La Provincia - Diario de Las Palmas

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Amalgama

La caída del campanario

Juan Ezequiel Morales

Hace unos años regresaba a Santa Cruz de Tenerife para cerrar unos negocios, con mis funciones perceptivas alteradas por unas específicas danzas que había practicado. Tomé el avión, ruidoso y seguro, porque el mar estaba bravo, y aterricé en Los Rodeos. Alquilé un Opel City rojo y, en veinte minutos lo tenía aparcado en la zona azul de la Avenida Anaga. Fui adonde había quedado con la dama con la que tenía que negociar: al Café Olympia. Un café hirviendo, un sándwich de jamón y queso, previo un zumo de naranja, y aproveché mi llegada quince minutos antes de lo previsto para releer un texto sobre la oui-ja que tenía a medias. Nada más lo había comenzado cuando llegó la damisela y, queriendo o no, se fijó en lo que yo leía. Alcé la voz hacia el camarero, con farruquería bien calculada, y pedí: «¡Joven, por favor, traiga un barraquito para la señorita!», y comenzamos a cruzar impresiones, en lugar de sobre el cometido que nos había llevado allí, sobre la pertinencia o no de la oui-ja.

Yo había pensado que la oui-ja era algo que no le interesaba a ella, y hubiera jurado, incluso, que ni siquiera sabía lo que era, pero me sorprendió contándome una extraña historia de la que había sido protagonista: «Tengo la certeza de que todo tiene una explicación determinada, científica, pero hace más de veinte años que practiqué con el tablero de la oui-ja y lo tuve que dejar a los tres meses». Su experiencia había sido pavorosa. Comenzaba cuando, estando presa por motivos políticos en la época de Franco, ella y tres compañeras más empleaban el interminable tiempo del que disponían en practicar el tablero de la oui-ja.

El camarero sirvió el barraquito de mi interlocutora, ella despreció el azúcar, y comenzó a beber sin displicencia y sin edulcorante, mientras yo, curioso, sorbía despaciosamente de mi taza: «Al principio tardamos unos días en recibir mensajes claros, pero a la semana éramos ya expertas, nada más poner los dedos en el vaso aquello parecía una carrera de frases y datos. Nos divertíamos porque, por ejemplo, a una de mis compañeras le había dicho el ente de la oui-ja que había sido en vidas pasadas un eunuco de Cleopatra, mientras a mí me reveló que yo fui uno de los perros de Cleopatra, por donde ambas teníamos algún grado de parentesco en el pasado».

No la interrumpí para preguntarle si lo hacían todos los días, porque motu proprio me dijo que a veces no, pero al tercer mes, por lo que fuera, era casi diario el trajín adivinatorio, hasta que un día ocurrió lo terrible: «Llegó la hora del almuerzo y la posterior hora de la siesta. Habíamos estado en la mañana ocupadas con la oui-ja. La dejamos para retomarla tan pronto volviéramos de descansar y cada una de nosotras acudió a su celda, ya que la siesta era obligatoria e individual. Yo, que no tenía sueño, cogí mecánicamente un papel de dibujo y un lápiz y empecé a emborronar. Me salió un dibujo curioso, como un campanario sobre el que caía un rayo, o algo así; lo miré durante un rato, y lo dejé sobre la cama, porque ya podíamos, de nuevo, salir. Así que retorné junto a mis compañeras que ya estaban en la mesa en la que acostumbrábamos a reunirnos. Al llegar me ocurrió, precisamente, lo mismo que me ha pasado hoy: inadvertidamente pude ver que una de ellas tenía un dibujo sobre la mesa y, cuando lo vi, no pude reprimir un grito. Ellas me miraron extrañadas, yo señalé el dibujo y les dije que tenía otro casi igual. Las otras dos se fijaron en él y ¡hoces y martillos! Gritaron también, hasta el punto en que la funcionaria de la prisión, algo enfadada, nos recomendó mejorar el comportamiento. Entonces acudimos las tres gritonas a traer nuestros dibujos, y resultó lo inaudito: los cuatro dibujos, que todas habíamos hecho de manera automática e independiente, formaban una especie de sucesión de viñetas en las cuales se advertía la siguiente secuencia. En la primera se veía, a lo lejos, un campanario que pertenecía a una iglesia, con algunas casas alrededor. En la segunda se volvía a ver el campanario solo, como en detalle. En la tercera, que era la mía, se veía el mismo campanario y un rayo que le alcanzaba, partiendo su estructura. Finalmente, en la última viñeta aparecía la iglesia con su campanario destruido. Lo más curioso resultaba ser que aquel campanario era idéntico en todos los dibujos y daba una especial consistencia a la historieta completa».

La historia estaba interesante y mi café acabado, por lo cual pedí otro nuevo, degustando con interés el relato de la dama, que siguió: «No fue exactamente por eso, a pesar de lo impactante que nos resultó, por lo que dejamos de practicar la oui-ja, sino porque al siguiente día, día de visitas, mi madre, que venía de Ávila, no llegó. Quedé preocupada, por si había pasado algo y, a la otra semana, recibí su visita y sus noticias. Resultó ser que el tren en el que venía sufrió un retraso de varias horas porque una tormenta con fuerte aparato eléctrico había alcanzado y derruido la iglesia de uno de los pueblos por los que pasaba, alcanzando también de lleno la vía férrea. La funcionaria me permitió enseñarle los dibujos a mi madre, y en ellos reconoció, asombrada, el mismo pueblo en el que tuvo que hacer noche a causa del percance. De alguna manera mis compañeras y yo vinculamos aquella historia con nuestra dedicación a la oui-ja. Así que nunca más volvimos a preguntarle a los espíritus, ni a jugar con ellos».

El desayuno estaba acabado, pagué, nos levantamos y le advertí a la dama de que los espíritus son como los desayunos, es decir, que una vez se acostumbra uno, vuelven todos los días y, de la misma manera, jamás se olvidan de aquellos en quienes, de una u otra forma, han entrado. La dama me pellizcó dañinamente, como para que me callara.

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