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cine

Duro y reservado

Desaparece, a los 81 años, Federico Luppi, el inolvidable actor argentino que sedujo a crítica y público con interpretaciones memorables

Federico Luppi en el rodaje de 'Que parezca un accidente' en Las Canteras, en 2007. LA PROVINCIA / DLP

Desaparece, a los 81 años, Federico Luppi, el inolvidable actor argentino que sedujo a crítica y público con interpretaciones memorables en películas como La Patagonia rebelde, Tiempo de revancha o Los últimos días de la víctima. En otras muchas distinciones recibió, en 2006, La Lady Harimaguada de honor en el Festival de Las Palmas.

El mejor elogio que podría recibir un actor, al margen, claro está, del reconocimiento a toda su carrera, es que digan de él que con su presencia cualquier película, buena o mala, eleva su credibilidad, su fuerza y su convicción en la pantalla. Eso, por ejemplo, es lo que se ha dicho siempre de figuras como Anthony Hopkins, Robert de Niro, Dustin Hoffman, James Mason, Montgomery Clift, Charles Laughton, Laurence Olivier, Alec Guinnes y de un puñado más de grandes maestros en el difícil y complejo oficio de la actuación, sobre todo cuando la calidad de algunos de sus filmes no ha estado en perfecta armonía con la verdadera creatividad de sus talentos. Y no creo, a estas alturas, que haya nadie tan miope que no admita tal virtud en un actor de la trayectoria profesional y del calado intelectual de Federico Luppi (Ramallo, Argentina, 1936/Buenos Aires, Argentina, 2017) pues, al igual que sus ilustres colegas anglosajones, fue capaz de imponer su magisterio incluso en las circunstancias artísticas más adversas, y demostrando que, cuando se lo proponía, un intérprete también puede influir de manera importante en los resultados finales de una película.

Por eso, la suya fue, en este sentido, una carrera absolutamente paradigmática. Desde sus inicios en 1964 con Pajarito Gómez ( El ídolo), del gran Rodolfo Kuhn, donde interpreta un pequeño papel junto a Héctor Pellegrini y Lautaro Murúa, hasta sus últimos trabajos en España bajo la batuta de Mario Barroso, Mario Camus, Agustín Díaz Yánez, Antonio Hernández o Gerardo Herrero, pasando por los siete espléndidos dramas que protagoniza bajo la dirección de su compatriota y amigo Adolfo Aristaráin y los seis en los que fue dirigido por el también argentino Fernando Ayala, Luppi realizó un largo e intenso recorrido por casi todos los géneros cinematográficos a través de una filmografía que supera los ochenta títulos y en compañía de los más reputados realizadores del cine rioplatense. Porque además de Kuhn, Ayala y Aristaráin, el actor trabajó también con otros directores de acreditada trayectoria artística en Argentina, como Manuel Antín, Carlos Rinaldi, Raúl de la Torre, Edgardo Cozarinsky, Hugo del Carril o Héctor Olivera.

Con el icónico Leonardo Favio, cantante de gran calado popular a la sazón, interpreta el personaje central de El romance de Aniceto y la Francisca, papel que le convierte en uno de las estrellas con más futuro de la cinematografía latinoamericana en la década de los años sesenta y en el ganador ese año del Premio al Mejor Actor del Instituto Nacional de Cinematografía. En compañía de Luis Brandoni, Pepe Soriano y Héctor Alterio, otros tres consumados maestros argentinos en el arte de la representación, Luppi logra su primer reconocimiento internacional encarnando a un obrero huelguista en la obra maestra de Olivera La Patagonia rebelde (1974), película premiada con el Oso de Plata del Festival de Cine de Berlín y cuyo estreno en España no se materializaría hasta 1984 por la cerrazón de los censores del tardofranquismo que vieron en ella "el espíritu de la rebelión y el desorden en medio de una algarabía izquierdista inadmisible".

Tras este sonado éxito, Aristaráin piensa en él para protagonizar su cuarto largometraje, T iempo de revancha (1981), otra de las grandes cimas del cine argentino donde Luppi se convierte en Pedro Bengoa, un duro y astuto minero empeñado en estafar a su empresa como respuesta al sistema de explotación ilegal que ésta emplea sistemáticamente con sus trabajadores . La química que se estableció rápidamente entre actor y director propició que Aristaráin volviera a contar con él para encarnar al frío e implacable sicario del crimen organizado de Los últimos días de la víctima (1982), uno de los thrillers más intensos y originales de la década y, probablemente, el personaje más sombrío de los interpretados por el actor en toda su carrera.

Ese mismo año, el más fecundo sin duda en su larga y brillante trayectoria, encabeza el reparto de Plata dulce y El arreglo, dos de los filmes más prestigiosos de Fernando Ayala, con los que refuerza su reputación internacional como actor dotado de una extraordinaria versatilidad dramática.

En la película No habrá más penas ni olvidos (1983), su segunda colaboración con Héctor Olivera, vuelve de nuevo a por la senda del cine político, personificando a un veterano peronista que se enfrenta violentamente al ala más radical de su formación en el empeño por salvar la legalidad frente a los que quieres imponer su voluntad por la fuerza de las armas. La película, escrita por el propio Olivera a partir de la novela homónima de Osvaldo Soriano, el Jim Thompson de la literatura negra argentina, obtuvo el Oso de Plata en la Berlinale, premio que Olivera utilizó como eficaz plataforma para el lanzamiento internacional de la cinta.

Exiliado, como tantos otros compatriotas, a España tras la dura represión política emprendida por la Junta Militar argentina contra centenares de escritores, artistas, actores, dramaturgos, diputados, sindicalistas, músicos y cineastas, Federico Luppi protagoniza junto a Charo López, Paco Rabal, Antonio Resines y Assumpta Serna La vieja música (1985), su primera película de producción netamente española bajo la dirección del acreditado director santanderino Mario Camus.

Sin embargo, aquél no sería más que el inicio de lo que, años más tarde, se convertiría en una intensa y casi constante colaboración con el mejor cine español de la época.

Federico Luppi, que recibió, entre otros muchos galardones, la Lady Harimaguada de honor en el Festival de Las Palmas, pertenece, por derecho propio, a una estirpe irrepetible de actores cinematográficos cuyas señas de identidad están estrechamente ligadas con el autodominio de cualquier tipo de emoción y con la certeza absoluta de que su técnica, empleada a menudo con inteligencia, aplomo e intensidad, es la herramienta más valiosa para persuadir al público de que lo tiene ante sus ojos es en realidad un ser de carne y hueso al que debe de concederle la suficiente credibilidad y emoción para que el espectador no albergue en ningún momento la menor duda acerca de la verdadera naturaleza humana que envuelve al personaje.

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