Memoria e imaginación

Francisco León construye una lección de escritura como civilización, en la que el territorio conquistado es una victoria de la expresión

En primer plano, Francisco León.

En primer plano, Francisco León. / LP/DLP

Alejandro Krawietz

Los ocho relatos que componen El tesoro real, la última entrega narrativa de Francisco León (Tenerife 1970), construyen una victoria de la expresión, un triunfo de las materias que se trenzan en la palabra y un hermoso homenaje al mejor lenguaje narrativo hispánico.

En el prólogo de 1935 a la edición de Historia universal de la infamia Jorge Luis Borges incluye un último párrafo sobre el ejercicio de leer que ha gozado una larga vigencia: «Leer, por lo pronto, es una actividad posterior a la de escribir: más resignada, más civil, más intelectual.»

Se trata, como sin duda habrá percibido el lector, del enunciado de un pensamiento de doble dirección, que al mismo tiempo que define la lectura hace lo propio con la escritura, aunque sea por oposición. Cabe pensar que Borges, inteligentísimo maestro de la ironía, ubica mediante el uso de esa frase el conflicto entre lectura y escritura —que él mismo crea como un encantamiento— en la oposición general de civilización y barbarie de la que se sirvió para tratar de explicar la cultura argentina en una parte muy determinante de su literatura. Creemos (y queremos) entender a Borges cuando caracteriza la lectura en el ámbito de la civilización y la escritura en el de la barbarie.

Inmediatamente imaginamos al escritor como un ser de frontera, que ejerce mediante su obra una forma de violencia: la colonización de un espacio inexplorado, el descubrimiento de un territorio nuevo, que es tomado por la fuerza del lenguaje. Mientras, imaginamos al lector —al otro lado de ese universo— en los cómodos salones que suscitan los ensueños de la lectura: recostado en su sillón junto a una ventana predilecta, como pedía Alberto Caeiro, con su libro entre las manos, dispuesto para otra tarde de silencio.

Pero quizá nos encontremos en disposición de interpretar que esa frase del prólogo no sea más que el primer embrujo de un libro que se compone enteramente de embrujos: una primera trampa afortunada en la que se ensaya una cercanía con el lector (y con la infamia). Pues como el propio Borges dijo, «yo soy sincero en este momento, pero quizá dentro de media hora ya esté en desacuerdo con lo que he dicho».

La escritura también puede ser un ejercicio de enorme refinamiento, de vigorosa construcción civilizatoria, de inmarcesible sensibilidad hacia las capacidades sensoriales del lenguaje y, por todo ello, instrumento de convivencia y de conocimiento (individual y comunitario). Defiendo que los ocho relatos que componen El tesoro real, la última entrega narrativa de Francisco León, bellamente editada por Ediciones La Palma, construyen una precisa y definitiva lección de escritura como civilización, en la que el territorio conquistado es, casi en exclusiva, una victoria de la expresión, un triunfo de las materias que se trenzan en la palabra, un hermoso homenaje al mejor lenguaje narrativo hispánico, en el que resuena, en su medida más justa, las Sonatas de Valle Inclán y El astillero de Juan Carlos Onetti, los Cuentos salvajes de Ednodio Quintero y Las inquietudes del hall de Alonso Quesada, las propuestas narratológicas de Azorín y el tratamiento escenográfico de Cortázar.

Ya en Instante en Lucio Fontana (2015) o Reptil con piel de jade (2019), sus anteriores colecciones de relatos breves, se adivinaba, junto a otras características —como el empuje del dibujo de los ambientes o la aptitud para la construcción de personajes complejos—, esa capacidad para articular desde una invención mesurada y alta una expresión que reivindica el lenguaje como herramienta apta para esculpir la realidad, para generar los volúmenes y los espesores sensoriales que hacen de la palabra un instrumento para la fiesta y el placer. Si la cultura es, en esencia, construir una expresión, leer «Oráculos de agosto» o «La amante del río», por ejemplo, supone sumergirse en un territorio de signos en los que el peso del concepto y el peso de la materia forman una unidad irreductible y táctil. Pocas veces se ha logrado en la literatura insular un estado propicio de lengua como el que revelan al lector estos relatos: un ejercicio de imaginación plena que es capaz de articularse en el marco de una realidad que no sólo resulta creíble —habitamos, sin quererlo, las atmósferas vagarosas y las neblinas cálidas de los jardines, las carreteras de la costa, las selvas enmarañadas, las cafeterías brumosas del pueblo de San Renato en el que suceden la mayor parte de estos cuentos— sino que además es amplificada por las ensoñaciones, las fantasmagorías y la pulpa precisa de lo vivido.

Para ello, Francisco León se sirve en muchos de los textos del recurso de fabular —es decir, de elevar sobre la experiencia un poco de la función de la magia en el mundo— a partir de la memoria, así sucede en «Me estoy acordando del Pitu Roberto», el estupendo «Vida y final de los fantasmas» o los dos relatos que permiten ensayar una interpretación del conjunto mediante un carácter serial —con entrecruzamientos de personajes, lugares y situaciones— que aún aportan una mayor amplificación de la realidad en su urdimbre con la ficción: «El tesoro real» e «Historia familiar de los perros».

El lector se familiariza así con la Reina Chía y Romilós, con lugares como San Renato —playa y casco— y con espacios (como la Pedagógica o Los Rosales) que generan una impresión de gran convivencia y de espacio mitológico, coherente y fecundo, mediante los cuales el lenguaje puede abordar el gran juego. Además, los lectores asiduos de León hallarán también ciudades del oeste de Francia o pueblos de Grecia o Sicilia que ya se podían encontrar en sus libros anteriores: todos, lugares en los que el creador moró, en los que el creador soñó y en los que el creador padeció.

Por lo demás, León sabe zafarse de los peligros de la memoria —el principal de todos ellos no es otro que el de su transformación en nostalgia— y sigue en lo tocante a este asunto a don Alejandro Cioranescu, que señalaba muy oportunamente en sus Escritos autobiográficos que la memoria, la literatura y la historia poseen un denominador común en la imaginación, y que es por esa vía por la que el tiempo pasado puede transformarse en verdadera experiencia, en suma de realidad y de deseo. Es en este ámbito, en ese lugar, a partir de la capacidad buscada para extraer de lo real la canción del camino, en donde el conjunto de la narrativa de Francisco León y de un modo especial El tesoro real, encuentran su mejor sustento.

Volvamos a Borges, para terminar, quien en una entrevista afirmaba que igual que el telescopio es una extensión de la vista o el arado una extensión del brazo, «el libro es una extensión de la memoria y la imaginación.»

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