Antes de la Guerra, atrás, en el callejón de Pedro de Algaba, en el secreto oscuro de la noche, se apostaban los mauros que venían de las medianías en los piratas que paraban en la calle Herrería. Fajados en viejos duros metidos en sus fajines, remataban el trato carnal con las señoritas del Seis de Copas con la desvergüenza de quien se siente envalentonado por un ron de Arucas que despachaba Siso a granel en su cafetín de huevos duros y tapas del país al principiar Los Balcones.

La Casa de Colón y sus aledaños, antes de que la conociésemos como Néstor Álamo la soñara, fue un mundo de historias, de personajes y de vida aún encendida en el núcleo fundacional del Real de Las Palmas. El Seis de Copas cerraría sus puertas antes de que Matías Vega Guerra y los prebostes de la época cortaran la cinta inaugural del que sería el primer museo público de la ciudad en un día como hoy, hace sesenta años, a los sones del himno nacional y con la prosapia debida a la época y al Régimen.

Pero aquella casa del pecado, inserta en un callejón de la original manzana que ocuparan familias tan respetables como las de nuestro tenor eterno, Alfredo Kraus, o la del promotor de nuestra natación insular, José Feo, tuvo su redención antes de pasar a ser, definitivamente, parte del Museo y sus dependencias. La habitó durante muchos años Carmita Díaz de Aguilar, solterona instruida y políglota que fue siempre público avisado en las actividades de la Casa desde sus orígenes. Debajo de sus dependencias mantuvo carpintería y tertulias Maestro Pascual y más allá, en la barbería de Paquito, anunciando la casa de los Suárez Fiol, los niños del barrio esperaban a que aquel Fígaro insular diera carpetazo a los trasquilados de sus convecinos para sentarse a escuchar, sentados en la calle, el eco de los ensayos de la rondalla de pulso y púa en las que el barbero y otros cómplices musicales ponían empeño, arte y repertorio zarzuelero.

Cuando Néstor convenció al presidente del Cabildo de la oportunidad de unir leyenda y vocación americanista para la Isla, se propició una intervención pública que marcaría el destino casi definitivo de la piel urbanística del viejo casco histórico. Ya no importa saber a ciencia cierta si el almirante don Cristóbal Colón durmió en alguna parte de aquel amanzanado racimo de casas en su primera ruta hacia las Indias; cuando se inaugura la Casa de Colón, Álamo consigue apuntalar, con el ejemplo de aquella intervención urbanística singular, la defensa de un casco histórico ya entonces amenazado por la piqueta del falso progreso. La Casa marca desde entonces el territorio sagrado de la Memoria para los palmenses y sus visitantes en un barrio necesitado de la vivificante seducción de los sueños compartidos.

Es sabido que Álamo fue su primer director. Con sus rarezas, que yo pude escuchar -cuando tuve la suerte de trabajar algunos años en sus dependencias- de labios de los veteranos conserjes que aún quedaban por la casa en los años ochenta. A algunos les mandaba amorosar en sus pies zapatos nuevos que había mandado a comprar en Quesada, por mor de unos sufridos callos; a las semanas de su uso por el personal a su servicio, volvían a su original dueño. Otros contaban que los ponía, a unas horas del día, en un patio de la Casa, con un espejo, para que se reflejara la tamizada luz del sol en unos mimados helechos acogidos bajo los corredores.

Rarezas de un genio que supo construir un Museo, imaginado y querido desde que abrió sus puertas a la ciudad, con trozos de historia arquitectónica arramblados de aquí o de allá y con unas apreciadas invenciones como la de la portada verde, la postal más fotografiada de nuestra ciudad. Un centro museístico que inmediatamente se transformó en casa de cultura, auditorio o sala de exposiciones gracias a la ayuda de un solvente arquitecto, Suazo, y un callado esteta, el pintor Santiago Santana. Inteligentemente, Néstor supo colocar a los padres de la notable escuela histórica americanista y atlantista canaria (Rumeu, Morales y Béthencourt) en los quehaceres y actividades intelectuales de la Casa desde que esta se inaugura, sabedor de sus limitaciones académicas y de su naturaleza bohemia.

El fundador fue sustituido a los años por don Alfonso de Armas, un personaje al que la Isla no le ha hecho justicia. Don Alfonso utilizó la confianza del Régimen hacia su persona para ayudar a abrir silentes ventanas -valientes dados los tiempos que corrían- a la intelectualidad insular, aburrida en sus tertulias del Neo-Tea y de la Luján Pérez por tanto No-Do en blanco y negro. Si Álamo fundó la Casa con los artilugios de su amaneramiento arquitectónico y la habitó con loros y turistas, o con alfombras rojas para recibir a la oficialidad de la época -sabedor de lo importante del boato institucional en todo principio-, De Armas -conocedor de la otredad de lo insular y su escasa visibilidad oficial hasta entonces- quiso habitarla con poemas, puestas de largo en veladas literarias donde su socarronería brillaba y exposiciones pictóricas de coetáneos en lo creativo.

Al profesor lo sustituyó, años ha, una de las profesionales de la gestión cultural pública más capaces que he conocido en mi vida: Elena Acosta Guerrero. Elena ha venido a cerrar un círculo de voluntades en la dirección de la Casa de Colón que se ha ejemplarizado con una actitud generosa y abierta hacia cualquier iniciativa que viniese de la calle y quisiese asaltar los muros de la Casa para derribarlos y volverlos a levantar con la fecundidad de quienes también se sienten sus dueños.

Elena, junto a todo su equipo de colaboradores, ha mantenido el espíritu de "pertenencia" colectiva que le era obligado a la Casa permitiendo que por sus salones, en todos estos años, desfilaran todo tipo de iniciativas culturales y ciudadanas. Y todo ello haciéndolo convivir -en una ejemplarizante actitud de servicio a lo público tan difícil de encontrar en instituciones de similares características- con el rigor científico de sus indispensables actividades americanistas, la calidad de sus exposiciones artísticas y fondos museísticos, el alto valor de su biblioteca especializada o la debida atención a la industria turística de Gran Canaria a propósito de ser el establecimiento más visitado de su género en el Archipiélago.

La ciudad, afortunadamente, ha quintuplicado sus infraestructuras públicas, algunas de ellas con una dotación en medios muy superior a los de la Casa de Colón, pero pocas de ellas podrán presumir de haber hecho tanto con tan poco. Son seis decenios tan apegados al sentimiento, al orgullo y las necesidades de los grancanarios que a buen seguro la Casa del Almirante de la Mar Océana celebra hoy su sesenta cumpleaños con el reconocimiento de todos los hijos de la Isla.