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Arucas

La isla de La Bajilla

El tablero volcánico de la playa de San Andrés es un acuario vivo de quita y pon | Sucursal de San Borondón, dos veces al día no se ve

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La isla de La Bajilla. Andrés Cruz

Cuando Gran Canaria entró en uno de sus fenomenales rebumbios volcánicos la lava rebosaba en cascada por los antiguos cantiles costeros, haciendo hervir al mar cuando chocaban contra el Atlántico y formando lo que hoy se aprecia en buena parte de Costa Lairaga, ese mágico tramo de marisco que abarca desde Bañaderos a San Felipe, de callao y negras arenas peregrinas.

Rebumbio de mar con el potente ascensor del tablero volcánico de Arucas. | | ANDRÉS CRUZ Juanjo Jiménez

Es lo que geológicamente se ha dado en llamar ‘las islas bajas’, una superficie propia de los sistemas geológicos más jóvenes que esconden de vez en cuando a ras del agua en el punto medio entre la pleamar y la bajamar, las traicioneras bajas para embarcaciones, pero que resultan un tesoro de vida natural y un catálogo de charqueo que hacen las delicias de pescadores, niños investigadores de alevines, mariscadores y bañistas del sopita y pon.

La Bajilla, un tablero natural jalonado de recovecos, situada entre Quintanilla y San Andrés, ostenta el nombre de ese tipo de bajas en diminutivo, aunque resulte quizá el más espectacular de esos entrantes al océano, capaz de alfombrar el paso de los exploradores que calzan calamares cuando se retira la marea, en un milagroso caminar sobre las aguas si se ve lo suficientemente de lejos.

Es de imaginar que La Bajilla en tiempos anteriores a la entrada de los europeos sería la capital del embarbascar, el de atontar con leche de cardón y tabaiba a los incautos peces que se quedaban en las marciegas que quedan al oreo cuando el agua se retira. Con un poco de atención se ven gueldes y salgos parvularios, cabosos y crustáceos transparentes que aspiran a gambas, entre cangrejos y mejillones en el lado de rompientes, lapas, burgados…, en resumen, un acuario de lava de quita y pon.

De hecho existe una cita del cronista Abreu Galindo que apunta a esa recolección, pero en formato treta militar, utilizada contra el acoso de los soldados de Diego de Herrera, ya asentando en Lanzarote y Fuerteventura, y que de allí llegaban para incursionar en el norte grancanario: «En una ocasión, cuando vieron venir ciertas barcas, se pusieron muchos canarios en emboscada y los más sueltos o ligeros hiciesen como que estaban mariscando por la costa, algo apartados del puerto, y que cuando desembarcaron los cristianos, huyeron tierra a dentro para atraerlos hacia el lugar donde estaban los demás canarios emboscados, e hicieron presos como a treinta cristianos, y los que estaban en las barcas se volvieron a la mar hacia Lanzarote».

Mal día para ser pulpo, ayer, en La Bajilla de San Andrés. | | ANDRÉS CRUZ Juanjo Jiménez

Después de la ocupación castellana toda esa parte costa fue moneda de cambio de los hitos de conquista, como detona el topónimo Quintanilla, al que se achaca el diminutivo por la propiedad de la familia Quintana, cuyo vínculo fue fundado por María de Quintana, que desciende del conquistador Juan de Quintana Soria a su vez marido de la hija del Guayre, María González Maninidra.

El asunto es que ese tinglado de tierra que queda entre el cantil y la marea fue objeto con el rodar de los siglos de la agricultura de exportación, con fanegas de plataneras en el mejor lugar posible, en la cota cero. Al calor de esos cultivos se llegaron gentes de tierra adentro, que al no tener ni un centímetro terrestre donde vivir para no desperdiciar tierra de labranza en tal estrecho territorio, terminaron por asentar sus viviendas sobre el mismísimo callao, y de ahí la foto de esas casas con la proa al horizonte, con ventanas, patios y azoteas ejerciendo de rompientes, donde cualquier cosa metálica termina rumbienta, por muy inoxidable que aparezca en la factura.

El mar del norte en la abierta desde Bañaderos a San Felipe exige de cierto conocimiento para no terminar en Las Bahamas, y el caso concreto de La Bajilla requiere aún de más datos, dado que, como San Borondón, en marea llena desaparece, salvo poco más que el islote que queda en Peña de la Vieja, el farallón más gordo que se encuentra al final del tablero.

De ahí que el primer paso para entrar con éxito es saber la hora de la bajamar, e ir reculando de popa a medida que va llenando. Pero es Javier Déniz, de La Isleta, y que acude desde que hace 26 años paró por allí y vio este frangollo de maresía el que da más detalle, al punto que se sabe los centímetros que tocan según luna. Ayer, sin ir más lejos, bajaba a 0,85 metros, pero en mareas grandes, como las del Pino, la lámina desciende a apenas 45 centímetros, y entonces coge toda esa inquietante pinta previa al tsunami. «Tocará el 8 de septiembre», añade el amable señor Déniz doctorado en el lugar.

Así va calculando en qué charcos, en que peñas, en qué callao podrá meter el fincho para sacar un pulpo. Asegura que es precisamente en septiembre cuando ‘viene la playa’, es decir, cuando se llena de arena de babor a estribor Quintanilla y San Andrés, cuando hay pulpos tipo kraken.

Y más cosas que hay. Justo detrás de la conversa una vaca marina de color amarillo sale del agua a dos milímetros por hora enfocada a otro charquillo, sin que haya explicación posible para qué tanto esfuerzo jugándosela en la solajera si el charco es idéntico, o peor aún, quedando a la vista de los chinos. «El otro día vino un grupo de chinos y se llevaron vacas de esas. Les pregunté que para qué. Que para hacer sopa, dicen».

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La Bajilla, entre San Andrés y Quintanilla Andrés Cruz

Después están los cangrejos en varios formatos, como el cangrejo blanco canario, que se pesca con una caña fuerte, roma y potente con una poca de calamar en el anzuelo. O la vieja, que tiene en la peña del mismo nombre el mejor echadero. Luego están los caracoles perro, prohibidos para la recolección, pero que están. Y también los marisqueadores furtivos, que nadie pesca con las manos en las lapas porque acuden entre semana, a la sorrúa, ya que al decir del vecindario, «el Seprona inexplicablemente solo viene los sábados y domingos», dejando la veda abierta de lunes a viernes.

Y, para redondear el paisaje también se encuentran Pepa Guillén y Juan Padrón, en realidad, solo sus cabezas, con los cuerpos amortiguados por el agua transparente, arropados en su alucinante pileta en modo flota flota y disfrutando de lo que es prácticamente su impagable patio delantero, dado que viven allí, e ilustrando de más toponimia, señalando al Charco de Los Erizos, el de Los Pulpos, el espectacular y a la vez peligroso bufadero, o la propia versión del ascensor que se encuentra en La Barra de Las Canteras, y que tiene la misma o más velocidad a la hora de subir de piso.

En otro charcón virado a la banda de Quintanilla hay personas de mucho más lejos, pero igual de incondicionales. Isabel Sánchez y Víctor Santana, de Telde, pero que van tan fijo como Javier, Pepa y Juan, «todo el año», eso sí, condicionados por galernas o mareas llenas, que es cuando van igual, «pero nos bañamos a baldes».

El por qué lo resumen por el hecho de «que no somos de arena sino de charcos naturales, así que se dejen por ahí de echar cemento», reivindica Isabel a ras del marisco, flotando sobre tres metros del fondo en otra fantástica cápsula de mar embutida en el océano.

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