Luz que brotó de la oscuridad

Una generación de hermanos marcada por un ejercicio de resiliencia, que les condujo a sublimar la noción de justicia transformada en arte

Elvireta Escobio y Manolo Millares fotografiados en Barcelona por Leopoldo Pomés (1959).  | | LA PROVINCIA/DLP

Elvireta Escobio y Manolo Millares fotografiados en Barcelona por Leopoldo Pomés (1959). | | LA PROVINCIA/DLP / A. P.

Laura Teresa García Morales

Celebramos en estos días la apertura de la exposición Creación plástica en los Millares Sall que acoge la Fundación CajaCanarias en Santa Cruz de Tenerife, con la que finalmente se vendría a responder a una vieja demanda que muchos entendíamos ya como algo casi necesario, dada la relevancia inequívoca de la aportación de esta irrepetible generación de hermanos, a su vez miembros de una insigne saga, que trasformó para siempre la historia de la cultura canarias, en sentido amplio.

Aun teniendo en cuenta la nutrida selección de piezas que componen la exposición, que ocupa fácilmente las dos plantas del edificio, el conjunto supone tan solo una pequeña representación de lo que significa realmente, como cabe imaginar, la dilatada trayectoria de cada uno de ellos. Toda la obra, cuidadosamente elegida por el comisario de la muestra, Celestino Celso Hernández Sánchez –director del Museo de Arte Contemporáneo Eduardo Westerdahl de Puerto de la Cruz, Tenerife– con su equipo asesor, trata de ofrecer una visión de conjunto de los autores, además puestos entre sí, en relación con aquellas características comunes que marcan y definen la creatividad en los Millares Sall, incluso entre disciplinas heterogéneas, y más allá de los tan personales estilos desarrollados independientemente por cada uno. La latente presencia de esos rasgos compartidos –de tipo ideológico, vital y estético– a los que me quiero referir, se deben, sobre todo, a la experiencia por todos ellos vivida en el seno familiar: la inquietud intelectual, el ímpetu creativo, el sentido del humor, el cariño y el sentido de grupo inculcados por sus padres, don Juan Millares y doña Dolores Sall y, en medio de todo ello y, en síntesis: el impacto de la guerra, la persecución y el hambre, con las nefastas consecuencias que todo esto acarreó.

La obra de los Millares Sall está cargada de identidad, valentía y orgullo, pero también de necesaria osadía y de una animosidad que no se oculta, hacia la opresión, la perversidad y la hipocresía del poder que condicionó sus vidas de forma drástica, desencadenando todo tipo de desventuras –miedo, silencio, aislamiento, hambre, enfermedad y muerte–.

Esta muestra supone una grandísima oportunidad para comprender estos asuntos desde una óptica global que nos permite, como nunca hasta hora, adentrarnos en el verdadero significado de esta interesante dimensión familiar en diálogo, cuya confluencia permite revelar esos aspectos –no tan evidentes cuando abordamos sus obras de manera independiente– relacionados con el origen o motivación común, que llevó a cada uno a "crear" desde su foco de interés particular, llegando a alcanzar la brillantez y la excelencia con rotundo acierto y estilos genuinos y propios. Con piezas realmente excepcionales, empezando por el Artefacto para la Paz (1964), de Manolo –al que se le dedica toda la planta baja, con un extraordinario elenco de obras y documentos– y que marca el inicio de este itinerario; o Memoria del Origen (1964) una de las más impactantes pinturas de Jane de gran formato, que nos encontramos nada más llegar a la planta alta, asistimos a una reunión casi desbordante de genialidad sin precedentes, que da cuenta de la profundidad intelectual y artística que aquí se exhiben, y que explican con contundencia la importancia fundamental que representa esta generación en particular, para la historia cultural e intelectual reciente de nuestras islas, aunque su alcance va mucho más allá.

Aquí se muestran, por primera vez, junto a algunas referencias de los propios padres, los escasos dibujos, escritos y documentos que se conservan de Sixto, el joven hermano malogrado que fallecía en condiciones inhumanas en un sanatorio –con apenas veinte años, en 1942–, así como la, quizás, menos conocida obra plástica de los poetas José María y Agustín, centrados de manera especial en su férreo posicionamiento anticlerical y de repulsa hacia la hipócrita y dañina censura que, desde luego, padecieron. Y, como no, existe un importante espacio dedicado asimismo a Eduardo, mucho más que un humorista gráfico. Fue un artista multidisciplinar que gozó de gran popularidad; agudo, entrañable, irónico, emocional... que conectó como nadie con el amplio conjunto de la sociedad canaria, desde la empatía y su arrolladora capacidad para sonreír, incluso en las realidades más amargas.

De alguna manera y, en definitiva, el estallido creativo de aquellos hermanos fue la luz que brotó de la oscuridad que se quiso cernir sobre esta familia en un momento determinado, para irrumpir con fuerza y para siempre –aun en un difícil contexto de prejuicio y censura–, para irradiar esperanza, siendo capaces de trascender lo coyuntural.

Este fue el gran legado que asumirían sin excepción, en un ejercicio de resiliencia sin parangón, que les condujo a sublimar –me atrevería a decir– la propia noción de "justicia" transformada en arte, desde el más elevado sentido de gratitud, de manera especial, hacia ese amado padre al que vieron sufrir hasta la extinción, y que en valores se los dio todo.