Cine

Explorador de lo insondable

El cineasta Victor Erice recibe hoy el homenaje del Festival de Cine de San Sebastián con el Premio Donostia por su breve pero eminente carrera profesional

Víctor Erice, a su llegada ayer a San Sebastián. |

Víctor Erice, a su llegada ayer a San Sebastián. | / EFE/JAVIER ETXEZARRETA

Claudio Utrera

Claudio Utrera

A los ojos de cualquier lego en la materia podría generar cierto desconcierto el hecho, insólito sin duda, de que a un cineasta con solo cuatro largometrajes en su haber, realizados a lo largo de más de diez lustros, se le vaya a otorgar un galardón de tanta solera como el Premio Donostia, que reparte cada año el Festival de Cine de San Sebastián para distinguir a algunas de las figuras más icónicas e influyentes de la historia del cine mundial.

Y aunque en la mayoría de las ocasiones este premio ha recaído sobre personalidades situadas en el ámbito de la interpretación, como Bette Davis (1989), Gregory Peck (1986), Claudette Colbert (1990), Lauren Bacall (1992), Al Pacino (1996), Robert de Niro (2000), Vittorio Gassman (1988), Lana Turner (1994), Donald Sutherland (2019) o Glenn Ford (1987), este año ha ido a parar a manos de dos ilustres directores, uno de los cuales, insisto, con una filmografía particularmente escasa.

Pero a poco que citemos los títulos que integran esa filmografía irá desapareciendo cualquier signo de suspicacia ya que, en este caso, se trata de resaltar a un creador de obras inclasificables como lo son, sin duda, El espíritu de la colmena (1973), El Sur (1983), El sol del membrillo (1992) y Cerrar los ojos (2023), esta última estrenada, con gran éxito de crítica, durante el pasado festival de Cannes y que tendrá esta noche su premiere nacional en el Teatro Victoria Eugenia tras la entrega del citado premio a su máximo responsable, el reputado cineasta y guionista vasco Victor Erice (Carranza/Bizcaia, 83 años), cuya pausada trayectoria profesional, iniciada en 1968 con Los desafíos -filme de tres episodios, codirigido junto a José Luis Egea y Claudio Guerín- no ha impedido que, con el paso del tiempo, se haya podido transformar en uno de los grandes referentes del cine de autor europeo del pasado siglo.

Premio especial del Jurado y de la FIPRESCI en Cannes, en su edición de 1992, por El sol del membrillo, una pieza inclasificable del cine observacional, pretextando un minucioso estudio visual sobre la obra del pintor hiperrealista madrileño Antonio López, Erice no ha abandonado en ningún momento, aunque lo parezca, su carrera cinematográfica; la suya es, por consiguiente, una obra tan breve en el plano numérico como inmensa, en el campo artístico, una obra que deja un poso de reflexión para quienes, como él, mantienen la idea de que el cine con mayúsculas debe conmemorarse con cada plano, con cada secuencia, con cada panorámica, con cada inflexión narrativa, con un empleo expresivo de las luces y de las sombras, en suma con todo su conglomerado de herramientas expresivas.

En 1994, Erice se implicó a fondo en la adaptación de la novela de Juan Marsé El embrujo de Shangai sin que, por diversas razones, el proyecto llegase nunca a buen puerto y ha realizado, durante todos estos años, numerosas piezas cortas de gran calado internacional, como La morte rouge (2006), Alumbramiento (2002), Vidrios partidos (2012), Un lugar en el cine (2008) y la apasionante correspondencia audiovisual que mantuvo, durante la década de los noventa, con el malogrado cineasta iraní Abbas Kiarostami; su largo alejamiento de los platós constituye una de las grandes incógnitas que jalonan la historia contemporánea de nuestro cine.

Su extrema meticulosidad a la hora de elaborar cualquier proyecto cinematográfico y su absoluto alejamiento de cualquier ruido ajeno al proceso creativo le han otorgado esa aura introspectiva y de hombre solitario que le caracteriza desde su ya muy lejana actividad como crítico en la memorable revista Nuestro Cine durante la década de los sesenta, período que tanto aportó al nacimiento del llamado Nuevo Cine español del que el mismo se convertiría, poco después, en uno de sus miembros fundacionales.

Nadie imaginó, tras el apoteósico estreno en este mismo certamen de El espíritu de la colmena, donde obtuvo la Concha de Oro a la Mejor Película en reñida competición con títulos como Luna de papel (Paper Moon), de Peter Bogdanovich; Un largo adiós (A Long Goodbye), de Robert Altman, Una dama y un bribón (La bonne année), de Claude Lelouch, Encuentro en Marrakech (Two People), de Robert Wise o La boda (Wesele), de Andrzej Wajda, que su recorrido profesional solo tuviera su prolongación en otros tres títulos más, igualmente magistrales, cuya influencia sigue presente en el imaginario de numerosos directores españoles contemporáneos como un modelo impoluto de puesta en escena, a partir de una historia sembrada de poderosos guiños poéticos a la memoria colectiva del siglo XX, a la propia historia del cine y, con especial referencia, a los sombríos paisajes rurales de la posguerra española. Una obra embrionaria, capaz de seducir a los espectadores más resistentes a la introversión narrativa, que marcó un antes y un después en los anales del cine español y en la orientación que tomaría, años más tarde, la industria cinematográfica nacional.

En su ópera prima, Erice no solo dejó meridianamente clara cuál sería su posición como cineasta en un contexto industrial donde proliferaban producciones sujetas a las más estrictas leyes del mercado que no buscaban, salvo en algunas honrosas excepciones, el aplauso de un público poco exigente a la hora de mostrar sus preferencias artísticas en el ámbito cinematográfico.

Por eso, en el 50º aniversario del estreno de su película en el certamen donostiarra hoy nos reafirmamos en lo que entonces decíamos: con tal convergencia de talentos, con Elías Querejeta como productor, Ana Torrent, Fernando Fernán Gómez y Teresa Gimpera como intérpretes, Luis Cuadrado como director de fotografía y el prodigioso guion del llorado Ángel Fernández Santos, dio como resultado eso que en el argot de los críticos e historiadores denominamos el «milagro de la creación», cuando el gran cine alcanza ese grado de perfección estética capaz de absorbernos toda nuestra potencia emocional ante un bello relato y de concitar el impulso irreprimible de visionarla una y otra vez como paradigma de la armonía conceptual en el marco de una pantalla.