¡Hola! Me asomo hoy a esta página porque mi currículum contiene una curiosidad estadística: el hecho de haber sido la primera y hasta ahora única mujer en dirigir LA PROVINCIA desde su nacimiento. Admitamos que se trata de un hecho estadístico totalmente anacrónico en el siglo XXI. A estas alturas, la presencia de mujeres en puestos de dirección debería estar tan normalizada como el voto femenino. Pero obviamente no es así, motivo por el que, si me permiten la ironía, al identificarme con esa anomalía estadística, no dejo de sentirme un poco como el mono que golpea los huesos de un animal prehistórico en el inicio de 2001 Odisea del espacio, mientras suena de fondo la intro de Así hablaba Zaratustra. Oh, señor. ¿El siglo XXI galopando y la prensa aún con estos pelos descubriendo el palo, la rueda y el fuego...?

Se da la pintoresca paradoja de que firmé mi primer contrato en un diario impreso (que no era este) un 8 de marzo hace ya la tira de años. No soy capaz de recordar si ya en aquellos tiempos se celebraba con tanto entusiasmo el día de la mujer trabajadora. Lo que sí recuerdo es que ya entonces las redacciones de los periódicos canarios tenían una alta presencia de mujeres periodistas, muchas de ellas con un nivel de inteligencia y calidad profesional igual o superior al de sus pares masculinos, aunque desde luego mucho menos presentes, o directamente fuera, de la mancheta del periódico que enumera los puestos de dirección.

En aquel primer periódico aterricé yo con toda mi ilusión de novata y mi cabeza completamente desprovista de prejuicios de género. Mis razones tenía. Desde muy pequeña, mi padre me había acostumbrado a jugar con aviones porque yo era más de camiones y mecanos que de muñecas. Mi madre me aficionó a leer el Quijote cuando no había cumplido los 10 años y antes de llegar a los 14 ya devoraba Cien años de soledad. Y luego, el remate definitivo: la presencia en mi vida desde que tenía uso de razón de una matriarca, mi abuela materna, que dirigía con mano de hierro en guante de seda un próspero negocio familiar donde ella gobernó en solitario durante décadas, lidiando con no menos de 40 hombres a su cargo, sin que ninguno le tosiera. Como ya supondrán, a la nieta mayor de Georgina, que era yo, jamás se le pasó por la cabeza que ni el desempeño del trabajo ni la prosperidad profesional pudieran estar lastradas por razón de sexo.

Honradamente, creo que esa total ausencia de prejuicios sexistas llevada al extremo me ayudó siempre en mi carrera profesional. Eso y obviamente el apoyo total de mis jefes, todos hombres, al atribuirme sucesivas y cada vez más grandes responsabilidades profesionales. Nada de eso habría sucedido sin el apoyo de directores como Melchor Fernández, Diego Talavera, Francisco Pomares, Julio Puente y Ángel Tristán Pimienta. Pero sobre todo de alguien que muchos años atrás había tenido la santa paciencia de quedar conmigo en la cafetería de El Corte Inglés para tratar de convencerme de mi desembarco profesional en LA PROVINCIA. Lo consiguió a la tercera. Ese alguien es Guillermo García-Alcalde, la persona sin cuya privilegiada cabeza ni LA PROVINCIA ni Prensa Canaria habrían llegado jamás a consolidarse como referentes mediáticos indiscutibles durante décadas.

Pero volvamos al asunto de las mujeres periodistas.

Mi primera jefatura de sección me la entregó José Luis Torró en Canarias7 cuando yo tenía 26 años. Seis o siete años antes, cuando era una simple estudiante en prácticas, aterricé un verano en la redacción de El Eco de Canarias. Y allí había caído rendida ante la enigmática y distante figura de una periodista cuyo solo nombre ya inspiraba el terror de los políticos de entonces. Ella era Olga Carmona, una cronista cuyas preguntas exigían un buen manual de supervivencia para cualquier político y cuyos textos destilaban a partes iguales rigor y un finísimo sarcasmo. Romanticé el ejemplo profesional de Olga y creo que quizá eso pueda explicar el empeño que le puse después al deseo de ser jefa de información política.

Entonces fue la primera vez que tropecé de bruces con el machismo llevado al periodismo o a sus alrededores, lo que generó dos impagables anécdotas. Antes de que aquel director me nombrara jefa de política, alguien entrado en años trató de abortarlo con la ocurrencia de que yo debería ser en realidad jefa de Sociedad, probablemente porque en su cabeza y su obtusa visión del periodismo, aquello debía parecerle lo más próximo a una sección de mercería, pasamanería y bordados.

El gran hit llegó algunos meses después durante un viaje a Bruselas donde, ya como jefa de política, coincidí con una docena de periodistas hombres (y ninguna otra mujer) que iban, como yo, a seguir los contactos de un presidente canario con autoridades de la UE. Varios de ellos telefonearon de noche a mi habitación para ofrecer su encantadora compañía y fueron amablemente despachados.

Una semana después, ya de vuelta a Gran Canaria, me hirió los ojos y también la dignidad la publicación de un libelo según el cual aquel presidente viajero estaba supuestamente preparando mi nombramiento como directora general de su gobierno, no sin antes compartir conmigo confidencias de avión y presuntamente un fin de semana en Madrid, donde yo había hecho una escala al regreso porque allí vivía mi entonces novio y más tarde padre de mis hijos. En resumen: una sarta de mentiras instigada, escrita y publicada por periodistas hombres con el único y evidente propósito de hacer daño. Yo estaba en shock.

Fue la primera vez (luego llegaron otras que no merece la pena recordar…) en que un machismo insidioso, pero sobre todo profundamente cobarde, me abofeteó desde el anonimato y la total impunidad sin que yo lo viera venir. Me sentía tan impotente, que empecé a ir al Parlamento vestida como una monja. No sabía cómo atajar las murmuraciones de los diputados en una Cámara donde apenas habría entonces dos o tres mujeres. Por si esto fuera poco, al presidente en cuestión el incidente le parecía tan gracioso que me guiñaba un ojo cada vez que me sentaba en la tribuna de los periodistas. Me daban ganas de lanzarle el cuaderno de notas y la grabadora a la cabeza, pero no me quedaba otra que mirar al techo, contar hasta quinientos mil y resoplar.

De los efectos de aquel golpe me curaron dos personas. El primero, mi amigo y también periodista Paco Cansino, que con paciencia franciscana me hizo de paño de lágrimas y de psicoanalista casero. La segunda, la también cronista parlamentaria Carmen Merino, cuya capacidad para diseccionar políticos sin dejar uno vivo en términos periodísticos era análoga a la de Carmona. Ella espantaba moscones y diputados con una venenosa elocuencia ante la cual ellos solo podían huir y tú solo podías reírte. Sin esas risas impagables habría sido todo mucho más difícil de digerir.

De ellas, de Carmona y de Merino, se habla demasiado poco cuando se habla de gran periodismo canario. Ambas mujeres y periodistas brillantes con todos los atributos intelectuales para haber dirigido cualquier medio de comunicación y para ser por supuesto merecedoras de ese premio Canarias de comunicación cuyo errático rumbo debería causar sonrojo al Gobierno que lo patrocina.

Pero no las únicas cuyo trabajo ha contribuido no solo a hacer visibles a las mujeres en el periodismo canario, sino a dignificar éste con altas dosis de rigor. Antes de llegar a LA PROVINCIA, yo ya tenía la suerte de compartir muchas horas profesionales por ejemplo con Ángeles Horna, que ya era entonces una de las firmas con más prestigio del periódico. Con ella tuve el honor de soportar muchos plenos institucionales y sobre todo, de amortiguar semejantes tostones con muchas risas de café.

La lista del talento femenino en el periodismo canario es tan grande como inversamente proporcional a la presencia de las mujeres en puestos de alta dirección. Aunque va a quedar inevitablemente incompleta (¡mil perdones!), esbozaré algo más de esa lista, que incluye a fuerzas de la naturaleza como Herminia Fajardo; a mujeres que no han perdido la capacidad de conmoverse por muchos dramas que relaten, como Flora Marimón, Teresa Rodríguez o Clari Rivero; a mujeres a las que les cabe una redacción, pero también el mundo entero en la cabeza, como María Dolores Santana o María Luisa Arozarena; a periodistas que eligieron poner su inteligencia al servicio de tareas no redaccionales, como Candelaria Delgado o Yaya Hernández; a periodistas con una memoria prodigiosa para recordar desatinos políticos, como Almudena Sánchez; a periodistas que siguen ahí, contra viento y marea, como Carmen Vecino o Ángeles Arencibia; a periodistas con una sonrisa en la boca, por muy dura que llegara la marejada, como Cira Morote, mi añorada Iballa Socorro o Mercedes Sánchez Prada, y a todas mis compañeras periodistas, sin excepción, de aquella aventura que se llamó La Opinión de Tenerife. También a mujeres que, en otro tiempo y contexto, quizá sin tantos recursos, pero con una gigantesca intuición, lo dieron todo por contar a la gente lo que le pasaba a la gente, como María Isabel Rodríguez o la enorme Mara González.

Algunas de ellas dirigen ya o han dirigido medios de comunicación, empresas o gabinetes. Todas tienen o han tenido el talento necesario, pero no todas lo han conseguido y otras están directamente fuera de un sistema lamentablemente condicionado no tanto por los techos de cristal, como por los círculos de amiguetes varones, donde la mediocridad suele actuar como un buen pegamento de fidelidades. Lo que es una pena, porque la escasez de mujeres directoras o esas lamentables imágenes de páginas de opinión donde las firmas femeninas son la excepción nos devuelve inevitablemente a la imagen del mono que golpea los huesos en 2001 Odisea del Espacio.

Claro que no es solo una cuestión de números y de más mujeres por cuota. Dirigir no merecerá la pena si antes tienes que triturar tu vida familiar, descuidar a tus hijos o poner en riesgo tu salud, independientemente de si eres una mujer o un hombre. Tampoco si tienes que hacerte necesariamente un máster sobre El Príncipe de Maquiavelo o El Arte de la Guerra de Sun Tzu. Menos aún si has de normalizar los ataques machistas o la difamación en las redes. Porque en tal caso, solo ganará la caverna y prosperarán los monos.