Miradas

Del fervor ciego a la herejía tuerta

Manuel Rodríguez Rivero

Entre 1949 y 1950, cuando aún humeaban los escombros de la última carnicería, y la fe en el comunismo que muchos intelectuales habían adoptado en los años 30 se estaba resquebrajando, se publicaron tres libros que circularon profusamente y contribuyeron a la desafección de muchos votantes, militantes y «compañeros de viaje».

En el subtexto de aquel desencuentro se hallaban, por ejemplo, el desasosiego y la animadversión que habían suscitado en muchos creyentes cuestiones tan difíciles de justificar como el sectarismo de los comunistas hacia otros revolucionarios durante la «guerra de España», las feroces purgas estalinianas de 1936-1938 y el pacto «contra natura» Ribbentrop-Mólotov (agosto 1939).

Los libros en cuestión fueron, 1984, de George Orwell; El dios que fracasó, del laborista británico Richard Crossman y, finalmente, El cero y el infinito, de Arthur Koestler. Del primero y el último, dos novelas mucho más importantes desde un punto de vista ideológico que literario, ya se ha dicho casi todo; sobre todo de la primera, que, con el tiempo, se ha convertido en ese tipo de clásico al que se refieren y citan incluso gentes que nunca lo han leído.

En cuanto a El dios que fracasó, publicado por Ladera Norte (prólogo de Félix de Azúa), recopila seis confesiones de otros tantos comunistas o esforzados compañeros de viaje que relatan su desafección o ruptura con «el Partido» —para ellos genérico de «comunismo»—, básicamente en su apropiación estaliniana. Los testimonios de Arthur Koestler, Ignazio Silone, Richard Wright, André Gide, Louis Fischer y Stephen Spender son tan diferentes como sus mismas trayectorias vitales y su grado de aceptación y compromiso, pero todos coinciden en su desilusión y voluntad de ruptura.

Solo Koestler, Silone y Wright fueron plenamente militantes comunistas; se adhirieron al partido en los años 30, después de que el sexto congreso de la Komintern (1928) lanzara urbi et orbi la suicida consigna del llamado «tercer periodo», que, en pleno ascenso de los fascismos, proclamaba que el enemigo principal de la «clase obrera» eran los partidos socialdemócratas o «socialfascistas».

En todo caso, sus testimonios denotan, en la misma intensidad de su desafección, el grado de su compromiso anterior: sobre todo los que se adhirieron al partido se entregaron totalmente, acríticamente, religiosamente. Durante su militancia se acercaron a lo que Liu Shaoqi (1898-1968), un líder del comunismo chino, consideraba «buenos comunistas» en su manual-devocionario (traducido y difundido por millones) «Para ser un buen comunista» (1939): «Para juzgar la fidelidad de un comunista al partido, es necesario ver si es capaz o no, en todas las circunstancias, de subordinar absoluta e incondicionalmente su interés personal al interés del partido». Y ellos lo fueron, al menos durante un tiempo.

Y cuando dejaron de serlo quisieron gritarlo y «confesaron». Claro que cuando su fe se quebró, casi todos (salvo Silone, cuyo libro Salida de urgencia prologó, sintomáticamente, Dionisio Ridruejo en su traducción española) desarrollaron tal odio (tan acrítico como su anterior fervor) hacia su anterior ideal que les impidió comprender, por ejemplo, las diferencias entre nazismo y comunismo, y les inhabilitó para entender el mundo en que se movían. Algunos, como analizó el biógrafo marxista Isaac Deutscher, pasaron en poco tiempo de herejes a renegados, y se convirtieron en estalinistas vueltos del revés.

En 1950, en plena Guerra Fría y despiadada por la hegemonía mundial, el intuitivo Richard Crossman, editor y prologuista de El dios que fracasó, especialista en guerra psicológica, comprendió que no había nadie mejor que un excomunista para combatir a los comunistas. Y encargó a sus autores este peculiar libro, que pronto tuvo el respaldo de acérrimos enemigos del comunismo: la Fundación Rockefeller, la CIA y lo que pronto se llamó el Congreso para la Libertad de la Cultura. Pero eso ya es otra historia y merece más espacio.

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