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El fuego y el viento

Martín Chirino, casi al año de su muerte, “en el centro de su fragua, tenazas y martillo en mano”, heredero de la tradición escultórica más antigua

El fuego y el viento

1.- Topos

Una antigua tradición gnóstica concebía el espacio como el rostro de la naturaleza, como el topos o lugar infinito, inagotable, dominado por el silencio y el enigma. De él surgían como en el ciclo de los días y las noches, precipitándose desde lo alto de las montañas, las mil formas que como gérmenes eternos dormían en la matriz natural, ese centro aórgico del que todo mana. Era como una suerte de alquimia la que regulaba el tiempo de las formas y disponía el orden de su aparecer, cuya revelación constituía el mundo. Tras las formas dormía el espacio infinito y el tiempo no era otra cosa que el derramarse de lo eterno.

Nadie sabe a ciencia cierta si es la forma la que ocupa y define el espacio o es el espacio el que deviene forma. Gnósticos o no, el espacio se confunde con lo abierto y si amamos su silencio es porque antes hemos descubierto el abismo que anuncia y la atracción que produce reconocerlo como el lugar de lo posible. Todo arte vive de esta experiencia y de este límite, es decir, de esta disponibilidad primera de lo abierto y del límite que acompaña toda travesía del mismo explorando su dificultad. “Difícil e importante es entender esto del topos”, anota Aristóteles en el Libro IV de la Physica. Región intermedia entre el caos y el cosmos, aparece el espacio como el ámbito de todas las posibilidades, como el lugar de la emergencia y configuración, como el umbral en el que surge lo nuevo.

Una espiral de Martín Chirino en su taller. Alejandro Togores

2.- Formas

Ninguna forma agota el espacio. Todas son provisionales cifras de aquel infinito posible, estrategias de la presencia, formas de habitar. Unas veces se ordenan de acuerdo a perfectas geometrías que simulan ideales abstractos, casi matemáticos. La distancia que acompaña a estas formas las aloja en una negación de la evidencia para presentárselos en la radicalidad de su concepto. Otras, son formas que avanzan como proyecciones simétricas de lo natural, aventurando una aparente línea de su continuidad con lo visible. Entre la feliz apariencia de las cosas y su representación media el supuesto teórico de la correspondencia: la que rige la simetría entre el orden del mundo y el del lenguaje. A veces, esta simetría se oscurece y un juego alegórico pretende recomponer la unidad perdida, extraviándose en el laberinto de las sombras. Las partes en el lugar del todo, hechas ahora fragmentos de lo ausente, reconstruyen un mundo marcado por el silencio.

En uno y otro caso media la decisión de un saber acerca de las condiciones de posibilidad de un discurso que, entre abstracción y naturalismo, elige el propio camino que, al igual que en la vida, reúne de la mano de la intuición la conciencia de límite y la voluntad de representación.

3.- El jardín telúrico

Aquí todo conduce a ese bosque oxidado que se impone al espacio, como muro que sale del muro, para marcar la percepción primero y luego la conciencia. La tierra se impone en su poderosa mostración dando cuenta de su ser primero, ser mineral que se expone con su peculiar estructura de formas cuya lógica compleja suscribe la del tiempo. Una extraña sensación la que se produce al advertir tras el velo de las oxidaciones primeras la verdadera historia de la tierra. Y si ya antes las seriación del paisaje nos daba la impresión de encontrarnos ante un jardín encerrado que custodiaba conceptualmente sus restos, ahora es el paisaje mismo el que insiste en mostrar su piel oxidada, una huella que se resiste a ser sublimada sea cual sea la dignidad de la intención. La herida del tiempo se convierte ahora en la única piel real, en la que se inscribe cifrado el irresistible paso del tiempo.

Entre este jardín y aquel bosque media la certeza de un tiempo que nos aleja de toda complaciente resignación. Y mostrarla es algo más que un deber. Guai ai gelidi mostri!

4.- Otros bosques

Pero hay otros bosques que ocultan en su juego de luces y sombras otro espacio. Ahí los materiales se afirman en su particularidad. Goethe, al visitar las minas de Silesia, se preguntaba por el origen de los diversos minerales que tenía ante la vista aventurando ideas varias sobre el complejo sistema natural sobre el que se fundaba la tierra. A cada uno de ellos le correspondía una densidad, un color, una oxidación, un juego de irrisaciones ante la luz, una apariencia. Prefirió dejar abierta la pregunta, aceptando que las cosas naturales guardaban su secreto más allá del tiempo. En el fondo, una bella imagen para un naturalista atento a la complejidad de la naturaleza. La lección de Leibniz le había orientado, pero no era suficiente. Entraba en juego otra lógica, la que daría cuenta de una historia geológica que hallará su explicación más adelante. Por ahora era bastante situar la tensión de un tiempo que se obstina en señalar el tempo de la historia naturalis.

5.- Fuego

Surgen así, como emergiendo del bosque mineral, estas figuras que, en su conjunto, sugieren otro orden, un tiempo lejano que queda como cifrado en su materialidad. Su fuerza pasa por el diálogo natural del juego de correspondencias entre la forma y el sustrato mineral sobre el que se levanta.

Una y otra vez Martín Chirino se presenta a sí mismo en el centro de su fragua, tenazas y martillo en mano, modelando el hierro en busca de aquella forma pensada y dibujada, ahora construida

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La intencionada elección de los materiales hacen de cada una de las piezas provisionales laboratorios espaciales en los que se suspende el orden, la geometría, una cierta perspectiva incluso, para dar lugar a otras propuestas, próximas a un concepto en el que la estructura domina sobre otros elementos escultóricos. En otras obras, una explícita fidelidad morfológica decide el resultado. En uno y otro caso entra en juego el sentido de un doble límite referido tanto a la experimentación abstracta del espacio, cuanto a la imprecisión del punto de mira que abandona la perspectiva global del paisaje para descender a la forma concreta del experimento. Es ahí donde aparece el mundo personal de Martín Chirino y el de sus decisiones escultóricas.

Una y otra vez Martín Chirino se presenta a sí mismo en el centro de su fragua, tenazas y martillo en mano, modelando el hierro en busca de aquella forma pensada y dibujada, ahora construida. El fuego es ya el centro, por él pasa la más antigua de las transformaciones. Dore Ashton lo recuerda: Martín Chirino es heredero de la tradición escultórica más antigua, heredero de Hefesto, esa figura del mundo antiguo que forjó el escudo de Aquiles según cuenta la Ilíada: “Encaminóse a los fuelles, los volvió hacia la llama y les mandó que trabajasen. Estos soplaban en veinte hornos, despidiendo un aire que avivaba el fuego y era de varias clases: unas veces fuerte, como lo necesita el que trabaja deprisa, y otras al contrario, según Hefesto lo deseaba y la obra lo requería... (luego) colocó en el tajo el gran yunque y cogió con una mano el pesado martillo y con otras las tenazas”. De aquel fuego nacerá “todo un cosmos” que Martín Chirino interpretará con su obra.

6.- Cosmos abierto

André Kertész en su fotografía Escultura de yunque de 1929 expresaba su intención. Al tiempo que abría las puertas al atelier del escultor, llámese Brancusi, Julio González, David Smith, Martín Chirino..., se distanciaba de aquella tradición moderna que desde Michelangelo a Rodin había insistido en el heroísmo del artista moderno. Frente a él otra mirada, la escena se reduce a una mesa, el yunque, el martillo y las herramientas mínimas de un oficio. Ausentes los materiales, quedan solo las virutas, restos, huellas de un trabajo guiado por las manos del escultor. Kertész sitúa en el centro esa mesa de trabajo de la que nacerán aquellos “dibujos en el espacio” que diría Julio González.

Martín Chirino confesará en 1988 a Serge Fauchereau, sentirse pertenecer a una “generación expresionista abstracta”

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Un Julio González que Martín Chirino admira por “la delicadeza y la violencia de su poderoso silencio”. Una idea que le acompañará desde aquel primer encuentro con la obra de Julio González en 1952 con ocasión de la retrospectiva organizada por Jean Cassou en el Musée Nationale d’Art Moderne de París, que dará lugar a una larga fidelidad intelectual. Cuando pasen los años, Martín Chirino confesará en 1988 a Serge Fauchereau, sentirse pertenecer a una “generación expresionista abstracta”. En un largo viaje que abraza nombres como Brancusi, Julio González, David Smith, la gran Escuela Americana y hasta los amigos de El Paso, Chirino construye su propio lenguaje desde el mirador de su tierra canaria. Cosmopolita culto e inteligente traza sus mapas de una orilla a otra cartografiando así el espacio de problemas e ideas del arte contemporáneo. Tradición y modernidad. Por un lado, una sensible atención a los referentes antropológicos y etnográficos que van desde sus tierras guaches a la África cercana. Ahí está el largo viaje de experimentos y formas que van desde las primeras Reinas negras hasta sus Afrocanes y otras Cabezas en las que duerme el desdoblamiento de la máscara africana.

Y al mismo tiempo, una búsqueda de un lenguaje que hace suyas las lecciones de los maestros del fuego. Irán así naciendo sus nuevos paisajes, esa forma de construcciones varias que se condensarán en las grandes series de Raíces, Aeróvoros, y sobre todo la que puede considerarse idea y tótem principal de su obra, sus Vientos, ese núcleo germinal que se expande y construye el mundo. Contra los repliegues subterráneos de las raíces el vértigo laberíntico de sus Vientos que son ya el concepto de un cosmos abierto que el arte imagina. En el estudio/fragua/atelier de Chirino el fuego es la luz y genera con su impulso el contraste de aquella línea de sombra que se transfigura al transformarse en escultura, ya sea Raíz, Paisaje, Viento, Aeróvoro, Afrocán o la Lady que acompaña el paisaje humano.

7.- La fragua del mundo

Quizá duerma en la memoria de Martín Chirino la primera visión de las pintaderas y petroglifos canarios del Barranco de Balos o del Roque de Teneguía

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Aquí, como arrastrada por un viento que recorre y atraviesa el magma mismo del mundo, la forma deviene espiral incendiada, metáfora del movimiento eterno del universo. Del seno mismo de aquel abismo insondable surge este círculo de hierro que el fuego incendia y expande, y desde un centro que se desplaza y recoge dibuja un orden y movimiento que penetra el espacio para convertirlo en el lugar del mundo.

Quizá duerma en la memoria de Martín Chirino la primera visión de las pintaderas y petroglifos canarios del Barranco de Balos o del Roque de Teneguía y en ese sueño prolongado siga viva la idea mágica de quienes pensaron el mundo como la poderosa expansión de un centro, cuya alma fuera el fuego y su forma un laberinto. Y quizás sea también esa memoria, renovada ahora por la experiencia de quien se reconoce “un insolente discípulo en el colegio del espacio”, la que le impone ese anarquismo moral que reintenta aquel origen anterior a todo límite y clausura. Y contra quienes se han propuesto agotar el topos ahí está - ya no sé si Vulcano o Ángel - el gesto de Martín Chirino custodiando el fuego de la fragua del mundo.

Francisco Jarauta interviene el 21 de octubre, a las 19.00 horas, con la conferencia Martin Chirino: Los signos de la tierra, en la Fundación de Arte y Pensamiento Martín Chirino en el Castillo de la Luz. Será reproducida en el canal Youtube de la Real Academia Canaria de Bellas Artes de San Miguel Arcangel.

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