Varias generaciones de telespectadores crecieron pensando que contemplar a un viejo verde que intenta meter mano a una mujer que podría ser su nieta era algo de lo más gracioso. Y a ese tipo de educación contribuyó de forma esencial The Benny Hill Show, el programa de humor británico que, a lo largo de sus 35 años, alcanzó audiencias millonarias en más de 140 países y convirtió a su creador y protagonista en uno de los humoristas más populares y adinerados del mundo. Treinta años después de su muerte (se cumplieron el pasado 20 de abril), Benny Hill ocupa poco más que una nota a pie de página en la historia de la comedia, y el porqué resulta obvio.

Los gags que componían The Benny Hill Show estaban mal iluminados, pobremente decorados y rodados de forma tosca, y se basaban en un humor basado en el slapstick más facilón —un señor es golpeado en la genitalia, un señor es golpeado en la calva— y, sobre todo, en la lujuria masculina y las chicas con poca ropa. Cada episodio incluía variaciones de la misma escena: Hill manosea las nalgas a una joven o le agarra los pechos, y posteriormente es perseguido a través de jardines y mansiones por muchachas vestidas con corsés o diminutos bikinis.

Durante años, el chiste funcionó de maravilla, y consiguió seguidores tan ilustres como Anthony Burgess o Charles Chaplin. Desde principios de los 80, sin embargo, Hill se vio cada vez más a menudo en el centro de las iras de grupos feministas y compañeros de profesión como Ben Elton —guionista de sitcom míticas como Los jóvenes— al tiempo que la audiencia empezaba a perder espectadores drásticamente. Hill no se explicaba por qué. Trató de solucionar el problema aumentando los niveles de lascivia de sus sketches, incapaz de entender que los tiempos habían cambiado.

La cancelación del ‘show’ en 1989 lo sumió en una sucesión de achaques: se abandonó y murió en abril de 1992, frente al televisor y rodeado de platos sucios

La cancelación del programa en 1989 lo sumió en una sucesión de dolores de pecho, úlceras y alarmantes aumentos de peso. Su cadáver fue encontrado en abril de 1992, hinchado y teñido de azul, tumbado en el sofá frente al televisor y rodeado de platos sucios y montones de papeles. Desde entonces, la cultura popular apenas se ha acordado de él más que cuando, en 2017, la rockera Hazel O’Connor afirmó que Hill le había exigido favores sexuales a cambio de contratarla.

Humor confesional

Es cierto que, incluso contemplados hoy, los gags que componían The Benny Hill Show no resultan más sexistas que algunos vídeos musicales protagonizados por reguetoneros en los que el cuerpo femenino es convertido en carne aceitada y cimbreante. Sin embargo, contextualizados con los datos biográficos del cómico, son mucho más perturbadores. Lo que Maluma hace en videoclips como Mala Mía, después de todo, no es sino interpretar a un personaje más o menos desafortunado; los guiones de Hill, en cambio, eran algo parecido a una patética confesión. Entre su arte, su sexualidad y sus tics abusivos apenas había distancia.

En ese sentido no conviene olvidar que, pese a que hacían todo lo posible por meterse bajo las sábanas con mujeres dispuestas, sus personajes siempre acababan humillados por el rechazo. El pequeño Alfred —su verdadero nombre— solía sufrir las burlas de sus compañeros de clase; se reían de él tanto por el exagerado apego que evidenciaba hacia su madre como porque su padre se dedicaba a vender bragueros y anticonceptivos, y en su tienda disponía de un cilindro de madera con el que comprobaba que los preservativos no estuvieran agujereados. Era un niño que temblaba en cuanto las chicas se le acercaban, pero no porque no le gustaran —los rumores de homosexualidad siempre le acompañaron— sino por su patológica timidez.

Ya de adulto, al parecer, era tan rico como tacaño. Vivió siempre de alquiler y, a causa de su empeño en no renovar vestuario durante décadas, era habitual verlo con ropa manchada. Solo derrochaba en viajes; solía pasar largos periodos en lugares como Hamburgo, Marsella, Bangkok y otras ciudades famosas por sus burdeles. Su proclividad a las prostitutas resulta fácil de explicar dada esa incapacidad para mantener relaciones sentimentales reales que, con toda probabilidad, tanto llegó a nutrir a su lascivo alter ego.

A lo largo de su vida propuso matrimonio a tres mujeres, y las tres lo rechazaron. Preguntado por su soltería, solía salirse por la tangente: «Si tuviera una esposa tendría que comprarle vestidos, y también tendría que comprarle comida; y eso es algo que no pienso hacer», comentó el británico en una ocasión, y en otra afirmó: «Tengo la edad mental de un chaval de 17 años, soy demasiado joven para casarme». Pero su rechazo al compromiso conyugal no tenía nada que ver con un supuesto estancamiento en la pubescencia. Lo cierto es que, aunque posiblemente el cuerpo femenino lo excitaba, los rituales románticos le provocaban pánico.

Sea como sea, nunca se le conoció una pareja. Las únicas compañías femeninas estables que mantuvo en el tiempo fueron dos mujeres discapacitadas, ambas a causa de una parálisis cerebral; las visitaba en el hospital, charlaba con ellas mientras empujaba sus sillas de ruedas, les hacía compañía frente al televisor. También le gustaba pasar largas temporadas con Lulu, su tía octogenaria. Nada le daba tanto placer en este mundo como los bocadillos de leche condensada que ella le preparaba.