Los esqueletos de Guayadeque

Relato de una expedición del Museo Canario promovida por Víctor Grau-Bassas, Gregorio Chil y Naranjo, Vicente Ruano y Domingo del Castillo y Westerling

Foto de archivo de restos humanos de las poblaciones aborígenes de las Islas que se conservan en El Museo Canario.

Foto de archivo de restos humanos de las poblaciones aborígenes de las Islas que se conservan en El Museo Canario. / EFE/ÁNGEL MEDINA

Rafael Sánchez Valerón

El barranco de Guayadeque ha sido el yacimiento arqueológico más rico de Gran Canaria, pero también el más castigado, objeto desde la primera mitad del siglo XIX de un constante saqueo por parte de una población ignorante y de desaprensivos. José Ramírez Ramírez, rico, influyente y controvertido cacique de la oligarquía de Ingenio, nieto del primer alcalde real, acogió y colaboró con los representantes del Museo Canario en la exploración de los yacimientos arqueológicos de Guayadeque en la segunda mitad del siglo XIX.

El cronista que suscribe empezó a conocer el cauce de Guayadeque desde su más tierna infancia, cuando con su padre acudía al paraje de Boca de la Sierra a segar un ojero de pasto y destronchar carrizos que eran trasladados en bestias para alimento de las vacas en su labranza en Ingenio.

Especialmente recuerdo el arrullo del agua que con fuerza bajaba por el lugar, procedente de multitud de nacientes y que, durante siglos, sirvió de motor económico a las poblaciones de Ingenio y Agüimes. Esta esforzada actividad agrícola se compensaba con los paseos organizados por una jarca de chiquillos que, al paso o a la carrera, nos desplazábamos por las tardes para saborear las ricas moras y ascender a las llamadas cuevas de los guanches.

Según pasaba el tiempo, aquellos inocentes paseos se fueron convirtiendo, más allá del simple divertimento, en admiración y estudio de todos los valores que representaba su paisaje, tanto humano como natural, que lo convertían en un lugar singular, mostrando mayor interés por sus recursos hidráulicos y arqueológicos, aparte de su natural belleza paisajística.

Cráneo del Museo Canario, que con una nueva datación ha aportado pruebas  de que los primeros pobladores de Canarias no estuvieron aislados. | | EFE / ELVIRA URQUIJO

Cráneo del Museo Canario, que con una nueva datación ha aportado pruebas de que los primeros pobladores de Canarias no estuvieron aislados. / EFE / ELVIRA URQUIJO

En razón a lo expuesto he tratado re recoger y asimilar cuantos trabajos y estudios se han realizado del lugar y por cercanía, vivencias y acontecimientos personales allí ocurridos, así como de su degradación sistemática a pesar de su especial protección al haber sido declarado Bien de Interés Cultural y Monumento Natural.

Sabido es que buena parte de los objetos expuestos en el Museo Canario sobre los aborígenes isleños (industria lítica, cerámica, indumentaria, tejidos, utensilios, esqueletos…), fueron encontrados en la cuenca del barranco de Guayadeque, la mayoría en las cuevas que existen en su solana y umbría.

Durante siglos, todo este patrimonio arqueológico estuvo sometido al saqueo, expolio y reutilización, tanto del material como de las cuevas de habitación y necrópolis, sin que nadie pusiera coto a tales desmanes. Protegido en la actualidad por disposiciones oficiales, sin embargo, sigue sufriendo atentados de esta naturaleza ante la inexistente o escasa vigilancia de estos lugares.

La custodia, conservación y exposición controlada de parte de este bien cultural, tanto material como bibliográfico, hemeroteca y documentos primigenios, se debe a la existencia de una institución privada de gran prestigio como es el Museo Canario, centro que afortunadamente continúa en la actividad a pesar de las vicisitudes por las que ha pasado.

El yacimiento más sufrido

Desde 1879, fecha de su creación, gracias a la iniciativa de algunos representantes de la burguesía de Las Palmas de aquella época, entre ellos Gregorio Chil y Naranjo, Víctor Grau-Bassas, Agustín Millares, el Museo Canario se ha ido enriqueciendo de aportaciones en la parte expositiva, investigaciones, encuentros, publicaciones, legados y fondos varios que hacen de esta institución una de las manifestaciones culturales más importantes de Canarias, haciéndose constar la importancia de Guayadeque en el contexto general del mundo aborigen, siendo el yacimiento arqueológico más rico de Gran Canaria pero también el más sufrido.

En 1847 fueron entregadas al Museo Canario por Juan del Castillo Westerling las momias de un varón adulto y una niña de corta edad, material que había sido encontrado por personal del Conde de la Vega Grande en Guayadeque.

Con anterioridad a la creación del Museo, el Dr. Chil ya había explorado Guayadeque con ayuda de unos escaladores, descubriendo dos momias en el interior de una cueva, que fueron descolgadas desde gran altura hasta el fondo del barranco.

Cañaveras

En un relato del propio Chil, comenta lo acaecido en 1863, cuando debido al fuerte calor reinante buscaron una sombra bajo una frondosa higuera a la orilla de un arroyo de agua cristalina y abundante donde charlaron con el dueño de aquellas tierras, un viejecito que les hablaba de los enzurronados (nombre que popularmente daban a las momias), y del servicio que hacían en su casa las resistentes vasijas que sacaba de las cuevas, que arrojadas desde lo alto y al caer sobre las cañaveras y luego sobre las piedras no se rompían, además de los cordones de los zapatos que hacía con las pieles de los zurrones, junto a costales y albardas con las telas que envolvían a las momias, las cuales a pesar de su exposición al sol y lluvia durante años no sufrían alteración alguna.

Relataba que las momias se encontraban, unas derechas y arrimadas a la pared con sus garrotes y gánigos al pie, y otras envueltas; muchísimas pieles de colores cosidas, tendidas sobre una tabla de pino con gánigos y garrotes adornados a su cabecera, con el pelo y la barba perfectamente conservados.

Las mujeres con trenzas enlazadas con juncos de colores. También se había llevado quince años atrás muchos zurrones de todos los tamaños, garrotes con puntas de cuernos y cuerdas amarradas a sus extremos, mazas y piedras redondas afiladas como cuchillos, gánigos, cazuelas de varios tamaños, botijos de barro pintados, zurrones llenos de objetos domésticos, gorros de piel de cabrito, jarrones grandes llenos de manteca y otros de madera con miel seca y palos de pino amarrados en forma de telares.          

Una nueva plaga de bárbaros

Con posterioridad a 1840, argumentó Chil, los campesinos sacaban tierra del fondo de las cuevas que se empleaban como guano y que todo había quedado destruido por la ignorancia y por el abandono de las autoridades, añadiendo que las personas ilustradas miraban con desprecio aquellas manifestaciones de la antigüedad y que ya era muy tarde para salvar aquel patrimonio.

El Dr. Víctor Grau-Bassas, como conservador del Museo Canario, planteó la necesidad de organizar expediciones al barranco de Guayadeque para explorar sus vestigios aborígenes ya que en aquella época no se podía esperar que de forma ocasional llegaran objetos de aquel lugar traídos por particulares, atendiendo a que «una nueva plaga de bárbaros domingueros elegían como distracción arrasar sus yacimientos arqueológicos».

Barranco de Guayadeque.

Barranco de Guayadeque. / R. S. V.

 Así lo plantea a la directiva de la joven institución del Museo Canario, después de haber realizado un viaje previo al lugar el 24 de marzo de 1880, acompañado de enriscadores, los cuales lograron transportar en sus propios pantalones cuatro cráneos, fémures, tibias y brazos y la momia de un niño que bajaron a hombros.

Solicitaba la formación de una comisión de tres o cuatro personas para preparar y dirigir las operaciones tendentes a explorar las inaccesibles cuevas que aún quedaban por explorar y a las cuales no habían podido llegar los enriscadores, que contenían gran cantidad de momias, despojos, y objetos curiosos para que pudieran ser trasladados a Las Palmas con «todo cuidado y en las debidas condiciones».

Cuatro miembros destacados del Museo Canario, a la vez que prestigiosos componentes de la burguesía de Las Palmas, fueron elegidos comisionados para organizar la expedición a Guayadeque promovida por Grau: los médicos Gregorio Chil y Naranjo (presidente), Víctor Grau-Bassas (conservador), Vicente Ruano y Urquía (médico, natural de Agüimes) y el oficial Domingo del Castillo y Westerling.

Para cubrir los gastos del viaje y adquisición de los útiles necesarios se asignaron 500 reales de vellón. Se preparó para ello una escala de cuerda con travesaños de madera de 35 metros, 300 metros de cabos anudados por trechos para fijar en ellos ganchos de hierro, un telégrafo de señales, pitos para toques convenidos, estuches de cirugía, vendas y medicamentos, al tiempo que se elaboró un reglamento al que debían someterse, trasladándose aviso a los enriscadores y a dos orchilleros de Lanzarote y Fuerteventura.

 El Dr. Grau y el teniente coronel de Artillería Santiago Verdugo y Pestana se encargaron de los enriscadores, escaladas, registro de las cuevas y catalogación de objetos; Domingo del Castillo de la administración; mientras el Dr. Chil actuaba de escribiente-notario.

Partieron desde Las Palmas un jueves 8 de abril de 1880 a las 20.00 horas en un carruaje con el material y la gente agregada, para llegar a Telde a las nueve y media. Allí se agregó el célebre luchador Juan Jiménez.

Después de una ligera comida y descanso, tomaron café y se cargaron las bestias, partiendo a las cuatro de la mañana en dirección al Ingenio a través de la carretera que en esos momentos se encontraba en avanzada construcción pero alterada por las lluvias recientes que impidieron una normal travesía hasta las cercanías del Ingenio a donde llegaron a las siete de la mañana, pueblo que el Dr. Chil describió de «pintoresca situación y de hermosas vistas».

Allí se dirigió a la casa del rico e influyente propietario y cacique reconocido, José Ramírez Ramírez, al cual solían acudir los oligarcas de Las Palmas para tramitar asuntos diversos relacionados con propiedades, obras e incluso para conseguir que los reconocidos luchadores de la pila del Ingenio acudiesen a Las Palmas para participar en las luchadas que organizaban en un recíproco intercambio de favores.

Fueron recibidos por su esposa y también rica heredera, María Juárez, ante la ausencia de su esposo, poniendo su casa a disposición de los expedicionarios. Seguidamente, continuaron el viaje a Guayadeque por el camino de herradura y el cauce del barranco hasta llegar a una pequeña propiedad, donde se encontraba una cueva que había servido de establo y en la que colocaron las bestias y se alojaron por haber comenzado a llover, estableciendo allí el centro de las operaciones. A esta cueva la bautizaron El Museo en honor de la institución que representaban.

Ante la persistencia de la lluvia el Dr. Grau-Bassas ensilló su caballo y resguardado por una manta continuó el camino acompañado de los enriscadores. Cuando ya no pudo continuar en su montura siguió a pie por una peligrosa pendiente hasta llegar a la primera de las cuevas, continuando la marcha después de almorzar.

En su recorrido por el fondo del barranco saltando los pequeños riachuelos que se formaban y que canalizados regaban los campos del Ingenio, Agüimes y Carrizal, el Dr. Chil manifestó con sentimiento las frecuentes pérdidas de agua por falta de buenas y seguras acequias.

Sacos de huesos

A medida que se examinaban las cuevas empezaron a enviar a algunos enriscadores cargados con sacos de huesos y demás objetos que se habían encontrado, hasta las seis de la tarde que descendieron para reunirse el Dr. Chil con D. José Ramírez, que había llegado desde el Ingenio acompañado de otros amigos, dirigiéndonos todos a la cueva de El Museo, donde Grau dio cuenta de los resultados de la exploración.

La primera cueva explorada a la que denominaron Cueva Tablada se encontraba a la parte izquierda del barranco, la cual, al no estar resguardada de los vientos y las humedades, los huesos y los tejidos se hallaban deshechos.

Los esqueletos revueltos; los de la parte inferior en el piso del enterramiento, sobre los que se habían colocado gruesos tablones de pino toscamente labrados, y encima de ellos otra tanda de huesos.

A corta distancia otra que llamaron Cueva Caída, vacía en el interior donde únicamente se encontró una tapadera de barro. Encima, otra de cortas dimensiones, conteniendo cráneos y huesos que al ser bastante accesible, los pastores la habían destrozado.

Al finalizar el día, después de haber dejado los objetos encontrados en la cueva El Museo, se encaminaron a la casa del anfitrión José Ramírez en el Ingenio donde les fue servida la cena por su esposa.

El Dr. Chil aprovechó el momento para saludar a distintas personas que había operado, mientras Verdugo escuchaba a numerosos colonos de sus tierras exponer sus quejas que, lejos de atenderlas se limitaba a hablar de cuevas y huesos y su interés para el Museo, cuestión que no comprendían ni les interesaba a los atribulados vecinos.

Grau apenas hablaba, limitándose a observar. Todos se retiraron a sus aposentos una vez concluida la cena. José Ramírez no aceptó el ofrecimiento de indemnización por los destrozos ocasionados por las bestias en su propiedad de Guayadeque donde estaba enclavada la cueva El Museo, ofreciendo sus propiedades para servicio de la sociedad.

Al día siguiente volvieron de nuevo a Guayadeque. Subiendo los enriscadores por una intrincada pendiente llegaron al pie del risco donde se encontraba una cueva que no habían visitado.

Después de trepar por las rocas uno de los trabajadores se deslizó con una cuerda hasta su entrada, avisando desde lo alto haber encontrado objetos de importancia. Por una escala atada a la cuerda, el teniente coronel de la expedición asciende a la misma haciendo señales de satisfacción. Posteriormente ascendieron Grau y otros enriscadores. En honor del oficial fue llamada Cueva del Artillero.

Tenía en su interior, hacia la derecha, otra pequeña cueva con salida al exterior y separada de la primera por un muro tallado en la roca que parecía haber estado destinada a depósito reservado, donde encontraron restos mejor conservados. La mayor tenía siete metros de largo por cinco de ancho con una ventana en uno de sus lados con dos poyos de metro y medio de altura.

Las pieles adobadas

Los esqueletos estaban colocados paralelamente, cubiertos con envolturas de juncos, teniendo algunos sobre éstas, otras de piel. Todos los despojos fueron introducidos en sacos y cestas y trasladados luego al pueblo del Ingenio.

Se pasó a la exploración de otra cueva de poca altura, descrita por Grau-Bassas de forma muy pormenorizada, compuesta por dos compartimientos iguales tallados en la roca y sostenidos por tres columnas, donde se comprobó un cierto hundimiento al haberse encontrado algunos esqueletos en la entrada, y otros fuera de ella.

Los cadáveres se hallaban envueltos en tejidos de junco y algunos además en pieles adobadas dispuestos sobre lechos con astillas de tea y sin contacto con el suelo. Debajo de ella había otra que también servía de necrópolis casi a la intemperie por los desprendimientos, momento en que fueron interrumpidos los trabajos al estar la tarde avanzada, por lo que se cargaron las bestias para regresar al pueblo del Ingenio donde pasaron la noche.

Al día siguiente, muy temprano volvieron a Guayadeque para continuar con los trabajos. Verdugo y Grau Bassas subieron por las escalas, mientras que Chil continuó en una cueva ya explorada descubriendo por medio de excavaciones numerosos cadáveres de hombres, mujeres y niños, colocados unos sobre otros del modo más irregular, siendo imposible extraer un esqueleto completo.

A las cuatro de la tarde se dio por concluida las exploraciones y después de dar las órdenes oportunas a los trabajadores para continuar en los mismos, retornaron a Las Palmas a donde llegaron a las diez de la noche.

Dejamos constancia del papel jugado por el ingeniense José Ramírez Ramírez y su esposa María Jesús Juárez y Juárez a quienes el Dr. Chil, propuso que se diera las gracias por su hospitalidad y servicios prestados a la comisión exploradora de Guayadeque y por los ofrecimientos de guardar y custodiar las cuevas que se hallaban sin explorar.