Dolor por la muerte de Guedes. 10 de marzo de 1971. Un adiós en plena juventud. Trajes oscuros y miradas perdidas, en un mar de lágrimas por la marcha del Mariscal. Entre la multitud que baña el camposanto de San Lázaro, encaramados a los bloques que rodean al nicho 1.821 y con las vías de acceso colapsadas, se interioriza el recuerdo aún vivo de un Juanito Guedes vestido de corto; un pase de precisión milimétrica, de lado a lado del campo, un gol de falta y un grito a sus compañeros, "¡Colóquense, cabras!". La sociedad grancanaria despedía a su ídolo, aquel al que una enfermedad innombrable robó la gloria y que describieron para LA PROVINCIA Hernández Gil y Antonio Lemus, con imágenes para la posteridad del fotógrafo Cándido Quesada.

"Si Él me llama, mi alegría es que sea aquí, donde yo estoy, donde nací". El día anterior, la noticia había corrido como la pólvora por las calles de la ciudad. De inmediato, las llamadas de teléfono colapsaron las líneas de la Clínica Santa Catalina. Cientos de ojos pegados a las pocas pantallas de televisión y los oídos concentrados en la radio, hasta que, con la noticia de que la figura de Guedes, en capilla ardiente, descansaba en el número 29 de la calle Pío XII, la gente acudió en peregrinación.

A las diez de la mañana se trasladó el cuerpo del '6' difunto entre escenas de dolor y una hora después se abrieron las puertas para recibir un desfile incesante en sincera despedida. Era su gente, a la que nunca falló. El Mariscal ocupaba un rincón de una sala atestada de trofeos. A su lado, su afligida esposa, Georgina Ojeda, recibía las condolencias. "Juan pensó en su homenaje días antes de su muerte", reconocía, después en su casa y acompañada por sus dos hijos. "En efecto, él pensó en 'su partido' y estaba seguro de que no le faltarían apoyos", añadió con la medalla de plata al Mérito Civil de su marido.

"Recuerdo el primer viaje que hicimos , a Tenerife con los juveniles. Cuando repartieron las habitaciones nosotros estábamos juntos. Casi sin darnos cuenta nos emparejaron y desde entonces hemos estado siempre juntos, sin el menor enfado". Tonono, su inseparable amigo lloró desconsolado, antes de acudir a la cita con la selección. Mientras, sus compañeros de escudo y entretelas, corbata negra y mirada afligida, velaron su cadáver, fieles a la deuda de mil y una batallas. A las cinco de la tarde se ordenó el cierre de las puertas, aún con una multitud a la espera de ver al héroe amarillo.

"Su personalidad nos ganaba a todos", en boca de Rial, su último entrenador. "Era un todo ejemplar", afirmó Molowny. "Un jugador extraordinario de nobles sentimientos", para el técnico Rosendo, "un magnífico compañero para todos los futbolistas", añadió Benavente.

La comitiva, tomó entonces la calle. Sobre el féretro una bandera amarilla de la UD y sobre ésta la camiseta que tantas veces lució. El féretro salió entre el gentío sobre los hombros de sus compañeros hacia la iglesia de los Salesianos donde se ofició una misa de córpore insepulto. Después, San Lázaro, al paso de la mirada de Naciente, Curva, Tribuna y Sur, entre la polvareda del adoquín rumbo a las más de 60 coronas de flores que le recibieron, junto a Collar, Betancort, Molina, Violeta, Zaldúa y Vicente, nombres de los guerreros de la época, junto a casi toda la Isla. "Se hizo todo lo posible, sin regatear medios económicos, para salvar su vida. No pudo ser. Dios lo quiso así. Solo quiero dar las gracias a todos", afirmó Georgina, la viuda del mito.