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‘Moria’, la vergüenza de todos

De izquierda a derecha, las actrices Ruth Sánchez y Marta Viera, en el montaje ‘Moria’, de Unahoramenos | | LP/DLP

“Mirar desde arriba no es mirar: hay que mirar a la altura

de los ojos”.

El cielo sobre Berlín

(Wim Wenders, 1987).

El montaje Moria subió el telón el pasado fin de semana en el interior de la jaima de Sahar, reconstruida en el interior de la Sala Insular de Teatro (SIT) como un puerto de esperanza y dignidad en medio de la oleada de la intolerancia xenófoba que anega Gran Canaria.

Las limitaciones de aforo actuales restringían el acceso a diez espectadores por función, pero la naturaleza inmersiva del espacio escénico, donde público y elenco se miran a la altura de los ojos, como los ángeles berlineses de Wim Wenders, acortaba todas las distancias, o más bien, en consonancia con los muros excluyentes que retrata, derribaba todas las fronteras: esta era la esencia del espectáculo.

Los relatos estremecedores de dos mujeres refugiadas, la afgana Zohra Amiryar y la iraquí Douaa Alhavatem, narrados en su propia voz en una serie envolvente de proyecciones audiovisuales en 360º, fruto de horas de entrevistas con el equipo de Unahoramenos en el campo de la isla griega de Lesbos, se funden en escena con las (re)interpretaciones ficcionadas de Marta Viera y Ruth Sánchez, rebautizadas como Aminah y Sahar.

Ambas actrices firman un trabajo realmente excepcional, conmovedor y, sobre todo, muy respetuoso, donde sus gestos y palabras casi se desdibujan con los rostros reales de la tragedia que, en el fondo, es la tragedia de todas las personas migrantes, y el espejo de nuestra vergüenza como sociedades democráticas.

El diálogo entre Aminah y Sahar, los testimonios de Zohra y Douaa, recrean sin paliativos la realidad de los campamentos de refugiados o “islas jaula”: hacinamiento, suciedad y hambre, niños y niñas que no desean vivir, mujeres y niñas violadas en las calles, violencia a todas horas, vallas con concertinas que laceran en sentido literal los derechos humanos universales.

Pero también desvelan la evidencia de que es más lo que nos une que lo que nos separa, como el recuerdo de los aromas de los caldos de la infancia, el deseo -el derecho- de vivir una vida digna y de ver crecer a nuestros hijos. “Para ellos, no somos personas. No quieren que seamos personas”, clama el personaje de Aminah, quien repite como un mantra “no vivimos: sobrevivimos”.

La elección de dos personajes femeninos como protagonistas de la historia no es casual: siempre es mucho más difícil para las mujeres, y la sororidad entre ambas es otra de las bellezas de la obra. Sin embargo, pese a la brutalidad de los episodios que rememoran, el director del montaje, Mario Vega, revela que en su búsqueda de perfiles para la construcción del guion se decantó por las historias menos duras: “Algunas contenían tal sufrimiento y dolor, que temíamos que resultaran demasiado teatralizadas o poco creíbles”.

El personaje de Aminah revela hacia el final de la obra que fue violada por un policía en la oficina de asilo cuando acudió a informarse sobre su situación administrativa. “No se lo cuentes a nadie, por favor, nuestras familias ya han sufrido demasiado”, le pide a su amiga. Pero hay que contarlo, y desde ese compromiso nace Moria. ¿Cómo denunciar las violaciones sistemáticas si las perpetran quienes deben proteger y garantizar los derechos fundamentales? El teatro y la cultura son bastiones imprescindibles para abrir la mirada y sensibilizar sobre lo que, a unos kilómetros de esta misma isla, hoy nos interpela desde Arguineguín.

En el eco de este relato del infierno, Moria se despide con el incendio voraz que hizo cenizas el campo de Lesbos y los sueños truncados de tantos seres humanos. A la salida de la jaima de Sahar, los espectadores se encuentran con sus zapatos alineados dentro de una exposición de objetos, fotografías y recuerdos reunidos por el equipo de Unahoramenos durante su estancia en Moria. Y es que, antes de entrar en la caseta, las normas culturales de Sahar piden a los visitantes que se descalcen (¿existe otra manera de entrar en esta realidad salvo descalzos?). A nuestros pies, nuestros zapatos se confunden con los de las personas refugiadas, como si nos recordaran que todos caminamos sobre el mismo suelo y que, una vez que abandonemos la sala, sigamos caminando con sus zapatos por las calles de Gran Canaria.

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