Viaje en el poema

Alrededor del viaje de descubrimiento y de asimilación, que nos conduce directamente a ‘ser viaje’, orbita la lectura de poesía

Viaje en el poema

Viaje en el poema

octavio pineda

A comienzos del siglo XX, cuando el turismo de masas pujaba por convertirse en una de las principales industrias de ocio, Stefan Zweig delimitó la frontera entre el viajero y el turista. Para el narrador austriaco, la experiencia del viajero venía ligada al descubrimiento y a la incertidumbre, y desembocaba siempre en una transformación. En cambio, el turista convertía el desplazamiento en una inercia controlada, su máxima no era viajar sino ser viajado:

«No se viajará más, lo viajarán a uno. […] Aquellos que prefieren que los lleven de viaje sólo llegan a conocer lo novedoso de forma superficial, sin penetrar en su interior; se pierden irremediablemente todo lo peculiar y propio de un país al dejar que sus pasos sean conducidos por una guía y no por el verdadero dios del viajero, el azar».

Pero aquella diferencia entre viajar y ser viajado no era nueva, ya la había advertido Cavafis, casi diez años antes, en su célebre Ítaca, dotando de protagonismo poético a la argumentación viajera de Zweig:

Mas no apresures nunca el viaje.

Mejor que dure muchos años

y atracar, viejo ya, en la isla,

enriquecido de cuanto ganaste en el camino

sin aguantar a que Ítaca te enriquezca.

Ítaca te brindó tan hermoso viaje.

Sin ella no habrías emprendido el camino.

Pero no tiene ya nada que darte.

Cavafis y Zweig recorrían un trayecto similar, sus viajes compartían el mismo fundamento: el desplazamiento viene acompañado del crecimiento personal. Una forma de explorar que el turismo, sobre todo el turismo actual, sigue esquivando, donde la identidad de rebaño somete el paisaje exclusivamente al registro fotográfico, y la baliza de lugares está conectada a las redes sociales.

En las antípodas del espíritu viajero de Zweig, que defiende la idea de dejarse llevar, de aplicar la intuición y la emoción al recorrer una nueva ciudad, mientras nos sumergimos en la asimilación, que es escanciado de todo lo visitado.

Explorar el poema

Alrededor de este viaje de descubrimiento y de asimilación, que nos conduce directamente a ser viaje, orbita la lectura de poesía. Al igual que los paisajes por visitar, o las ciudades desconocidas, el poema se convierte en un lugar donde sondear el discurrir del lenguaje. Y asomándonos a sus miradores, o rebuscando en sus rincones, somos testigos del suceso poético por excelencia, el instante en el que la epifanía y la revelación nos transforman.

Este descubrimiento lo asume la poesía otorgando el adecuado protagonismo a cada palabra, a cada sonido, a cada ritmo, dejándonos llevar por sus matices, de forma que seamos capaces de aprehender la identidad de lugar que posee. Lejos de la direccionalidad previsible de la prosa, su espacio de lectura aloja una pluralidad de interpretaciones, que convierte cada texto en una obra única y plural, como señala Joan Margarit, quien comparara el poema con la partitura musical. Como en la música, cada verso alumbra el mismo objetivo: viajar por dentro del lector, asumir la lectura como transformación individualizada.

Ahora bien, el hecho de ser escrito como poema no implica que el texto sea poesía, obviamente. Como en el viaje turístico, existe también la lectura contratada para el entretenimiento, y la lectura de aquellos versos desemboca en la amnesia del turista. Me refiero a la literatura poblada por lectores que temen encontrarse con la realidad del viaje, que es siempre el cuestionamiento de nuestra propia experiencia…

Así es. Una misión, la de desentumecernos emocionalmente, que no es posible ignorar y que está conectada a la función definitiva de la poesía, que no consiste en que la consumamos, sino que nos consuma, que pueda extraer de nosotros todo lo que significamos.

Versos que son viajes

Cuando todo ello sucede, el lector de poesía es entonces el viajero que conserva ciertas notas de su exploración en un cahier du voyage, donde va apuntando lugares que se instalan en su memoria, a lo largo de los años. Como él, integra los poemas que le siguen estremeciendo, y los paisajes irrepetibles son textos que agitan la conciencia del lenguaje, y vuelven una y otra vez a deambularnos, sintiendo en nuestro interior la invitación de ser hacia, ser viaje y ser lectura.

En mi cahier habita el verso retorcido de Vallejo, la levedad de Ana Blandiana, las grietas de Manuel Padorno, el destello de Szymborska, el caleidoscopio de Pessoa o la desorientación de Gelman. También Ítaca, sin duda, y muchos más…

Regresar a su lectura convierte la poesía en viaje. En un viaje donde se vinculan geografías y se ordenan y desordenan emociones; donde el verso reclama que no significa convocar lo inesperado, o acaso congelar una forma de ser, sino que supone un recorrido por nuestra incertidumbre, el designio de un viaje definitivo.