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El ganado superlativo

Antonio Suárez pastorea en su moto de trial un gigantesco ‘enjambre’ de 5.000 cabras en San Bartolomé de Tirajana | El sureño atesora el mayor rebaño de toda Canarias

El ganado superlativo | LP/DLP

Nacido entre los riscales más altos de San Bartolomé de Tirajana, hijo y nieto de pastores, Antonio Suárez recorre los mismos parajes que desde antes de la Conquista pisaron los antiguos canarios en el sur para pastorear sus cabras, incluidos los terrenos de realengo que luego Juan Grande transitaba en el siglo XVI, desde la costa hasta Amurga, pero con varias sutiles diferencias. Suárez tiene hoy 5.000 cabras y 800 ovejas, de lejos el rebaño más grande de Canarias, y posiblemente el mayor de España, y en vez de burro, las pastorea con una moto de trial que maneja con la misma destreza que una cabra en equilibrio. 

La cueva del Guirre está situada en principio dónde sólo los guirres llegan, en las inmediaciones de la montaña de Tauro. Es uno de esos lugares que ni siquiera son remotos, sino inexistentes casi por lo lejos, por lo arisco, y lo difícil. Para subir y entrar en ella, como otras tantas del inhóspito territorio sur hay que conocer los pasos. Y cuando Antonio Suárez habla de ‘pasos’ se refiere para el común de los mortales a una especie de encrucijada vertical en la que hay que practicar funambulismo por sortear el quiebro, que es el arte de caminar por los alambres, en el que desde viejo, desde la Conquista, los indígenas deslumbraron a los europeos por su destreza para saltapericar en lo imposible, como fue el caso de Abreu Galindo, que en su Historia de la Conquista de la Siete Islas de Gran Canaria afirma que “eran los naturales de esta isla (…) amigos de ponerse en lugares peligrosos en que hubiese riesgo y peligro de la vida, como aquellos que no sabían el fin y paradero de la jornada. Tenían por gentileza hacer apuestas de hincar y poner palos y vigas en partes y riscos que da admiración de ver el lugar, así por la altura como por la fragosidad, los cuales palos hoy están algunos puestos y estarán por ser muy dificultosos el quitarlos”.

Abreu Galindo tuvo constancia de esos palos en la primera mitad del siglo XVII, pero es que aún andan palos en la Gran Canaria interior de los que no se explica cómo llegaron allí, pero también pastores que calcan los senderos y ‘pasos’ que ya pisaron los propios indígenas, o al menos, los primeros de los que se tienen constancia en el posterior mixturado de culturas que tuvo lugar inmediatamente después de la llegada de los castellanos.

Si se le pregunta a Antonio Suárez, antes de salir a pastorear que de dónde le viene la estirpe, nombra a padres y a abuelos, y de ahí para arriba vaya usted a saber. Desde el otero en el que tiene su gigantesca corrala, justo enfrente de Bahía Feliz, se ve la punta de Maspalomas al sur y hacia el norte casi casi lo que llaman desde hace mucho tiempo, Juan Grande.

El hijo de canarios

Y mirar hacia Juan Grande tiene el mismo efecto que el de una máquina del tiempo. Bentancor Quintana, en su tesis doctoral Los indígenas en la formación de la moderna sociedad canaria, afirma que “hijo de naturales de la isla, Juan habían nacido en 1499, más de 15 años después de finalizada la conquista; su vida transcurrió entre los barrancos y los llanos del sudeste de Gran Canaria ganando su sustento y el de su familia con la explotación de ganados de cabras. El ámbito territorial en que desarrollaba sus actividades no se circunscribió a las tierras que recibió en repartimiento en el barranco de Guayadeque; desde allí pastoreaba sus rebaños por las tierras de Arinaga, Llanos del Polvo, Sardina, el barranco de Tirajana y los Llanos de Juan Grande –cuyo nombre recibe dicho término debido a que fue él quien lo amojonó y cercó-, y extendiendo su actividad pastoril hasta la Charca de Maspalomas, lugar en que los pastores llevaban a abrevar sus ganados y castraban las abejeras salvajes del lugar”.

Mirando de soslayo a Antonio Suárez Perdomo, un señor que lo mismo agarra una ubre con una mano, que el móvil con la otra, en aquél redicho paisaje no puede ser menos que imaginar el mismo tinglado que el de Juan Grande cinco siglos más tarde, pero sin cables, enchufes y ordeñadoras, sin silos de miles de kilos o sin los enormes tanques de agua.

El ganado superlativo

El ganado superlativo

El ganado superlativo

El guineo tendría que ser el mismo. Iguales son los caminos, el paisaje, los quiebros y una dureza de sol y suelo que ya tiene que ser tal para el que propio Antonio la reconozca. “Es la tierra más fuerte para pastores”.

Nacido en lo alto de San Bartolomé de Tirajana, en Lomos de Pedro Afonso, la infancia del pastor fue de la de sin luz ni casi vivienda fija. Como Juan Grande, deambulaba con el ganado, de unas 150 a 200 cabezas, en un “trabajo esclavizado” que lo llevaba según épocas y pastos desde la cueva de Mesilla a Aldea Blanca, y desde Tauro de nuevo a las cumbres. O todo al revés y viceversa.

Aquellos tiempos de cuando era niño los recuerda “con tristeza”, pero no por los padecimientos, sino por la magüa de las conversaciones bajo las estrellas con su padre, su madre y sus seis hermanos, alumbrados por fuegos de leña y jugando a la baraja, o turnándose, un día uno, otro día el otro, para guisar el suero.

Cuando lo relata le brillan de verdad los dos ojos claros que trae de fábrica, porque Antonio Suárez no se ve de medias tintas. Es un todo o nada.

Después de aquella infancia entre cabras, taliscos, terregales, degolladas y precipicios Antonio Suárez, que a día de hoy registra 65 años cumplidos, se ausentó de las cabras, “de ellas”, puntualiza, durante 25 años “y volví”.

De su padre recogió 1.500 cabras, lo que ya es decir, porque 1.500 cabras sueltas ocupan el cauce de un barranco, pero es que Suárez hijo ha llevado el término exponencial al siguiente nivel, y lo que existe dentro de esa gigantesca corrala pero prácticamente invisible desde la costa por el mimetismo de colores son 5.000 cabras, cabra más, cabra menos, “más unas pocas ovejas”, que son 800, que a criterio del técnico de la Consejería de Agricultura del Gobierno de Canarias, Isidoro Jiménez, no es que solo sea el ganado de leche más grande de las ocho islas canarias, sino probablemente de toda España.

Terrenos de realengo

Antonio las pastorea en los mismos terrenos de realengo de hace cinco siglos. Desde lo que hoy se denomina con optimismo Bahía Feliz, hasta Amurga, en tiro casi directo en vertical hacia las alturas, sin obedecer de teniques ni desfiladeros. Si hay que ir, se va, cómo y por dónde sea.

Son las cuatro de la mañana cuando Antonio coge resuello y se levanta de la cama. Una hora después comienza el ordeño del ganado. Quitando a machorras, machos, baifos e inservibles, queda por delante pasar por las ordeñadoras a 3.000 cabezas de ganado, que por cuatro, supone enchufar 12.000 ubres al aparato. El proceso lleva unas largas once horas. Terminarán sobre las tres o tres y media de la tarde, con el apoyo de más de una docena de personas.

En tiempos de lluvias, como los que son el caso, tras extraer más de 700 litros de leche al día, que van para consumo o queso bajo la marca Queso Amurga, que esa es otra, Antonio Suárez las echa a pastorear. Pero no es lo habitual de los últimos años, lo que le supone un gasto en condumio para la tropa del orden de los 60 a 70.000 euros mensuales.

Ahí, en la corrala, se ven los enormes silos donde guarda las golosinas para sus animales, también aparece una caterva de cochinos sueltos a su aire de un lado para otro, y los pavos reales y también pavos de relleno, los del moco, que forman pandillas propias alertando con sus quejidos la presencia de un extraño.

Después del ordeño toca a zafarrancho de combate. Una serie de enrevesadas puertas, vallas, pasadizos y otros misterios van encauzando a las miles de cabras al sitio donde deben estar, según el criterio del pastor, lo que origina persecuciones, sustos, gritos y jase jases, que incluyen carreras tras los baifillos díscolos que dos días después de paridos aún no saben muy bien dónde ponerse.

Por la parte de arriba de la granja, que es la que da a las riscaderas que se pierden a medianías y cumbres, el gigantesco enjambre de cabras se divide en dos grupos de unas 1.500 en cada uno de ellos. Mientras, en parte baja, Luz Verónica Naranjo, la pareja de Ojeda, y sus tres hijos, Madison, Antony y Danna, arrancan el motor de un potente todoterreno de apoyo. Mientras, Antonio una vez organizado el batallón de vanguardia se incorpora a la fiesta. Le da dos patadas al arranque de su moto de trial, se calza un zurrón de piel de cabra a la espalda, da gas y sale pitando. “De chico iba en burro, pero la moto alivia un montón”. A lo lejos, de tantas que son, la isla toda es una cabra.

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