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Crítica 'Sansón en el jardín de las Hespérides'

El octavo viaje de Saint-Saëns

¿Quién fue Camille Saint-Saëns? Si formulásemos esta pregunta comprobaríamos sorprendidos que su nombre no dice nada a la mayoría, e incluso si se la hiciéramos a un aficionado a la ópera lo señalaría solamente como el autor de Sansón y Dalila, la única de sus óperas que sigue representándose.

Pero si ya es lamentable que apenas se conozca a un compositor y director de orquesta tan prolífico y genial, este desconocimiento es aún más lamentable teniendo en cuenta que su vida está íntimamente ligada a nuestra ciudad, la cual amó con locura, en una pasión que comenzó de la forma más pintoresca.

En 1889, cuando París preparaba el solemne estreno de su ópera Ascanio se propagó la sorprendente noticia de que el compositor había desaparecido misteriosamente. Nadie conocía su paradero, ni siquiera sus allegados, se lo había tragado la tierra.

Pero en la ciudad de la luz ignoraban que justo en aquel momento un comisionista francés llamado Charles Sannois desembarcaba en Las Palmas, donde entablaría amistad con algunos miembros del panorama cultural de la ciudad, que quedaron sorprendidos de que una persona dedicada a algo tan prosaico como las comisiones mercantiles pudiera poseer una cultura tan extraordinaria.

A pesar de todas las precauciones que tomó, Saint-Saëns era tan famoso que unos meses después se terminó descubriendo la mascarada, por lo que finalmente se vio obligado a regresar a la normalidad de su vida parisina, pero el amor que sintió por nuestra isla durante su primera estancia fue tan grande que no pudo seguir viviendo sin volver a visitarla hasta en seis ocasiones más, en las que pasó largas temporadas con las amistades que aquí había hecho, pero ya sin identidades falsas.

Este es el sorprendente argumento de Sansón en el Jardín de las Hespérides, un montaje, que combina hábilmente música e imágenes con la voz de un narrador para componer el marco que encuadra fragmentos de varias obras del compositor.

Todavía no sé afirmar a ciencia cierta qué fue lo que más me conmovió de esta sorprendente obra, porque todo en ella era emocionante, la voz del narrador leía un guion brillante que describía la trágica historia de un hombre que no pudo vivir la existencia que le tocó en suerte mientras en el escenario se proyectaban una sucesión de imágenes que trasladaban al público a una apacible ciudad finisecular decimonónica en la que era imposible no reconocer el paisaje urbano de Las Palmas.

En medio de esa cascada de imágenes que reconstruían una vida traumática pudimos disfrutar de una serie de arias de Sansón y Dalila. La primera fue el aria del acto inicial Arrêtez, ô mes frères!, interpretada por el tenor Francesco Medda y el coro. A continuación el barítono Leopoldo Rojas-O'Donnell interpretó al sumo sacerdote que canta Maudite à jamais soit la race, para reaparecer cantando a dúo con Yaroslava Kozina en el papel de Dalila, una pieza marcada por la gran diferencia entre la sensualidad vocal de la filistea y la energía inflexible del sacerdote. Luego vino el dúo entre Sansón y Dalila, en el que aparece el fragmento más célebre de toda la ópera: Mon coeur s'ouvre à ta voix y las arias finalizaron con Vois, ma misère.

La voz de tenor dramático Francesco Medda era muy carnosa y se entregó generosamente contrastando fuertemente con el color oscuro y la vocalidad homogénea de la de la mezzosoprano Yaroslava Kozina. Lo mismo sucedió con Leopoldo Rojas-O'Donnell, barítono de brillantes agudos y centros-graves sonoros.

Por su parte Fernando Carreira tocó el piano con una sonoridad muy cuidada y un virtuosismo impecable y en cuanto al coro Ensemble vocal Victor-Isós hay que destacar la cuidada dirección de Eduardo García, que obtuvo pulidos matices de la partitura.

Todo resultó redondo en este último viaje de Saint-Saëns a nuestra ciudad.

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