Análisis

La estación enjaulada

La buena literatura se basa en el tratamiento del argumento, lo que algunos llaman estilo

A esta premisa se somete con maestría José Luis Correa en su última novela

La estación enjaulada

La estación enjaulada

Javier Doreste

Javier Doreste

Decía E. M. Foster que la diferencia entre la historia y el argumento en una novela es que la primera nos cuenta qué pasó y la segunda por qué pasó. Podemos decir que una historia es lo que se nos cuenta en cualquier novela detectivesca, mientras que en la novela negra lo que se desarrolla es un argumento. A esta premisa se somete con maestría literaria José Luis Correa en su última novela: La estación enjaulada. Lo de menos, sin dejar de ser importante, es el terrible asesinato de una adolescente. Lo importante es por qué la mataron.

Sabiéndolo, se llegará a descubrir al criminal. Entenderán ustedes que no me extienda demasiado en este asunto pues terminaría desvelando el final, cosa que no debe hacerse nunca cuando se comenta una novela y menos si es del género policíaco, en cualquiera de sus variantes. Mucho menos cuando se trata de una novela tan buena como esta que comentamos.

Esa diferencia entre historia y argumento es lo que distancia la Ana Karerina de Tolstoi de cualquier novela de Rosamunde Pilcher. Mientras que el primero se esfuerza por contarnos por qué Anna abandona su hogar, la segunda se limita a contar una historia de amoríos que termina en la más absoluta banalidad. La buena literatura se basa en el tratamiento del argumento, lo que algunos llaman el estilo, por el autor.

Y sobre el estilo ha ido trabajando a lo largo de sus trece novelas José Luis Correa. Cumpliendo con la norma expuesta por Alberto del Monte en su Breve historia de la novela policiaca, su protagonista, Ricardo Blanco, mantiene la distancia imprescindible ante el crimen, para poder investigarlo sin caer en la trampa de las venganzas y las pasiones. La búsqueda de la justicia, más allá de la búsqueda de la verdad, es lo que motiva al protagonista. Para evitar caer en lo pasional, Correa utiliza adecuadamente la ironía y el humor, como otros maestros del género. Ese recurso permite que el protagonista cumpla con su misión sin caer en el sentimentalismo justiciero. Esto último es más propio de las novelas dedicadas al tema de la venganza que de la buena novela negra, como esta que comento. No olvidemos que la novela negra nos habla de un mundo burgués y seguro que se ve amenazado por el crimen. Crimen imprevisible, temido pero no previsto.

El papel del detective es, primordialmente, eliminar la amenaza. Y como los mejores protagonistas del género, Ricardo Blanco es un hombre honrado en un mundo corrupto, tal y como definió Chandler a su Marlowe. Pues uno de los mejores saberes literarios de Correa es la construcción de sus personajes. Empezando por el mencionado protagonista y siguiendo por los que le rodean: la dueña de la pensión, el amigo policía, la recepcionista, el sargento de la guardia civil y, cómo no, los malvados por acción u omisión. Son personajes redondos, vistos, eso sí, a través de los ojos del propio Blanco y por tanto manteniendo zonas oscuras o desconocidas a nuestros ojos.

Nuestro autor se pega a la realidad pues, como dijo el citado Foster, la diferencia entre la vida y la literatura es que en la primera no existen ni la absoluta transparencia ni la total sinceridad. Nunca llegamos a conocer del todo a los que nos rodean. Lo mismo ocurre con los que rodean a Blanco: nunca los conoceremos del todo. Para el protagonista le es imposible acceder, como haría un narrador omnisciente, a todos los pensamientos y motivaciones de los que conoce en su investigación.

Solo los conoce, como nosotros, por lo que dicen, sabiendo que nunca decimos todo lo que queremos decir y que nunca nos hacemos comprender al cien por cien, y, sobre todo, por sus actos. Correa se mueve en la tensión descrita por Gide entre la realidad real, necesaria para su novela, y la literaria, la imaginativa, sobre la que construye su obra. Y lo hace, insistimos, con maestría.

Baste citar alguna de las frases que pueblan su relato y cuyo objetivo parece ser el de fijarnos en el texto, impidiendo que lo abandonemos. Define el pueblo donde transcurre la acción como poseedor de: una soledad de alberca. Imagen poderosa que nos ancla en la página y que rueda por nuestros ojos, logrando que visualicemos un pueblo del sur, aún no tocado por el turismo de masas. O como describe el estado de uno de sus personajes: un ánimo de panza de burro.

O también el resumen de la situación del lugar: la desgracia de un pueblo como aquel, es que los funerales abundan más que los bautizos. Una referencia clara a la realidad que nos circunda, a la isla vaciada por el apetito inacabable del capitalismo basado en el negocio turístico.

Hay también toda una reflexión sobre el oficio de los pescadores y su relación con el mar: la mar es una cabrona y el viento su sicario. Otras de tipo moral: sin culpa, pecar no tiene maldita gracia; las verdades más crueles se dicen en silencio; El silencio es más quebradizo que la conversación. Cuando alguien interrumpe una conversación, solo perturba al que habla. Cuando interrumpe un silencio, descompone un mundo entero.

Este tipo de reflexiones y frases juegan un papel importante, insistimos, en el desarrollo de la acción. Sirven para fijar al lector, en ocasiones ayudan a mantener la distancia imprescindible cuando se habla de crímenes de sangre. Y vienen rodeadas por expresiones canarias perfectamente engarzadas en el texto, que ayudan a situarnos y demuestran el oficio del escritor: chiquita pregunta, qué guineo con lo del virus, este huevo quiere sal, la tarosada, a peor la mejoría… son algunos de los canarismos que usa Correa para hablarnos de un tiempo, el inmediato al confinamiento, y un espacio, que se parece mucho a Agaete pero que el autor sitúa en el sur, en las proximidades del turismo de masas, aun no tocado por la especu- lación.

Correa mantiene todos los cánones del género. Desde la crueldad inexplicable inicialmente del crimen, saber por qué han matado a la adolescente será el primer paso en la investigación, hasta la presencia del pasado y la inteligencia obligada del criminal. Y la consciencia de que existe el mal absoluto.

Un mal que acecha a los que nos son queridos, que pulula entre nosotros y que se puede encarnar, no solo en la figura de delincuentes comunes, sino también la de sacerdotes o directores de hotel. Ese mal solo puede ser combatido por la verdad, y esta solo puede ser revelada a través de la palabra. Por eso Ricardo Blanco recorre el pueblo, pregunta y, siguiendo el mismo canon, reflexiona sobre las respuestas que le han dado.

El auténtico detective mantiene una actitud intelectualmente activa. Sabe que solo reflexionando puede alcanzar a saber lo que ocurrió. Pero además, a diferencia de la pura novela detectivesca, en su búsqueda de la verdad también hace que ocurran cosas, con el fin de descubrir al culpable.

Y sobre todo, que se restablezca no tanto el orden social, sino la Justicia. Si ustedes gustan de las buenas novelas policíacas en La estación enjaulada encontraran una obra que cumple con todos los requisitos para gozar de sus preferencias. Una vez más, José Luis Correa nos ha demostrado su dominio en el arte de narrar, como ya lo hiciera en otras obras protagonizadas por Ricardo Blanco o en la magnífica Escena de terraza con suicida.