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El rescate de Delhy Tejero

El amor por la pintura y la soledad, el relato autobiográfico de la artista

“Al haber llegado hasta nosotros, disponemos de un autorretrato que revela sus experiencias vitales y sus juicios sobre la pintura”, destaca Castro sobre sus diarios

Delhy Tejero

La vida de Delhy Tejero es tan interesante como su obra. Por suerte, ella misma redactó unos diarios, titulados Los Cuadernines (1936-1968), que han dejado constancia de su asombroso recorrido vital y creativo. Son los diarios íntimos de la creadora que fueron editados por la Diputación de Zamora en 2004 y que constituyen una suerte de viaje literario por su apasionante vida, una lectura que ha servido al equipo de la Fundación Cristino de Vera para organizar la muestra.

Adela Tejero Bedate nació en Toro, Zamora, en 1904. Consagró su vida al arte desde la infancia. Se trasladó a Madrid en 1925 para cursar estudios en la Escuela de Artes y Oficios y en la de Bellas Artes de San Fernando. En 1929 logra el título de profesora de Dibujo y Bellas Artes y en 1931 es nombrada profesora interina de Pintura Mural en la Escuela de Artes y Oficios de la capital. El catedrático de Historia del Arte de la Universidad de La Laguna (ULL) Fernando Castro Borrego es el comisario de la retrospectiva que el Cristino de Vera le ha dedicado a la artista zamorana y ha sido encargado de redactar el texto que acompaña su catálogo. En el mismo, el experto desgrana algunas de las características que hacen única a la creadora y los posibles motivos de que su obra, en cierta medida y hasta ahora, no haya sido puesta en el contexto que se merece dentro de la historia del arte del siglo XX. “Ella siempre fue una artista solitaria”, detalla. De hecho, esa característica la acerca aún más a uno de sus amigos entre los artistas canarios, Jose Aguiar. Con él mantuvo una extensa correspondencia. “La soledad de Delhy Tejero es también la de muchas creadoras contemporáneas. Me referiré exclusivamente al contexto español contemporáneo: Maruja Mallo, Remedios Varo, Ángeles Santos, María Blanchard, etc”, explica. Castro Borrego destaca las dificultades para “integrar a las mujeres en la manera de explicar la historia del arte del siglo XX”. “El hecho de que el relato historiográfico de las vanguardias artísticas del siglo XX se sustente en clasificaciones estilísticas ordenadas cronológicamente determina que lo importante no sea el sujeto creador y su poética, sino la adecuación de sus obras a un marco conceptual y estético prefijado”, añade.

Delhy Tejero –así comenzó a firmar a partir de 1929– nunca encajó en un patrón concreto porque fue siempre una solitaria, también en su trabajo. “Tu vida tiene, pues, ese parentesco de soledad con esta soledad mía”, le escribe el homero José Aguiar al respecto en una de las numerosas misivas que se cruzaron. El traslado a Madrid marcó un primer cambio en su vida. “Dejó atrás el ambiente conservador y puritano de su Toro natal y se integró en la vida artística de la capital de España en los años veinte”. Para poderse pagar la estancia en la Residencia de Señoritas, dirigida por la propia María de Maetzu, inició una exitosa carrera como ilustradora en revistas y publicaciones como Blanco y Negro, Crónica, Nuevo Mundo, Estampa, La Esfera o ABC. Ilustra cuentos, poemarios y carteles y logra la independencia económica en una época de efervescencia cultural donde conoce a García Lorca, a Alberti y a Clara Campoamor, entre otros.

Fue en esa época cuando decidió pasar de Adela a Delhy porque, explica Castro Borrego, era un nombre que la acercaba hacia el exotismo de la capital de la India. Una transformación que va mas allá del nombre y que quedó plasmada en esos diarios que comenzó a escribir por aquel entonces y que continuaría durante toda su vida, Los Cuadernines. “Si este documento extraordinario no se hubiera conservado, también disfrutaríamos contemplado su obra; pero al haber llegado hasta nosotros disponemos de un autorretrato que revela no sólo sus experiencias vitales sino también sus juicios sobre la pintura y sus experiencias espirituales”, remarca el catedrático.

En 1936 hizo un viaje al norte de África, momento que coincide con el estallido de la Guerra Civil. Trató de volver al país para incorporarse a su puesto de trabajo. Al año siguiente solicitó permiso para viajar a Italia y continuar con sus estudios. Su destino fue la Academia de Firenze y su deseo era profundizar en el conocimiento de la pintura mural, como ya hizo antes su amigo el canario Aguiar. Se siente profundamente conmovida por la tragedia que se vive en España y la sinrazón de la guerra. “Su juicio sobre la contienda no era estrictamente neutral, pues para ella no merecía el mismo reproche moral quien había iniciado el conflicto que quien respondía a la agresión”, recuerda Castro Borrego ayudándose de Los Cuadernines. Tejero se alejó de posturas politizadas en su producción creativa y se distanció del surrealismo. “Es sabido que para formar parte de este grupo de vanguardia era casi una condición sine qua non manifestar alguna afinidad con la ideología de izquierdas”. Ella no lo hizo nunca y por eso “fueron inútiles los esfuerzos de Óscar Domínguez, otro de sus amigos, para introducirla en el grupo surrealista”, cuenta el catedrático en el catálogo de la exposición. Tejero era una individualista que no comulgaba con directrices y teorías y que prefería continuar su camino sola. Esa senda la llevaría a Capri, isla en la que vivió durante varios meses y donde exploró más aún en su soledad. De vuelta a París, en mayo de 1938, conoce al genial surrealista tinerfeño Óscar Domínguez, que la invitó a participar en una colectiva del grupo de gran éxito cuyos resultados no supo o no quiso aprovechar. De vuelta a Madrid pinta la ciudad rota de la posguerra y comienza a colaborar con un arquitecto en la decoración mural de las iglesias. La abstracción, la experimentación y un viaje espiritual muy personal completan el relato sobre la vida de esta singular artista y su obra, disponible para su visita hasta el 30 de enero.

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