pero intensa carrera una actuación que pudiéramos calificar de memorable, aunque sí se empeñó siempre en que su imagen de femme fatale iluminara sus rutilantes apariciones en la gran pantalla, proyectando sobre el espectador un patrón de mujer mucho más cercano al ámbito de la mitología que al de la realidad, más soñado que vivido. "A la larga", proclamaba Terenci Moix en el prólogo al libro biográfico sobre la estrella escrito en 1990 por Antonio Pérez Arnay, "el cine de María Montez es como un calidoscopio del mal gusto asumido incluso como ética. Desde un trono invariablemente dorado, ella mira el entorno con aquella altivez propia de las diosas y que algunos confundirían con la inexpresividad. Sin este Oriente de cartón piedra, sin esta sultana de perlas cultivadas, el gusto de toda una generación quedaría incompleto".

Filmes de aventuras exóticas

De ahí que legiones de fans de todo el mundo sigan mostrándole una adhesión inquebrantable a su memoria y que muchas de sus más contrastadas carencias queden virtualmente solapadas por la extraordinaria fuerza que destilaba su bella y electrizante figura en las pantallas. A pesar de sus manifiestas carencias, perfectamente reflejadas en esa continua e imperturbable expresión de desdén que mostraba habitualmente frente a las cámaras, llegó a despertar pasiones febriles entre un público dócil que, desde un principio, supo sintonizar con su volcánico magnetismo en medio de aquellos ligeros y previsibles filmes de aventuras exóticas que tantas veces protagonizó junto a sus inseparables partenaires John Hall, Sabú y Turham Bey o con viejas glorias del género, como Douglas Fairkbans jr, Eric von Stroheim, Alan Curtis o a su propio esposo, el impasible actor francés Jean-Pierre Aumont, con quien compartió tres de sus más sonados éxitos: La Atlántida (Siren of Atlantis, 1947), de Arthur Ripley; The Wicked City (Hans le marin,1949), de François Villers, y La venganza del corsario (La vendetta del corsario, 1951), del italiano Primo Zeglio.

Reinó durante años como la soberana imbatible del technicolor en millones de corazones dispuestos a huir de la pesadilla bélica que, entre 1939 y 1945, mantuvo angustiado al mundo entero y especialmente al pueblo estadounidense tras su intervención en el conflicto en diciembre de 1941. Representó, en aquellos difíciles momentos de reconstrucción y de crisis en todo el país, a un mundo emancipado de la realidad, un mundo ajeno a lo que sucedía en los escenarios de la América real, fomentando un imaginario que perduraría en la memoria colectiva de varias generaciones de espectadores como un signo inequívoco del decisivo papel que desempeñó la actriz en los ambiciosos planes de producción de su compañía tras su bien ganada popularidad.

Corto reinado

Paradójicamente, hizo de sus limitaciones su más sólida y perdurable baza expresiva, creando un nuevo prototipo de vamp que destilaba autoridad y turbación por todos sus poros, pese a la insustancialidad de la mayoría de los personajes que interpretó durante sus escasos diez años de vida profesional. El suyo, sin embargo, no fue un reinado muy duradero pues su prematura muerte, cuando aún no había cumplido los cuarenta, en la bañera de su lujosa residencia parisina, frustró fatalmente una carrera artística que en sus últimos tiempos, curiosamente, ya empezaba a repuntar con proyectos mucho más inspirados que los de la inmensa mayoría de filmes de consumo que nutren su extensa e irregular filmografía. Nacida en Barahona (República Dominicana) en 1912, hija de un diplomático palmero y una dominicana, Maria Montez debutó en 1941, de la mano de Lew Landers, fiel arquetipo de realizador de serie B, en Lucky Devils, "un thriller", destacó Variety, "cuyo único fallo reside en la insignificancia de su argumento y en unos diálogos absolutamente planos que solo aportan más desconcierto a la apreciación general de la película".

Meses más tarde rueda, bajo la batuta de A. Edward Sutherland, La mujer invisible (The invisible Woman, 1941), una comedia con ribetes fantásticos, protagonizada por John Barrymore y Virginia Bruce, donde la estrella tiene una aparición breve aunque algo más lucida que la que nos ofreció en su debut con Landers. Su primer papel protagonista se lo brinda, ese mismo año, Ray Taylor en Boss of Buillion City, un modesto western que le proporciona no obstante la suficiente notoriedad para poder seguir escalando peldaños en su imparable ascenso al estrellato. Tras rodar otros tres filmes como actriz de reparto, protagoniza junto a Brian Donlevy y el gran Broderick Crawford La venus de la selva (South of Tahití, 1941), su sexta película en un mismo año, y el título fundacional de lo que más tarde sería una de las sagas de aventuras más taquilleras de la historia del cine estadounidense.

En 1942, cuando su mito ya empezaba a fraguar en el imaginario popular, prestó su abrasadora belleza a Scherezade, la legendaria bailarina que cautivó el corazón del príncipe Haroun Al Raschild de Bagdad en la por varias razones inobjetable Las mil y una noches (Arabian Nights), de John Rawlins. El éxito descomunal de este ingenuo aunque cautivador pastiche en las taquillas de medio mundo impulsó inmediatamente el rodaje de nuevos proyectos de similar calado, como La salvaje blanca (White Savage, 1943), de Arthur Rubin; Ali Babá y los cuarenta ladrones (Ali Baba and the Forty Thieves, 1944); La reina de cobra (Cobra Woman, 1944), de Robert Siodmak; Sudán (Sudan, 1945), de John Rawlins; El ladrón de Tánger (Tanger, 1946), de George Waggner o La Atlántida (Siren of Atlantis, 1947), de Arthur Ripley, donde la Montez repite una y otra vez el mismo rol de heroína dominante, ambiciosa, exótica e insolente perdida en un mar de continuas refriegas palaciegas.

A partir de 1949, su estrella, exprimida hasta la saciedad por los gerifaltes de la Universal, empieza su declive, aunque simultáneamente inicia una nueva etapa de su carrera en Europa que le proporcionará otra oportunidad de convertirse en lo que nunca fue: una actriz consumada, oportunidad que apenas le duró dos años más al perder su vida una aciaga mañana estival de 1951, justo cuando se disponía a protagonizar La maja desnuda, la que iba a convertirse en su primera película en español y donde todo apuntaba a un espectáculo muy en la línea de los exuberantes tableau de regusto oriental que se desparraman a lo largo y lo ancho de su filmografía, aunque, eso sí, con una línea de producción mucho más cuidada, moderna y ambiciosa.

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