"Cuando Dios pasó por aquí no se quitó los zapatos". Antonio del Cristo Hernández Suárez tiene 12 años. Es hijo del pastor del mismo nombre y se encuentra subido en un morrete de piedra en Tifaracás, en un remoto cortijo de algo menos de 2.000 hectáreas embutido entre las cresterías de Tamadaba, con el macizo de Altavista por detrás, y enfrente el barranco de Vigaroé y el Lomo del Viso.

Tifaracás, donde los Hernández tienen sus cabras es una isla aparte. A una hora de baches desde el último asfalto. Desde allí no se ven ni pueblos, solo una casa antiquísima de piedra con techo a dos aguas enfrente, una cueva espléndida tapiada con sillares, y nada más. Y nada menos, con su barranco echando agua, formando charcos, unos pinos contundentes que se salvaron de la tala de siglos por nacer en lugares mal amañados y unos acantilados que quitan el hipo. Quizá se pueda estar más lejos, pero nunca tan adentro.

El pequeño Antonio está mirando los morretes que rodean su casa y corral, por encima del camino real de La Cruz de María. Tiene ojos de cernícalo, el niño. Allá, a kilómetros, sobre un loma distingue a una persona. "Sí, el que va de negro", con colores incluidos.

Así lleva la mañana en el otero. A las cinco de la madrugada treinta saltadores desayunaban en la casa de la marquesa, más acá, en Tirma, y salían hacia el oeste en misión apañada de ganado.

Hace unos cuatro meses Susito de Tifaracás, que ronda los 90, les traspasó el ganado a los Hernández, en lo que desde hace casi 40 años es el único vestigio de vida allí, un lugar del que salieron a escape agricultores y ganaderos tras una tormenta que lo desastró todo de tal forma que arreglar lo construido ya resultaba un imposible.

En el cambio entre Susito y el nuevo dueño, relata Antonio, "a un pastor cojo se le soltaron decenas de cabras que quedaron sin pastorear", y que desde entonces andan díscolas y esquivas, asalvajándose en unos riscos propios de la Paleocanaria, formados en un periodo que abarca desde los diez a los quince millones de años.

Su padre también está allá lejos, con los hombres, brincando y andurriando por esos veredos que ni Dios los pasó descalzo. En el caso del corral de Tifaracás se trata de llevar los animales perdidos a su redil natural. Pero, según calcula el Cabildo, además de estos escapados de fortuna a cuenta del pastor cojo, existen unas 700 cabezas guaniles salvajes por toda la isla, y especialmente en Inagua, Tamadaba, o Guguy, zonas que se quieren reforestar pero donde la cabra ramonea, porque es este un individuo que igual se endilga un papel basto que se desayuna el brote de un pino, una sabina o un cedro. Para no abatirlas a cartuchos se recurre a estas apañadas al modo antiguo, en el que el salto del garrote trata de igualar la habilidad del animal para enfocarse por las laderas o guindarse en filos de cuchillos.

Machos de leyenda

Antonio, el hijo de Antonio, que quedó varado ayer por culpa de unas llagas en los pies también por ir detrás de cabras, cuenta relatos asombrosos de estos machos peludos, que asemejan al Yeti no tanto por las formas sino por las leyendas, ejemplares que llevan 16 años deambulando, apareciendo y desapareciendo, bufando, "a veces asustando", y que portan astas gigantescas. "Algunos son un poco más bajos de lo alto de usted", y que son capaces, aún teniendo un solo cuerno de derribar a un hombre y sacarle hasta los botines de cremallera, como le paso a su propio padre cuando intentó atrapar un macho berrendo: "Lo descalzó, y si no lo suelta, ahí lo mata".

Estos cabrones son los reyes del ganado guanil. Según los pastores las hembras asilvestradas sufren mucho en los partos, con un alto índice de mortalidad por mastitis y otras enfermedades, de tal forma que el ratio macho-hembra es tan desigual que las segundas "viven atosigadas" por los primeros.

Antonio del Cristo mira de nuevo al infinito con sus dos ojos telescópicos y va narrando al resto lo que pasa. Ahora no solo ve colores, sino pura acción en directo. "Allá debajo hay dos saltadores que están entalicando una cabra", rodeándola para ver si le pueden echar el lazo. Pero luego desaparecen de nuevo por detrás de otro fenomenal quiebro, y se pierde la retransmisión en directo.

La espera es larga, pero no por serlo resulta aburrida. El pequeño Hernández sigue alegando. Cuenta que entre semana va a territorio habitado, para no perder el colegio, pero desde que puede viene pitando. "Es que no se oye nada, ni nadie te molesta. Me pongo a jugar a la PSP, porque no hay ni internet. Oh, aquí los móviles solo se encienden para poner música".

¿Y luz? "Aquí luz tampoco hay. La que tenemos viene de dos motores de camión. Y el agua, de otro motor que la empuja arriba desde abajo en la presa". E invita a alongarse a un precipicio para enseñar el embalsillo, "mi playa". Efectivamente, es como una playa. Tiene una palmera tiesa como un reguilete y al lado el estanque brilla como una platina. "Un día le pongo arena y entonces sí que no salgo de aquí", porque resulta que a Antonio todo aquello le encanta. Le gusta ordeñar, ir por cabras y conocer a cada una por sus colores y distintas combinaciones.

La negra es negra

Está la "gacelo careto, marrón claro con cara blanca; la rucia sajonada, gris, con marrón en el centro del estómago; la parda, con marrón canelo y marrón normal; y la cabra pinalera, que es parda con negro. La salvajes por ejemplo son todas gacelo. Ah, y también está la negra..., que es toda negra". Y a reírse de la ocurrencia.

Hay quién apunta que a ver si este pastor en crecimiento no será el relevo de Susito, un hombre que él solo puso a Tifaracás en el plato, con unos quesos sin igual fama en La Aldea y su comarca y cuya vida y forma de vivirla marcó una forma de ser con sello propio en estos taliscos.

El padre de Susito, natural de Teror, propietario de una empresa en los años 30 del siglo pasado, fue convencido por un amigo par ir a ver un cortijo que estaba en venta donde llaman Tifaracás, que evidentemente en aquellos años debería estar a varios días de camino. Cuando llegó se encontró con una mina maderera de ejemplares centenarios, de pino, de almácigo y sabina, entre un fondo de cardones y tabaibas. Se le iluminaron los ojos y compró, convirtiendo con el tiempo el cortijo forestal en ganadero a cuenta de la tala. Su hijo Suso recuerda con nostalgia y cierta amargura aquella desmocha de pinos enteados que por lo abrupto del sitio habían sobrevivido intactos durante cientos de años. Se ven aún algunos supervivientes de aquellas épocas encaramados en los más inaccesibles puntones y farallones.

Cencerros Stradivarius

Susito creció allí, de forma que pudiera ser el único 'tifaracaleño' que existe en el mundo. Amable hasta decir basta recibía con honores a cualquier paseante, conociese o no, para enseñarle su bodega de quesos, cuyo prestigio achacaba a los elementos no a su maña, o la colección de cencerros fabricados por él, y que se tienen como los stradivarius del cencerro canario.

Pero aquí se ha venido a coger cabras, que a estas alturas de la crónica de un día de apañada, aún no han aparecido. Ya no hace falta tirar de Antonio para ver gente. Se observan a simple vista con ojos normales. Los primeros que llegan son Wilfredo Pérez, Nayara, su hija de diez años, y Brea, una preciosa perra garafiana. Pero traen desiguales noticias. "Hemos visto alguna cabra en los cerros de atrás", dice Wilfredo, levantado desde las cinco de la mañana, que fue "cuando sonó el bucio".

Se acerca otro hilo de personas caminando y dos brincando, sin cabra a la vista, pero según llegan continúan andando, como en estado de apañada. Según entraron por una puerta del corral salieron por la otra, tal cual el misterio de la Santa Compaña, perdiéndose de nuevo hacia abajo con sus garrotes en alto. Según el recuento telefónico posterior en la batida, que ya es la tercera en lugar y a pesar de los 30 hombres llegados de Telde, Sureste, La Aldea, Santa Brígida y Mogán, entre otros lugares , apenas se capturó un macho "y se persiguió a seis", pero eso sí, se pudo entronar a Antonio del Cristo como el nuevo señor de Tifaracás.