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Libros

La definición de lo insular y sus vectores

Antonio Puente desarrolla una revisión escrupulosa de las voces que han afrontado la condición isleña

Antonio Puente. JAVIER LÓPEZ

Continuando con su exigente contribución ensayística, el poeta y periodista cultural Antonio Puente (Las Palmas de Gran Canaria, 1961) acaba de publicar hace unos meses quizá su libro más ambicioso en lo que se refiere a ese discernimiento de lo que José Lezama Lima definió y conceptuó como una teleología de lo insular, un análisis de las causas profundas que definen lo insular. Y el camino que toma Antonio Puente lo reparte entre dos vectores aparentemente distantes en sus concepciones originales, pero que a medida que avanzamos en su paralelo recorrido y contraste vamos encontrando vetas de explotación muy provechosas para ese discernimiento anunciado.

Esos vectores son las islas del último texto dramático de William Shakespeare, La Tempestad (1611), la historia mágica de Próspero y Calibán que tanta escritura ha provocado, y de la segunda parte del Quijote (1615), la Ínsula Barataria, que regentaría Sancho Panza a lo largo de una semana, con tanta dignidad de su lado como sorna por parte de sus administrados y de las autoridades que lo designan para tal inesperado cargo.

Esos testimonios literarios sirven de modelos complementarios para examinar con buena prosa de poeta veterano todas las teorías vertidas en la bibliografía correspondiente, una bibliografía que puede ir desde Bartolomé Cairasco de Figueroa (desde el mismo título de su obra, Antonio Puente le hace un guiño al canónigo grancanario), y su La comedia del alma (sin fecha), hasta los clásicos cercanos, Utopía (1516), de Tomás Moro, La Ciudad del Sol (1602), de Tommaso Campanella, y La Nueva Atlántica (1626), de Francis Bacon, para continuar con autores más cercanos como los cubanos, el ya citado José Lezama Lima, Nicolás Guillén, Virgilio Piñera, Severo Sarduy, Heberto Padilla, Dulce María Loynaz, Antonio Benítez Rojo, los antillanos angloparlantes, como Derek Walcott, o francoparlantes, como Aimé Césaire, irlandeses como James Joyce, Samuel Beckett o Seamus Heaney, algunos canarios más cercanos, como Agustín Espinosa, Pedro García Cabrera, los hermanos Padorno, Ángel Sánchez y el que esto escribe, además y principalmente de Domingo Pérez Minik ( La condición humana del insular, comunicación pronunciada en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de La Laguna el 11 de enero de 1968 y rehecha y republicada en el Boletín Informativo de la Fundación Juan March en febrero de 1985 con el título de Las Islas Canarias: una litigiosa identidad cultural. Para Pérez Minik, nuestra cultura está contenida y definida en una enumeración de nombres ?todos masculinos?: el gran ingeniero Agustín de Bethencourt y Molina; el gran fabulista Tomás de Iriarte; el gran historiador José de Viera y Clavijo; el gran militar Leopoldo O´Donnell; el gran novelista Benito Pérez Galdós; el gran músico Teobaldo Power; el gran dramaturgo Ángel Guimerá; el gran poeta Alonso Quesada; el gran físico Blas Cabrera; el gran polígrafo Agustín Millares Carlo; el gran paisajista Nicolás Alfaro; el gran pintor Óscar Domínguez; el gran surrealista Agustín Espinosa; el gran crítico Eduardo Westerdhal; el gran lírico Pedro García Cabrera). Sin olvidarnos de referencias usadas con tanta frecuencia como respeto, por Antonio Puente, como El castillo estrellado (1936) del surrealista André Breton visitante tinerfeño.

Una revisión escrupulosa de todas aquellas voces que desde distintos géneros de la literatura y el pensamiento en general han enfrentado las complejidades del asunto insular desde las más inesperadas observaciones. Y como ejemplo de esta obesa diversidad hermenéutica, Antonio Puente nos recuerda en sus páginas una ocurrencia festiva del periodista tinerfeño Luis Álvarez Cruz para definir, en los años cincuenta del siglo XX, lo que él entendía por isla: "Isla es una porción de tierra rodeada de teorías por todas partes". Una ocurrencia festiva que ha sido usada por algún amateur del ensayismo de nuestros lares para apropiársela sin miramientos y sin respeto alguno a autorías ajenas.

La humorística propuesta de Luis Álvarez Cruz bien podría sintetizar el arduo trabajo de Puente, siempre en busca de alcanzar la más precisa definición de ese concepto tan esquivo como es el de la insularidad.

Y así asistimos a la insularidad vista desde las jerarquías del poder político y desde los procesos colonizadores del siglo XV y subsiguientes; la insularidad como morada del mito, ajeno al tiempo y al espacio, y no tanto como objetivo de la historia; la insularidad como enjaulamiento, según la ingeniería metafórica de Nicolás Guillén, la isla como panóptico, cárcel vigilada; la insularidad con sus contradictorias variantes del que ansía salir de la isla (Robinson Crusoe y la isla Juan Fernández) y del que anhela llegar a ella (Ulises y su Ítaca); la insularidad y su luz solar, ejemplificada particularmente a través de la novela testamentaria de Severo Sarduy, Pájaros de la playa (1993), dedicada a Lanzarote y a César Manrique; la insularidad como espacio de la ambivalencia existencial, lugar de sensaciones encontradas: opresión y libertad total, el ser humano al albur de energías no controladas; la insularidad como holgazanería (Cairasco y su citada La comedia del alma); la insularidad como simple espejismo, con el inesquivable ejemplo de nuestra San Borondón y su fantasmagoría; la insularidad vista solo como mujer, usando como guion la novela de Antonio Benítez Rojo, Mujer en traje de batalla (2001), donde se recorre la trayectoria de la aventurera suiza Henriette Faber, que para poder estudiar la carrera de medicina en el París bonapartista se disfraza de hombre y conserva esa identidad a lo largo de toda su vida hasta ser procesada y recluida en 1823 en el hospital de mujeres de La Habana, después de desposarse con la adolescente Juana de León.

La insularidad, como vemos, en sus más exquisitas, insólitas y demudadas versiones, recorrida por Antonio Puente con la minuciosidad del entomólogo que no deja escapar ningún rasgo de su presa a la hora de describirla.

Isla Militante quizá sea el mayor catálogo recopilatorio de toda la bibliografía dedicada a abrazar los esfuerzos por dilucidar la vida de las islas, la existencia insular vista desde dentro y desde fuera de esos espacios acotados, con preferencia de las islas del segundo océano mayor del mundo, ese Mare Tenebrarum o Mare Tenebrosum, en latín, como se conocía al Atlántico en el Medievo, ese mar que navegaría Colón en 1492 después de salir de La Gomera un 6 de septiembre de ese mismo año. El viaje intelectual de Antonio Puente con Isla Militante bien podría recordarnos, en versión ensayística, la esforzada singladura del almirante genovés. El itinerario lector de Puente no hace sino incitarnos a continuar el diálogo inagotable sobre lo que hasta ahora se ha concebido como la cuestión insular.

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