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arte

‘Pietà’ divina, piedad humana

La pieza de Miguel Ángel, conocida como la Rondanini, se encuentra en el antiguo hospital español de Milán rodeada de la atmósfera de un pasado de sufrimiento

La ‘Pietà’ Rondanini en el Ospedale Espagnolo en Milán. | | LA PROVINCIA/DLP

El Ospedale Espagnolo, del Castello Sforzesco, en Milán, es un espacio grande –alto, ancho y largo. En un tiempo, cuando Milán era como una provincia más de España (entre 1525 y 1706), aquí se atendieron a los soldados heridos y/o enfermos del ejército español. En el techo de la sala aún quedan desvaídos restos de pinturas e inscripciones piadosas: imágenes cuya presencia consolaría a los maltrechos soldados que aguardaban su sanación, más como parte de un milagro divino que como resultado del empeño de la ciencia. Hoy, ese considerable espacio acoge una forma de mármol, de unos 2 metros de alto: una base circular, gris, eleva del suelo unos 100 centímetros a la Pietà, de Miguel Ángel. Ubicada en el centro, está sola en la inmensidad de la sala; y aun así su presencia basta para llenarla. Esta Pietà es conocida por su “apellido”, Rondanini. El escultor trabajó en ella entre 1552 y 1564: durante doce años, y hasta unas semanas antes de su muerte. El refugio de un antiguo hospital parece el lugar propicio para resguardar los cuerpos atormentados de María y de su hijo; su precaria presencia física no está muy distante de la que mostrarían los cuerpos de las víctimas de la guerra allí acogidas.

En la Pietà están representados la madre y el hijo. En esto, y sólo en esto, se asemeja a la Pietà del Vaticano, y se distingue de otra Pietà, la de Florencia; ahí, a Jesús lo rodean María, Magdalena y Nicodemo; constituyen un conjunto que podría considerarse un descendimiento y no una piedad. Por su construcción vertical, la Pietà Rondanini presenta más semejanza con la Pietà Barberini, atribuida a Miguel Ángel, aunque aquí son tres las figuras representadas (María, Jesús y Nicodemo.) Tanto en la Vaticana como en la Florentina María acoge a Jesús en su regazo: son composiciones piramidales. Si tenemos en cuenta la sospecha fundada de apócrifo de la Barberini, y advertimos que la Florentina fue destruida por el autor, y recompuesta luego bastante torpemente por uno de sus discípulos, Tiberio Calcagni, quedan sólo dos piedades enteras salidas de mano única de Miguel Ángel: la Vaticana y la Rondanini. La primera fue realizada cuando el artista tenía 24 años; la segunda comenzada cuando ya había sobrepasado los 77. Ambas obras se sitúan, respectivamente, al comienzo y al final de un itinerario estético y vital; reflejan la seguridad y la convulsión propias de todo el trabajo del escultor: su enérgico punto de partida y el arribo a una extrema impotencia expresiva (que no debe confundirse con un fracaso.

En la Pietà Rondanini, tanto la madre como el hijo están de pie. María sostiene a Jesús, y éste resbala ligeramente de sus brazos, con las piernas inclinadas tocando el suelo. Parte de la figura de Jesús, de la cintura para abajo, está terminada: el mármol de las piernas muestra el pulimiento propio que se da a la piel con los cinceles planos para obtener una superficie coll’alito,( con aliento, con vida.) También el brazo derecho, que se apoya en el muslo de Jesús, muestra el mismo tratamiento técnico. Pero ese brazo no llega al torso de donde debió surgir: el torso ha retrocedido, dejando aquel brazo colgado en el vacío. El nuevo torso, más enjuto, tiene su propio brazo derecho –y el izquierdo. El torso original ha sido reducido, enflaquecido, por decirlo así, desposeyéndolo del volumen y la fuerza que denotan otras figuras masculinas de Miguel Ángel (incluyendo la de Jesús en la Pietà Vaticana.) Como consecuencia de esta reducción, el cuerpo de María, que está literalmente pegado al de su hijo, ha sido también violentamente modificado para que su rostro continúe sobresaliendo sobre la cabeza de Jesús, y apoye un brazo en el hombro y con el otro sostenga precariamente el cuerpo del hijo. Es evidente que toda la parte superior de la composición ha sido rehecha con una intención estética absolutamente contraria a la primitiva.

Las leyendas, más sugerentes sus relatos que los de la historia, apuntan que Miguel Ángel explicaba su técnica escultórica como la simple tarea de una búsqueda y de un descubrimiento nada providenciales: él elegía una piedra, la desbrozaba y en su excavación daba con la forma que aguardaba a que alguien llegara hasta ella. En la Pietà, la búsqueda fue doble: el escultor llegó a la figura; pero lo que encontró no pareció satisfacerle, y siguió indagando ahora dentro de la propios cuerpos descubiertos. Conservó algo de lo que ya había hecho (las piernas, y dejó el brazo intacto y en el aire, ignoramos con qué fin) y picó el resto: el torso de Jesús, su rostro, el de María, etc. Hizo desaparecer así la platónica perfección que denotan las partes acabadas. Lo que se insinúa es una forma nueva, abrupta, todavía indefinida, pero que cuenta con los atributos visibles, dramáticamente visibles, de lo que quiere asumir: el dolor y el acabamiento de la vida.

En general, la crítica especializada alude a un cambio de estrategia ideológica en los últimos años de vida de Miguel Ángel: imbuido al parecer por una crisis religiosa, dudosa esa religiosidad extrema en un hombre tan apasionado y carnal como Miguel Ángel, quiso aproximar su trabajo a una representación del verdadero sentimiento de Jesús y de su madre en el instante del sacrificio. Acaso lo que ocurrió reamente fue la eclosión de una crisis existencial que tomó la apariencia de una crisis religiosa; al meditar sobre la muerte se tomó como referencia a sí mismo. Misticismo y espiritualidad son términos que aparecen con frecuencia para caracterizar ese periodo; “ha limado –escribe Kenneth Clark– todo lo que pudiera sugerir el orgullo del cuerpo hasta alcanzar las apretadas raíces de una talla gótica.” Por “gótico” entendería Clark la improbable torpeza de Miguel Ángel en sus deformaciones; otros llamarán a eso manierismo: tanto la vuelta al pasado como el recuerdo del futuro son opciones gratuitas de la crítica; de ahí el “surrealismo” de El Bosco. El único dato contrastable en este proceso es que la cándida tristeza que ennoblece el rostro de María en la Piedad Vaticana no es el drama sin paliativos que transmite el mismo rostro en la Rondanini; ni el cuerpo de Jesús, fuerte y de bellas proporciones en aquélla, es el mismo cuerpo enflaquecido y exangüe de ésta. Sencillamente: la belleza perfecta y serena, al margen de su significación religiosa, se ha convertido en un exponente humano de desolada perplejidad, también carente de significación religiosa. Esta es una imagen de la derrota. Para Giovanni Papini la figura de Jesús representa la “extrema humillación de Dios encarnado”; anticipa el cambio estético advertido por Clark, aunque considera que el cuerpo raquítico de Jesús es el volcado de la divinidad; su sacrificio lo dota del poder cristiano de la Redención. Me permito discrepar de ambas opciones –coincidentes en parte.

En mi opinión, lo que ha cambiado aquí es el motivo impulsor de la creación plástica: en la Piedad Vaticana el motor es una Idea; en la Rondanini, no es ya la concreción de una idea sino de una experiencia. Un sentimiento de soledad, dolor y muerte sufrido por el propio autor, y que él intenta, en última instancia, infundir al mármol. Por eso destroza lo hecho, y vuelve a empezar. Ya no se trata de presentar una imagen mítica, perfecta y conforme en la apariencia de una muerte que todos sabemos ficticia (los dioses son inmortales), sino la de un hombre y una mujer abocados a su destrucción. Que es, recuérdese, la ya cercana del propio Miguel Ángel. Este no quiere plasmar a un Dios, sino unos seres humanos –Hombre, Mujer, en el instante en que la vida los abandona. Cuerpos consumidos por el sufrimiento y el terror. Carne lacerada, hendida, áspera. Pero el hecho de que los represente así no significa como sugiere Clark, que hayan renunciado al orgullo del cuerpo; ni que éste se reduzca, como indica Papini, a ser muestra de una “humillación”. Lo que hace Miguel Ángel es aceptar la realidad del cuerpo en un momento determinado de su historia e intentar trasmitirnos su aguda desesperación y su inconformidad ante ese hecho. El cuerpo no es un destilado ideal; es una realidad que se vuelve más miserable con el tiempo. Ha sido vencido. Al margen de sus propias creencias religiosas, el artista cede al poder visionario de una estética diferente y se deja seducir por ella hasta el extremo de la negación: la Pietà Rondanini contradice la Vaticana. Los augurios de resurrección que revelan en ésta los tranquilos rostros de María y de Jesús, quedan anulados por la patética desesperación que imanta esos mismos rostros en la Pietà Rondadini. En la Vaticana, Jesús y su madre se muestran como huéspedes de una situación transitoria: les aguarda la continuidad de la existencia tras la ficción de una muerte; de ahí que sus cuerpos y sus pensamientos conserven su apolínea belleza y sosiego. En la Rondanini la situación que representa es definitiva, todo ha terminado: ahí sólo hay ”magros restos mortales/donde habita la nada.”

Miguel Ángel es el creador del “non finito”, esa forma de hacer arte esbozada que tanto ha cautivado a tantos. La mayoría de esos “non finitos” son circunstanciales; las obras no llegaron a concluirse por motivos ajenos al autor (así ocurre con los esclavos realizados para la frustrante tumba de Julio II, las esculturas de Bruto o de Mateo, etc.) En alguna ocasión fue el propio artista quien interrumpió su trabajo por no estar satisfecho con él (el Tondo Pitti, o la ya aludida Piedad de Florencia.) Siempre que podía, y se lo permitían, el artista finalizaba sus obras. El “non finito”, ese no acabar la obra, fue un drama para para Miguel Ángel; para sus seguidores, se reveló como la pauta de un trabajo feliz, casi un estilo.

En esta ocasión, nada –sino el tiempo– se oponía a que Miguel Ángel concluyera su Pietà. Probablemente por primera vez en su vida estaba creando algo para sí mismo; no era un encargo lo que tenía en mente y entre manos; era una obra voluntaria, de vocación. Trabajó en ella durante más de diez años; la abandonó en un primer estadio –el clásico, por decirlo así, y volvió a ella intentando dejar una nueva visión de su arte; pero le fue imposible terminarla. Y ahí quedó, con una apariencia truncada que le otorga un carácter muy de cualquier tiempo y muy contemporáneo. No sabremos nunca si la imagen expresionista de estas formas son resultado del azar o anticipo en el tiempo del arte del siglo XIX y XX. Parece una contradicción, pero se da alguna vez: lo frustrado transmite, es el futuro. Así ocurrió con Miguel Ángel. Con Cézanne. Con Kafka.

Milán, Arona. 9 y 10 junio 22.

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