La Provincia - Diario de Las Palmas

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Amalgama

El supremo extremo

Juan Ezequiel Morales

En noviembre de 1998 había llegado el maestro taoísta Juan Li a Santa Brígida. Juan Li platicó que las emociones que experimentamos no vienen del cerebro, sino de los órganos vitales. El cerebro es sólo un espejo imparcial de lo que ocurre en los órganos vitales. Éstos constituyen una familia, y Juan Li quería que se entendiera esto con simplicidad, pues las cosas simples son las más eficaces. Pues bien, en otro momento, Juan Li contó cómo en la campaña terrorista del IRA, en los noventa, llegó a Londres y, nada más aterrizar el avión fue a coger el metropolitano, como siempre. Pero, al empezar a caminar, sus órganos, por su cuenta, le dijeron: “Taxi”. Inmediatamente el cerebro interrumpió: “Taxi caro”. Pero, después de una lucha denodada entre ambas tendencias, Juan Li cogió el taxi para ir al hotel. Cuando llegó al hotel vio que muchas ambulancias y coches de policía se cruzaban en el camino. Luego puedo advertir que en la estación de metro que estaba cerca de su hotel había estallado una bomba de la organización IRA, aproximadamente a la misma hora en la que él estaría llegando desde el aeropuerto.

El haber seguido la corriente a sus órganos, con los que ya dialogaba, le había salvado. Los órganos internos son guías internos que nos conducen, si sabemos entablar con ellos un diálogo cotidiano. Los órganos internos funcionan inconscientemente, y por eso tienen relación directa con el inconsciente. Con esta base con la que directamente se comprende cómo se liga la suma energética de lo que somos a la suma de sucesos que ocurren a nuestro alrededor, empecé a trabajar Tai Chi Chuan, del estilo Chen, con Carmelo y Pedro Valencia. En apenas dos días de encierro, mi hígado se llenó de energía y los ejercicios de Tai Chi Chuan, que en la escuela Chen se entienden primero como Chi Kung y luego como forma, me pusieron altamente irritable. Al segundo día, Pedro Valencia nos levantó con el sonido de su campanilla tibetana a las seis y media de la mañana. Hacía un frío húmedo y atroz, como corresponde a Valleseco en invierno. Pedro Valencia, por tanto, se empleó en trabajar la energía de los riñones, e hicimos respiración energética de los riñones, potenciando esos órganos que son los que guardan, en sentido positivo, la voluntad y las ganas de hacer cosas, y en sentido negativo el miedo y la apatía. La Imago Mundi taoísta explica que los riñones son los órganos que, en su contraparte energética, están a los lados del Mig Men o Puerta de la Vida. Junto a los riñones están, también, las glándulas suprarrenales, que hacen el disparo hormonal que pone el cuerpo entero en alerta ante cualquier peligro. Los riñones rigen energéticamente el crecimiento de los pelos y las uñas, y la fortaleza de los huesos. Los riñones están energéticamente en referencia a los oídos, los oídos son su puerta. Y por ello el ruidito del agua que cae en el arroyuelo, o el sonido del agua espumosa que choca desde la ola del mar contra el acantilado, escuchada a lo lejos, son sonidos arriñonables, que cargan de energía a esos órganos. Viven, asimismo, en los riñones, las energías de nuestros ancestros, cuya forma es idéntica a la oreja, e idéntica al feto, que crece hasta tomar la forma del cuerpo adulto.

El supremo extremo

De ahí que, siguiendo el hilo de Ariadna energético, la voluntad sea una fuerza que se origina en los riñones, base del crecimiento, vecinos del Mig Men, receptáculos del feto y su potencia de desarrollo. La energía contraria a la voluntad es el miedo, el abandono, el aburrimiento. Todo esto se trabaja en el Tai Chi Chuan, o Estilo del Supremo Extremo, y así estuvimos haciéndolo bastante tiempo, detrás de los cristales del refugio de montaña, en medio de los restos de un bosque de laurisilva de millones de años. A medida en que avanzaba el día el frío remitió un tanto, pero solo un tanto, aunque lo suficiente como para poder pasear más allá del amplio recinto del refugio de Valleseco en el que nos encontrábamos. Y así lo hice. Para qué fue aquello. Comencé, en un receso, paso a paso, a disfrutar del bosque, a recoger frutos de eucalipto, a penetrar entre los ramajes, y tomé camino carretera abajo. Cuando habían pasado varios minutos, vi una puerta de hierro que parecía ser la entrada a una finca. Como buen ciudadano, la miré, e iba a seguir de largo, paladeando cada paso, y más con la calma interna que habíamos acopiado. Así que paso a paso seguí, cuando un simpático perrito salió por debajo de la puerta de hierro, por el huequito que había entre ésta y el suelo de la tierra. El perrito corrió hacia mí ladrando ferozmente. A la vista de aquel chihuahua lancé interiormente un pensamiento de lástima por su atrevimiento. Entonces fue cuando empecé a oír un ruido raro. Cosas del riñón, pensé, pues las puertas del riñón son los oídos. El ruido se convirtió en un rugido. Los rugidos se convirtieron en varios rugidos, y éstos se multiplicaron por decenas de rugidos. Un sudor frío me recorrió el cuerpo hasta el cogote, y pude comprobar que el sudor es el líquido corporal energéticamente relacionado con los riñones. La puerta de hierro no era muy grande y ello lo corroboró el que un mastín enorme, gruñendo como loco, saltó y se dirigió hacia mí, y detrás de ese mastín, otro más grande, y por debajo venían más perrillos en jauría a demostrar quiénes mandaban allí, y no suficiente con esto se adivinaba que un conglomerado de fieras estaba preparándose para cruzar aquella, hasta ese momento, tranquila puerta de hierro maltrecha en medio del campo solitario. Qué les voy a decir: las patas me llegaron al culo, y así corrían los canes más corría yo, hasta que alcancé un alcornoque, no muy lejos de allí, me encaramé a él y cuando miré abajo un mar de chuchos mordían, rasgaban, gruñían, ladraban, jaleaban, espumeaban. Babeaban y me asustaban. Mis riñones estaban a cien, la situación de miedo había estallado, y era imposible salir de allí sin que me arrancaran el culo a dentelladas. Me cagué en la mar salada, abrogué de mis aventuras energéticas, maldije a los ediles que permitían que en los tiempos que corren todavía las fieras puedan devorar a un pacífico ciudadano que va por un camino público. Al fin tuve que esperar un par de horas hasta que los chuchos se cansaron y volvieron a su lugar. Lo único que pude hacer fue contarlos: eran veintisiete. Me bajé, entonces, del alcornoque y regresé por otro lugar, con sumo cuidado para no despertar el instinto de aquellas fieras. Cuando volví al redil, llegué a tiempo de proseguir las enseñanzas de Pedro Valencia, y no conté nada porque me sentía incapaz de transmitir el miedo y el peligro que pasé, ya que me llegué a dar por muerto, despedazado como un cadáver hindú pasto de los buitres. Pero, ciertamente, vi cómo la situación de miedo estaba relacionada con la energía de los riñones.

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