La Provincia - Diario de Las Palmas

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El comercio de toda la vida

Tres décadas de joyas y tradición

El negocio resiste con la venta de piezas de plata, baterías para relojes y alianzas para bodas

Antonio Santana, dueño de la Joyería y Relojería Vegueta Andrés Cruz

La Joyería y Relojería Vegueta cumplió ya treinta años al servicio de los capitalinos y visitantes del casco histórico. Un negocio familiar cuya tradición se acabará cuando se jubile su dueño.

El 10 de mayo de 1992 se inauguraba en la calle Reyes Católicos número 32, en Las Palmas de Gran Canaria, la Joyería y Relojería Vegueta. Un negocio que abrió Antonio Santana Moreno en una esquina de la vía principal del barrio antiguo tras 16 años de dedicación al oficio de joyero.

El también relojero decidió elegir Vegueta para montar su tienda ya que, pese a haber nacido en el barrio de San José, ha pasado toda su vida en el casco histórico. Su padre tenía un taller en la plaza de Santo Domingo y fue allí donde empezó la tradición familiar comandada por su progenitor.

Con la muerte de su padre en 1969 el negocio quedó en manos de su tío quien le enseñó el oficio a él. Antonio tenía 14 años cuando se inició en este mundo. Aprendió a crear y reparar joyas, lo que le llevó a montar su joyería cuando contaba con 37 años. 

Al principio el negocio que montó él solo, según cuenta, iba «muy bien». «La joyería funcionaba muy bien porque teníamos un taller propio y arreglábamos las piezas nosotros mismos», relata.

Antonio Santana aprendió el oficio con 14 años y a los 37 montó su local en el corazón de Vegueta

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«Teníamos buenos precios y nos fue bastante bien, trabajábamos mucho y se vendía muy bien, pero con la crisis empezó a bajar un montón», lamenta, a la vez que relata que en antaño la calle Reyes Católicos era «buena, pasaba mucha gente, pero ahora ha perdido mucho».

 Aunque actualmente está «escapando como todos» porque sostiene que con la llegada del carril bici y la pandemia, la situación se le ha complicado. «Fuimos saliendo para adelante cuando nos permitieron volver a abrir tras el confinamiento, no hay de otra», señala.

Además, «el oro está muy caro, ya no se vende como antes. La gente tampoco arregla joyas como en antaño», con lo cual, a su juicio, «está muy floja la cosa». Los trabajos de taller que más tiene en la actualidad se basan en el cambio de las baterías de los relojes, reparaciones de cadenas, sortijas, alianzas, todo lo que engloba arreglar joyas.

Antes, cuenta, vendía «muchas gargantillas, collares, esclavas, piezas grandes que era lo que le gustaba a la gente». Pero, con el tiempo y la disminución en el poder adquisitivo ha hecho que sus productos más vendidos sean alianzas, detalles para primera comunión y pendientes para niñas pequeñas. También, prefieren, añade, la plata que otro material ya que es más asequible. El mercado ha cambiado y este metal le ha ayudado a ir «escapando». «La gente compra lo esencial, no es como antes», insiste.

El joyero también rememora que su oficio era más difícil cuando comenzó y es que «no existían los mismos medios que ahora». En la actualidad, hay muchas piezas que le salen más económicas si las compra porque vienen de fábrica, pero, generalmente, sus productos son hechos a mano, en especial cuando se trata de alguna joya personalizada.

El relojero cuenta que cuando abrió el negocio vendía «muchas gargantillas, collares y esclavas»

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«No se puede competir con las máquinas que hacen muchas piezas al momento, por eso hay cosas que valen la pena hacer como algo personalizado a una medalla que suelen venir hechas de fábrica y que hacen muchas gracias a un molde», reseña. Sin embargo, destaca que su oficio le permite no depender de nadie, ya que tiene la capacidad de elaborar sus propias piezas.

Este rincón situado en el corazón del barrio antiguo no ha perdido su esencia y es que, aunque no tiene muchos metros cuadrados y un amplio espacio, es un lugar donde aún se realizan piezas a mano, más cercana con la clientela y sin la apariencia de un comercio de lujo. Quizá eso es lo que le ha permitido mantener a su clientela a través de los años ya que, Santana relata, que quienes le compran o le solicitan un servicio son -generalmente- personas que ya le conocen por su trabajo. «Esto es más una joyería taller», recalca el relojero.

Antonio no ha estado solo en este reto de tener un negocio. Su mujer María Dolores Ramos Lasso le ha acompañado y ayudado en diversas labores de oficina, como el contacto con los proveedores.

La tradición se romperá cuando Antonio se jubile ya que sus tres hijos se han dedicado a otras profesiones y no tienen intención de mantener la tienda. Sin embargo, pese a sus 67 años, el joyero no tiene fecha para dejar de dedicarse a crear, reparar y vender joyas de varios materiales y relojes. «El día en que diga: hasta aquí llegué, tendré que cerrar la joyería, porque no hay quien siga tras de mí», matiza.

Dar este paso no ha sido nada fácil para el joyero. «Esto es un reto que hay que marcarse, hay que trabajar y trabajar. Al principio es duro. Yo sentí un poquito de temor cuando comencé porque todo lo nuevo es un riesgo y pensaba en que podría no salir bien», recuerda, al tiempo que hace una mirada al presente y destaca que al final, treinta años después, aún está su negocio en pie.

«Gracias a Dios he conseguido vivir bien de la joyería, por ahora. Es un oficio que me gusta, lo aprendí de pequeño y además es parte de una tradición», enfatiza.

«Hay que trabajar y duro», sentencia, al tiempo que añade que no se atrevería a montar un negocio en esta época «y en esta calle menos, porque ha perdido mucho». Mientras, sigue con la venta de joyas, la creación de diseños personalizados, cambio de batería para relojes, reparaciones y demás servicios de relojería y joyería hasta que un día decida echar llave a este negocio que ha acompañado a los capitalinos desde hace tres décadas.

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