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El cementerio de Paul Válery

Paul Válery. LP/DLP

Cuando el 20 de julio de 1945 falleció Paul Valéry, transcurridos poco más de dos meses desde la rendición de Alemania y el final de la segunda guerra mundial, se le rindieron honores funerarios propios de una gloria nacional, y André Gide escribió en el diario Le Figaro que aquella muerte no solo entristecía a Francia sino al mundo entero. Veintiún años más tarde, en el libro de literatura francesa que se utilizaba entonces en el quinto curso de bachillerato, al lado de la biografía del autor descubrí una fotografía pequeña y borrosa del camposanto de Sète, a continuación de la cual aparecían los primeros versos del Cementerio Marino.

Pese a que nunca había sentido la menor atracción hacia el mundo de la poesía y todo cuanto sabía se limitaba a los conocimientos obligatoriamente adquiridos en las clases de literatura española, noté que aquellas palabras organizadas en estrofas de seis versos y combinadas de una forma tal que desarbolaba la estructura lógica de la frase, conseguían desbordar los límites de su significado convencional y que, al hacerlo, emitían breves e intensos destellos, como si fueran diamantes engarzados en una corona. Fascinado por aquel inesperado hallazgo me hice con el texto completo del poema y lo leí hasta el final sin utilizar el diccionario y, aunque lo comprendí solo a medias, noté que bastaba con dejarse llevar por la delicada musicalidad de las palabras para sentirme envuelto en un suave y rítmico movimiento, como si estuviera flotando sobre las olas invisibles de un mar en calma. Desde entonces sentí el deseo extraño e irracional de visitar el cementerio de Sète y, tras un intento desafortunado en la víspera de Reyes de hace casi treinta años, el pasado verano lo conseguí.

No parece que el recuerdo de Paul Valéry sea el motivo por el que hoy día se visita Sète, al menos por los viajeros más jóvenes, principales víctimas del arrinconamiento del francés por la lengua inglesa.

En una librería situada en una calle paralela a los muelles del canal central y próxima al parque de Simone Veil compré un ejemplar de la biografía de Valéry que escribió Benoît Peeters, Tenter de vivre, título tomado de la última estrofa del Cementerio Marino: ¡El viento se levanta!?¡hay que intentar vivir!/ Un aire inmenso abre y cierra mi libro/ La ola de polvo se atreve a brotar de las rocas/ ¡Emprended el vuelo, páginas deslumbradas!/¡Romped, olas! ¡Romped con vuestras aguas gozosas/ este techo tranquilo donde picotean los foques!.

La obra en su día más conocida de Valéry, publicada en 1920 e incorporada posteriormente a la colección de poemas que se editaría bajo el título de Charmes, es por ello la más injustamente olvidada. Pero lo más sorprendente es que en la ciudad natal del poeta solo haya podido localizar una pequeña muestra de su obra, y tuvo que ser en la Librería Francesa de Madrid donde, al fin, me pude hacer con buena parte de los textos que buscaba, lo que viene a confirmar el desinterés que, justamente, disgustaba a su biógrafo.

Pero son tantos los cambios y las convulsiones que han zarandeado al género humano desde que apareció publicado el Cementerio Marino que tampoco es de extrañar que se produjera un cierto olvido, sobre todo si se tiene en cuenta que, según iba avanzando el siglo XX, hemos sido cada vez mas tiranizados por los creadores de modas y gustos continuamente cambiantes, que impusieron lo que en cada momento convenía mas a sus bolsillos sin preocuparse de si estaban vendiendo arte, vulgaridad o, simplemente, basura y, lo que es más penoso: neutralizando la capacidad crítica del público que, mayoritariamente, no se atreve a ir a contracorriente, porque semejante ejercicio de libertad conllevaría abandonar el aburrido pero también confortable y protector rebaño, con todos los riesgos que comporta convertirse en alguien distinto de los demás.

Sète es una ciudad agradable, pequeña, atravesada por canales que comunican el Mediterráneo con la albufera de Thau y que en su viejo puerto desarrolla una notable actividad pesquera. En una agencia de seguros próxima el canal mas grande pregunto cómo puedo llegar al cementerio donde está enterrado Paul Valéry, pues en el plano veo que está en el barrio alto, pero el dibujo del trazado urbano es tan esquemático que no se ve la calle que conduce hasta allí.

Tras algunas vacilaciones, acaban indicándome que lo mejor es subir unas escaleras que se ajustan a la forma de la colina a la que flanquean y que llegan a la parte alta de la ciudad y, por la inseguridad con que se explicaban, tuve la impresión de que hacía mucho tiempo que nadie les preguntaba por el cementerio marino. El Museo Paul Valéry aparece en el mapa urbano con letras que apenas alcanzan la cuarta parte del tamaño de la que identifica el Barrio del Teatro o el Cementerio Le Py, donde está la tumba de Georges Brassens, singularmente identificada, al contrario de lo que sucede con la de Valéry. En las inmediaciones de Le Py está el Espace Brassens, y cerca de la base náutica que linda con las playas del Mediterráneo hay una estela que insiste en mantener la memoria del mismo cantante y compositor. Gracias a una pequeña señal encuentro sin dificultad la tumba de Valéry, y tomo asiento en el banco metálico que hay en sus inmediaciones. No recuerdo si, hace cincuenta años, imaginé lo que llegaría a sentir cuando estuviera junto a aquella tumba: ahora solo experimento la tranquilidad que domina el recinto, con apenas visitantes y un albañil discreto que se afana en no se qué labor con cemento, quebrando levemente el silencio reinante con los pequeños arañazos de la paleta al remover la masa.

Ninguna vibración singular o misteriosa emana de la sepultura. La sensación de calma absoluta, de falta de movimiento, de tiempo detenido, la provoca la confluencia de un sol brillante -que impide a los colores ofrecer matices y destierra las sombras-, y la serenidad reconfortante del mar, que visto desde arriba parece una inmensa tela azul turquesa carente de límites, y estoy seguro de que es la misma que habrán experimentado todos los que hayan estado a lo largo de los años en aquel recinto en una jornada similar, bajo el mismo sol y con el mar adormecido.

En momentos como éste vuelve a surgir la sospecha de que el tiempo y el movimiento solo son un espejismo que engaña a los seres racionales durante ese brevísimo instante de fulgor entre el nacimiento y la desaparición definitiva, y que lo que llamamos vida no tiene mayor consistencia que las imágenes confusas y ensoñaciones fugaces que acompañan a una pequeña cabezada a media tarde.

El Cementerio Marino, de resonancias profundamente espirituales, no es de fácil lectura aunque la melodía que crean las palabras que componen el poema sea suficiente para, al escuchar su recitado, sentir la belleza de las imágenes y pensamientos que anidan en las veinticuatro estrofas, pudiendo el oyente dejar para otro momento, cuando su espíritu sienta la necesidad de penetrar en los significados mas metafísicos de la obra, la lectura reposada de los ciento cuarenta y cuatro versos que albergan un verdadero tratado filosófico.

Cada nueva lectura abrirá puertas que antes ni siquiera sabíamos que existían, aproximándonos a esa filosofía personal que el autor consiguió encerrar entre los versos primero y último, idénticos en esencia aunque formalmente no lo sean, como explica André Durand en sus comentarios a Charmes: las palomas que al inicio caminaban sobre el tranquilo tejado que es el cementerio, en el verso que concluye la obra serán los foques, las velas triangulares de la parte anterior de los veleros las que, cuando el barco se balancea al navegar, parecerá que tocan las olas, como si fueran palomas que picotean en el mar.

El propio Valéry, en un comentario que escribió sobre el poeta Paul Verlaine, decía que componer poesía suponía ambicionar un discurso cargado de mayor sentido e impregnado de mayor musicalidad de la que el lenguaje ordinario lleva o permite llevar y, ciertamente, no sería fácil incardinar en un texto en prosa tantas reflexiones acerca de la vida y la muerte, del ser y el no ser, de la fugacidad y la eternidad, todo ello enmarcado en ese recinto habitado por lo que queda de seres que ya han dejado de serlo, pero que están recibiendo un aliento de eternidad simbolizada por el intenso sol del Mediterráneo, mientras la escena dramática se desarrolla al lado de un mar maravilloso y lleno de sugerencias vitales -" La mer, la mer, toujours recommencée!"-, seis palabras que bastan para sugerir la vida siempre dispuesta a renacer, siempre queriendo volver a empezar?

Sentado en el banco de hierro junto a la tumba de Valéry, casi deslumbrado por el sol del mediodía, recordé la proximidad temporal existente entre la primera vez que se publicó el Cementerio Marino en la Nouvelle Revue Française y el momento en que Valéry es presentado a Catherine Pozzi: todo sucedió en el mes de junio de 1920.

El hombre casado con Jeannie Gobillard, que llevaba una apacible y monótona vida exterior mientras que al amanecer se levantaba a escribir interminables Cuadernos, donde vertía todas sus inquietudes, pensamientos y opiniones sin preocuparse de organizar los mismos con miras a una futura publicación, acabará experimentando un fortísimo sentimiento amoroso hacia Catherine, mujer inteligente y culta, y, pese a todas las dificultades y altibajos que atravesó la relación, ésta se mantendría hasta principios del año 1928, momento en que concluye definitivamente. Y ese mismo sentimiento imparable e irresistible volverá a brotar diez años después, al conocer a Jeanne Loviton, en la época en que Valéry ya había rebasado los sesenta y seis años; pero esta vez el final de la relación será devastador para él, hasta el punto de que fallecerá apenas tres meses después de que ella le anunciara que se iba a casar con Robert Denöel. Que estos sentimientos hayan podido arraigar con tanta fuerza en una persona que en sus escritos en prosa cuida anteponer la razón y la inteligencia pone de manifiesto la temible fragilidad humana cuando lo irracional toma las riendas del alma. Miro la tumba del poeta por última vez, me levanto y busco la salida mientras intento poner en orden todo cuanto se está agitando en mi cabeza y, ante la imposibilidad de hacerlo, dejo la labor para mas adelante.

Frente al puerto viejo veo llegar el autobús que, a través del Paseo del Mariscal Leclerc y del Boulevard Joliot Curie, me devolverá a la playa cercana a la base náutica donde me espera Cristina, enfrascada en un libro. Una pareja joven sube rápidamente delante de mí y se dirige al fondo del vehículo. El conductor sospecha algo y les pide que le enseñen sus tickets; pero los jóvenes fingen no oírle. Convencido ya de que no tienen billetes ni pases válidos, levanta la voz de tal manera que nadie pueda negar haberle escuchado y les advierte que, si no se bajan del autobús, él no lo pondrá en marcha. La salida de la pareja, mientras ella murmura entre dientes lo que identifico como insultos muy graves, acaba solucionando el conflicto. Ha sido rápido y contundente el regreso a lo prosaico de la vida. Nos ponemos en marcha, pasamos junto al Teatro del Mar y el Museo del Mar, y quince minutos mas tarde estoy de nuevo en la playa?

- ¿Qué?... ¿te mereció la pena visitar el Cementerio?...

-?Creo que sí?pero el Museo que está fuera de él, en la parte alta de Séte, no tiene demasiadas cosas que ver?además, la mayor parte del edificio la dedican a exposiciones temporales, y a unos fondos de pintura que no guardan relación con Valéry?

-Bueno, entonces me alegro de no haber ido?¿cuántas escaleras dices que hay que subir?...¿cuáaaantas?...¡¡Jesús!!...

-?¿Si te dijera que lo que mas me gustó de todo fue escuchar una voz magnífica, que repetía continuamente los versos que componen el "Cementerio Marino"??

-¿Era una proyección?

-?Pues no lo se?quizás sí?pero me quedé escuchando aquella voz que recitaba como si quien lo hacía estuviera meditando en voz alta, y ya no me preocupé de más?

Es curioso que no sea capaz de recordar si acabé viendo o no el documental al que el poema servía de música de fondo. Supongo que, de existir, sería una sucesión de fotografías viejas e imágenes en blanco y negro de Paul Valéry y de Sète, no muy diferentes de las que hay en los audiovisuales que se muestran en tantos museos; pero sucede que aquella voz que recitaba estaba reproduciendo los versos tal y como resonaban en mi cabeza cada vez que los leía, por lo que únicamente deseaba seguir escuchando las palabras cuyo eco, hasta entonces, solo había podido imaginar.

Mañana después del desayuno reanudaremos nuestro viaje, y tengo la impresión de que quizás nunca mas volveremos a Sète. Para llegar a esta ciudad es preciso tomar una desviación desde la autopista de Narbonne a Nîmes, por lo que ni siquiera es previsible que hagamos allí una breve parada de descanso en los viajes que periódicamente emprendemos camino de Italia.

Antes de dormirme, leo un comentario del propio Valéry en relación a la inexorable ley no escrita que regula el destino de tantas producciones literarias que, con el paso de los años, acabarán sepultadas bajo las polvorientas losas que sobre ellas dispone el olvido?

"El destino fatal de la mayor parte de nuestras obras es convertirse en imperceptibles o extrañas?Entre la plenitud de la vida y la muerte definitiva de las obras materialmente conservadas transcurre un tiempo que asegura la degradación apenas notada, que las altera gradualmente. Ellas se debilitan sin remedio?Poco a poco los que las amaban, aquellos que las apreciaban, los que podían entenderlas, desaparecen. Los que las detestaban, los que las despellejaban, los que se burlaban de ellas, también han muerto. Las pasiones que generaban se enfrían. Otros seres humanos desean o rechazan otros libros?"

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