Análisis

El agente secreto

Joseph Conrad, gran fabulador, asume la cultura inglesa, defiende el dominio del imperio británico, los derechos individuales de la democracia británica y su orden social

Portada de ‘El agente secreto’.

Portada de ‘El agente secreto’. / Javier Doreste

Javier Doreste

Javier Doreste

Pese a lo novedoso y revolucionario de su visión de lo que es la novela, Joseph Conrad no fue nunca un escritor propenso a las revoluciones. Inglés de adopción, encarna para nosotros el más puro espíritu de la Inglaterra eduardiana. Aquella que reconoce que el mundo está sujeto a fuertes tensiones que amenazan la estabilidad y la fortaleza del imperio. Un mundo donde las cosas son como son, está ordenado de arriba abajo y como tal debe seguir para garantizar el bienestar de los burgueses y los administradores del imperio.

Estas convicciones son tan patentes en su obra que los editores franceses, en una reciente compilación de sus novelas más significativas, escriben: «…estas obras pueden contener puntos de vista que no están de acuerdo con la ética del presente siglo; ciertas opiniones que se profesan pueden estimarse pasadas de moda y obsoletas: en particular las tomas de posición hacía la condición humana (en materia de costumbres, política, religiones, etnias…) (…) estas obras no pueden ser juzgadas según el mundo de hoy y el mundo de hoy no puede ser juzgado según estas obras».

Conrad asume la cultura inglesa, defiende el dominio del imperio británico, los derechos individuales vigentes en la democracia británica y su orden social. Cuando critique la acción colonizadora europea en África, el objetivo de esa crítica, velada, será el papel de Bélgica en el Congo y no el de los ingleses en cualquiera de sus posesiones africanas. Pero ese que podríamos llamar conservadurismo no le quita ni un ápice a sus virtudes como fabulador y renovador de un género, la novela de aventuras. Hoy es reconocido como uno de los más grandes escritores en lengua inglesa.

Lo que es un mérito indiscutible si tenemos en cuenta que era un polaco, hijo de un nacionalista polaco muerto en Siberia, y que las lenguas de su infancia eran el polaco, el ruso y el francés como correspondía a un aristócrata del imperio del zar. Fue precisamente su condición de víctima de la represión autocrática zarista lo que le hizo albergar un profundo rechazo y hasta odio al imperio ruso de la época. Ambas posiciones, la admiración de la democracia británica y el odio a la autocracia zarista, se ven reflejadas en su novela El agente secreto, que les comentamos.

Pese al tiempo transcurrido y desarrollarse hace más de cien años, la obra mantiene una rabiosa actualidad. Baste pensar en la figura de Winnie, la abnegada esposa del agente secreto. Cuida de su hogar escrupulosamente, aparece repetidas veces desempeñando labores domésticas, cuida de su madre seminvalida, atiende a su marido y, sobre todo, se desvela por proteger y cuidar a su hermano discapacitado mental y atiende el negocio familiar en las numerosas ausencia del padre de familia.

Ese papel de cuidadora, ama de casa y trabajadora, es el cuadro en el que muchas mujeres de nuestra sociedad viven aún. Conrad levanta acta notarial, sirviéndose de esa situación para describir uno de los mejores retratos femeninos de su obra, en el cual no abundan. Más adelante las circunstancias harán a Winnie tomar conciencia de su situación, en lo que hoy llamaríamos empoderarse y nosotros no debemos comentar nada más pues ustedes nos acusarían, con razón, de chafarles la intriga.

El propio agente secreto, el señor Verloc, nos recuerda en alguna de sus acciones a los Amedo, Paesa y otros individuos de nuestra democracia. Lleva años infiltrado en los medios anarquistas exiliados en Londres, tomando nota de todo lo que dicen y proyectan, e informando puntualmente a la Embajada Imperial y al inspector principal Heat, de los Servicios Especiales. De la primera cobra y del segundo obtiene protección para su negocio de pornografía.

Es, precisamente, su condición de simple informante lo que no termina de satisfacer a sus pagadores. Vladimir, primer secretario de la Embajada, se lo dice claro: consideran que Inglaterra es demasiado benevolente con los exiliados anarquistas, que gozan de todos los derechos mientras no cometan ningún delito y desarrollan impunemente su propaganda acogiéndose a la libertad de expresión. Esta situación es inadmisible para su gobierno y fuerzan a Verloc a cometer un atentado de tales características que vuelva a la opinión pública británica en su contra y al gobierno de su majestad a tomar duras represalias. Verloc se debate entre la repugnancia que le provoca la orden recibida y la imperiosa necesidad de seguir cobrando de la Embajada Imperial para mantener su nivel de vida. No olvidemos que esos escrúpulos no se han dado cuando avisaba de los viajes a Europa de alguno de sus amigos anarquistas para que la policía imperial los apresara.

En cuanto al inspector principal Heat, que ha tenido numerosos éxitos profesionales atrapando ladrones, que le han promocionado a los Servicios Especiales, encargado de vigilar a los anarquistas, se corroe de frustración. Necesita practicar detenciones que impliquen condenas para poder seguir subiendo en el escalafón. La prudencia de sus vigilados, que evitan cuidadosamente cometer delito alguno, le provoca rabia y repugnancia. Por eso, sin pruebas reales, pretende desencadenar una caza del anarquista aprovechando el atentado que impulsa la Embajada. La necesita para poder seguir en la cúspide policial. Un Villarejo victoriano, podría decirse.

Las conversaciones de los anarquistas exiliados, vanas, redundantes, llenas de pedantería, se asemejan a muchas que hemos oído. Nos suenan a charla de impostados en alguna terraza de nuestra ciudad. Lugares comunes: todo está mal, todos son unos traidores a la causa, no entienden nada… frases sin sentido, pronunciadas desde el trono de la suprema pedantería. Y si Michaelis, el intelectual anarquista, se refugia en una casita en las afueras, gracias a la generosidad de un mecenas, los nuestros se marchan a una casa rural o a La Graciosa, para estar en contacto con la naturaleza, dicen. Pese a todo el cariño que Conrad parece poner en estas peroratas de los exiliados, no dejan de ser ridículas y actuales.

De esta forma la novela de Conrad se erige en obra inmortal. Aquellas que son leídas una y otra vez en distintas épocas, pues con su maestría como narrador supo captar la bajeza del alma humana que se esconde en los servicios secretos, los delatores y los agentes provocadores. Mientras vivamos en un sistema corrupto en lo político, lo social y lo económico, seguirán existiendo hombres como Verloc, Vladimir, Heat.

Hombres de lo que se llama las cloacas del estado que obran la más de las veces en busca de su propio beneficio que el del estado que dicen defender. Puede que Conrad estuviera complacido con la sociedad inglesa en la que vivió, pero lo que rechazaba, desde una profunda indignación ética y moral, era la corrupción de la libertad y de la democracia que practican los especímenes que describe.

Por eso, además de por ser una magnífica novela, El agente secreto merece que sigamos leyéndola. En cada relectura aprenderemos algo que valga la pena.