La literatura maldita de los Panero

El morbo de la saga radica en su condición de eslabón perdido, en el paso del franquismo al desencanto en la incipiente Transición

Michi (dcha.) y Leopoldo Panero (c), junto al director Ricardo Franco, en 1995, durante la presentación de ‘Después de tantos años’.

Michi (dcha.) y Leopoldo Panero (c), junto al director Ricardo Franco, en 1995, durante la presentación de ‘Después de tantos años’. / EFE

Hace 10 años que falleció Leopoldo María Panero (mientras se cumplen ahora también 20 de la muerte de Michi, el benjamín), un poeta con el que se extinguió una convulsa familia de escritores que fue emblema del desencanto de la Transición. Tras el homónimo documental de Jaime Chávarri, en 1976, que Juan Luis, el primogénito, catalogó como «un ritual de máscaras» y «el primer reality show de las pantallas españolas», llegaría Después de tantos años (1994), de Ricardo Franco, que en noviembre próximo alcanzará los 30.

Con la muerte de Leopoldo María Panero (1948-2014) el 5 de marzo en el Hospital Psiquiátrico Juan Carlos I de Las Palmas de Gran Canaria se extinguía una saga de poetas y escritores castellanos de memoria clave en el tránsito del franquismo a la democracia española. Era el hermano de en medio y el loco oficial, a quien le adjudicaron la cuota de malditismo preferente —en el álbum de familia y por separado—, que, para disimular su secular proclividad a la ingestión caníbal (Contra España y otros poemas no de amor es uno de sus títulos emblemáticos), este país tolera —o toleraba—.

El primero en marcharse fue el benjamín, Michi (1951-2004) —hará, también en marzo, 20 años—, diletante afable y cronista canallesco de la noche madrileña. Luego, un año antes que Leopoldo María murió el big brother, Juan Luis (1942-2013), acaso el más equilibrado de estos tres hermanos, que vivieron en una perenne y turbulenta orfandad, con la ascendencia estigmatizada y sin descendencia, bajo el perpetuo lema de «Panero para hoy y hambre para mañana»...

A finales de este año, se cumplirán, además, los 30 del estreno de Después de tantos años (1994), de Ricardo Franco, el revival de cinema verité de la imposible terapia de familia, donde se percibe la desfavorable evolución de los pacientes de El desencanto (1976), de Jaime Chávarri, un valioso documento, casi en coincidencia con el velatorio del dictador, donde se registra un delirante y elocuente brainstorming de los tres hermanos y la madre, sin guion alguno, entre disquisiciones poéticas y lavado en familia de los trapos sucios.

El primogénito (que ha descrito así la desazón, con un aroma a cerrado inconfundiblemente castellano: «Jornal de ausencia pagará estas horas / olor de sucia oveja y plantas que se pudren» ) moría en el año exacto del centenario de la madre, Felicidad Blanc (1913-1990), que quedó viuda prematura del poeta de adscripción franquista Leopoldo Panero (1909-1962); fallecido este a sus 53 años (a la misma edad, por cierto, que su hijo menor, Michi), no alcanzaría a saber que sus vástagos serían poetas, ni personas tan convulsas, y, sin embargo, en su poema Epitafio escribió: «Ha muerto acribillado por los besos de los hijos»...

La casona familiar de Astorga, en León, abrió sus puertas como museo en 2022, tras muchos años de ausencia y telarañas, en vida de los tres hermanos, con la saga/fuga dispersa e incomunicada. Hasta la muerte de Michi, que era quien mejor se llevaba con los dos poetas, y les hacía de discreto intermediario, compusieron un logrado tres en raya a lo largo y ancho de la geografía española: Juan Luis en Girona, al nordeste; Leopoldo María en el Psiquiátrico de Las Palmas, al suroeste, y Michi, como buen mediador, en Madrid.

Justo en el año de la muerte de Leopoldo María, se presentó, entre sus paredes, Rosa enferma, su libro póstumo, por unos meses, en cuyo introito se lee esta suerte de epitafio: «Todo hombre tiene la estatura del desastre» (aunque, tal vez, su tocayo padre habría preferido, para la placa de la entrada, el remedo quevediano: «¡Miré los muros de la casa mía!»).

El clan protagonizó esa cuota de malditismo oficial en la España que transitó del desencanto, en la resaca incierta del franquismo, a la emulsión de la movida, escenificando un obsceno, ininterrumpido y, sobre todo, reclamado striptease endogámico. En efecto, en torno a la figura de la vulnerable y, por momentos, vulnerada madre, Felicidad Blanc, los cachorros leoneses cumplieron hasta el final con su papel de apuntalar la lábil frontera que separa la freudiana muerte del padre del imaginario de Saturno devorando a sus hijos...

Como comentaba Juan Luis, a propósito de El desencanto, «todo aquello consistió en un ritual de máscaras». Más mutista y pánico en sus respuestas, Leopoldo María reiteraba, por la tangente: «Toda la vida he sido una larga noche». Y, más filósofo-cronista que poeta, Michi aseveraba: «La lucidez solo sirve para constatar la soledad».

El origen del magnetismo mórbido de la saga radicó en su condición de eslabón perdido, en el paso del franquismo (encarnado por el patriarca) al desencanto (de los vástagos y la anegada y frágil madre), en la incipiente Transición. Casi como zombis letrados, los Panero se convirtieron pronto en blanco propiciatorio: el negativo de la foto de cierta obscena memoria intrahistórica. En sus observaciones sobre el documental de Chávarri, proseguía el primogénito: «Fue el primer reality show de las pantallas españolas. A la gente le importan un carajo la poesía y los poetas; y, si suscitó la curiosidad, fue solo por la chismorrería. Lo único que ha interesado de esa cinta es que tres hermanos y la madre nos ponemos todos a parir». Lo que parecía ser una atmósfera de canibalismo familiar tornaría, finalmente, en autofagia: cada miembro devorándose a sí mismo, víctima del estereotipo de su propia leyenda intransferible.

Michi, que en El desencanto parecía aún el contrapunto encantado, el más ufano y vitalista, vivió sus últimos años enfermo terminal y en una pobreza extrema. Según su testimonio, le cortaban la luz por falta de pago y, al caer de la cama, no tenía quien lo recogiera. De ahí que se trasladara a la casa familiar de Astorga, donde falleció en la máxima soledad, hasta ser descubierto por la auxiliar de ayuda a domicilio muchas horas más tarde.

Desmembración familiar

El detonante de la desmembración familiar fue —explicaba— el fallecimiento de la madre, cuyo funeral, celebrado en la máxima intimidad desolada, solo pudo ser sufragado gracias a una amante rica de entonces. «Y ahora nos vamos todos a comernos unos chipirones», ha contado que pronunció Leopoldo María a pie de crematorio.

Durante su convalecencia terminal, Michi ponía así el dedo en la llaga de la saga: «Una especie de mano negra envuelve a la familia, una maldición: mis padres tuvieron un mal morir; mi hermano Juan Luis tiene cáncer debajo de la lengua, yo también tengo cáncer en la boca; mi hermano Leopoldo está como una rosa, pero como una rosa después de 80 cárceles y 80 psiquiátricos». (Como una rosa enferma, cabría agregar a título póstumo).

Su testimonio sobre el padre «ausente» (cuando murió él apenas contaba 10 años de edad) coincidía con la visión de sus hermanos mayores. Leopoldo Panero, hombre de derechas y autor de una elocuente poesía existencial y religiosa, no alcanzó a saber que sus dos hijos mayores también escribirían versos. «Siempre quiso tenerme lejos», expresaba, cáustico, Juan Luis, quien por edad pudo conocerlo mejor. «Yo no había cumplido 20 años cuando falleció. Estoy seguro de que si hubiese conocido luego mi poesía, volvería a la tumba, pero si leyera la de Leopoldo [María], se enterraría del todo...».

Los tres hermanos solían admitir que la poesía de su padre no era santa de sus devociones. «Si edité su obra completa fue por dinero; su poesía no es mi clima, como lo son Cernuda o Eliot», declaraba Juan Luis. «Del 36, solo me interesan Luis Rosales y 10 poemas de mi padre», llegó a cuantificar Leopoldo María. «Claudio Rodríguez me retiró el saludo por rebatirle su opinión de que mi padre fuese un poeta genial», revelaba Michi.

Genes de locura

Según la aportación del benjamín, que era, sin duda, el más elocuente y afable de los tres hermanos, la madre mimaba con mucha culpa a Leopoldo María, porque creía que le había transmitido los genes de una hermana loca. Y el padre se quedaba perplejo, sin saber muy bien cómo reaccionar con él, «pues, cuando le reñía, Leopoldo María igual se tiraba tres días en silencio, sin comer ni llorar ni decir nada…».

A pesar de su perpetua reclusión en psiquiátricos y sus recurrentes salidas de madre, siempre se ha desconfiado de la autenticidad de la locura del último de la saga, que era más bien, como se ha dicho de él, «un perchero vacío cargado de lucidez». Como ha señalado Félix de Azúa (uno de los Nueve novísimos, de la nómina de Josep María Castellet, en la que Panero era el benjamín), «Leopoldo María es el único poeta de verdad que queda en España; los demás somos todos funcionarios. Por eso lo tienen encerrado».

Es significativo no solo que acapare la mayor parte de los monográficos (el más reciente y definitivo, la biografía El contorno del abismo, vida y leyenda de Leopoldo María Panero, de J. Benito Fernández), sino que, incluso, en los tratados colectivos sobre la saga —como Después de tantos desencantos. Vida y obra poéticas de los Panero, de Federico Utrera— se suela pivotar sobre el autor de Me amarás cuando esté muerto. En su último soplo de vida, en el libro póstumo Rosa enferma, escribió: «Tengo amigos que me envenenan sistemáticamente y dicen que me quieren».

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