El bar El Bote celebra su aniversario: 25 años a flote

El local mantiene la filosofía de sus inicios en una nueva etapa en la que debe hacer frente a la inflación y los cambios de hábitos de consumo

Personal y arrendatarios del bar El Bote.

Personal y arrendatarios del bar El Bote. / Juan Carlos Castro

Iván Alejandro Hernández

Iván Alejandro Hernández

Unas letras rojizas fijadas en una piedra escondida en uno de sus recovecos marcan el día en el que el bar El Bote abrió sus puertas: 26-11-1998. La militancia de izquierdas, la influencia de las herriko tabernas vascas y la música (que apenas suena) marcaron unos boyantes primeros años. Hoy, dos de esos clientes asiduos de su característica barra roja, mantienen intacto uno de los espacios más emblemáticos de la ciudad.

En el principio era la política. Hace 25 años que el bar El Bote comenzó a navegar en la esquina entre las calles Cebrián y Eusebio Navarro, empujado por los bulliciosos movimientos sociales de izquierdas de la década de 1990 en Las Palmas de Gran Canaria. Su embrión empezó a tomar forma años atrás en el local social el Bote Santa Catalina de Vela Latina, en la zona portuaria, donde Canarias Alternativa organizaba charlas amenizadas por una barra. De este espacio surgieron cinco socios que un jueves del mes de noviembre de 1998 abrieron una pequeña pieza de la historia de la ciudad. 

“Todo el mundo conocía aquello como el bote porque estaba lleno de trofeos y de fotos de la vela latina”, recuerda Norberto Fresno, uno de los fundadores del bar que militaba en Canarias Alternativa. Cuando el local cerró, se reunió con Juan Antonio Sarmiento, Heriberto Dávila, Conrado Almeida y Lorenzo Juan de la Hoz en el mismo momento en el que se traspasaba el antiguo bar Espada. Y lo convirtieron en El Bote. 

Herriko Taberna

“Para nosotros, Euskal Herria era un referente y este bar tiene mucho de herriko taberna. Buscábamos un lugar donde la gente se encontrara, donde se hablara de política, donde la música no fuera la protagonista, que se hiciera más que se escuchara”, explica Fresno. Como anécdota, cuenta que las mesas están calcadas directamente de El Guincho.

La materialización de esa idea se hizo real gracias a la colectividad. “Sin el apoyo de Canarias Alternativa no hubiese sido posible”, asegura Fresno. Cada uno de los socios puso un millón de pesetas, a los que se sumaron préstamos familiares o de amigos. No se cobraba hasta que se pudiese devolver todo lo adeudado. “Siempre fue una empresa en la que no existía la posibilidad de tener beneficios si no trabajabas”, añade

Propietarios y personal de El Bote.

Propietarios y personal de El Bote. / Juan Carlos Castro

La filosofía de gestión del bar también bebía mucho de la militancia. No había un jefe, las decisiones se tomaban cada semana de manera asamblearia entre los socios y ninguno estaba atado. Heriberto Dávila fue el primero en marcharse, a los pocos meses, y le siguió Conrado Almeida, año y medio después. Posteriormente, entraron Víctor González, Armide Santana y Antonio Luis Hernández. “Lo que valorábamos de los socios era que fueran capaces de tomar decisiones conjuntas”, cuenta Fresno. 

“Entendimos que la manera de organización interna es una manera de hacer política. La manera de tratar al personal es una manera de hacer política. Con los años entendimos que la seguridad social es un invento revolucionario. Ha habido ciertos acuerdos básicos que han sido la seña identitaria del local y yo creo que lo siguen siendo: si no te da para pagar a los currantes, cierra. No pagues a dos pavos la hora. En esto siempre hemos sido bastante cabales”, expone Fresno. 

Cuando rememora esos primeros años, también le viene a la cabeza un nombre: Rosa Delia Artiles Suárez. La propietaria y arrendadora, que vivía en el piso de arriba de El Bote. "Era nuestra defensora en el barrio, una mujer que se merece mucho. Era muy culta. Se recogieron firmas para que no abriéramos y ella desde el inicio empezó a enemistarse con mucha gente por defendernos. 

Operación bloque

La apertura de El Bote coincidió cuando el entonces alcalde José Manuel Soria (1995-2003) inició la mayor cruzada contra el ocio nocturno de la historia de la ciudad: la Operación Bloque. Por decreto, el Ayuntamiento tapió con cemento un buen puñado de establecimientos aduciendo que incumplían horarios o generaban molestias a los vecinos. “Se cargó la zona del puerto y se crearon muchos bares, como El Flechillo o Fetén”, alude González.

El Bote esquivó las expeditivas acciones de Soria porque, según Fresno, siempre trataba de respetar los horarios y el aforo. “El bar abrió lleno. Un jueves, a las ocho de la tarde. Tuvimos visita de la policía esa misma noche, pero todo fue bien. Éramos un bar modesto e intentábamos empatizar con los vecinos. Entendemos que generamos molestias y nunca hubo incumplimientos”, detalla. 

Cierre el día de La Rama

El cierre se hacía 50 minutos antes de lo permitido, a la 1.30, que se alargaba hasta las 2 de jueves a sábado. Incluso se apostó por abrir durante la mañana, pero la clientela no demandaba desayunos. Nunca cerraba, a excepción de un día al año: la fiesta de La Rama de Agaete, para la que llegaron a poner guaguas.

Al principio se hizo una tímida apuesta por la música en directo, pero rápidamente vieron que era inviable y el equipo con el que contaba para reproducir canciones servía más a la cocina para aislarse del guineo del bar que para la propia clientela. “Pero es curioso, porque había mucha clientela de músicos”, recalca Fresno. Era una imagen habitual de El Bote ver a gente cantando o tocando las guitarras y timples.

La política o la acción social ya no eran el leitmotiv, como en el local que estaba en la calle de Mariana Pineda, pero seguía estando presente por la clientela vinculada a la militancia y algún acto o reunión que se celebraba. Se crearon sinergias con otros locales de la zona, como la cafebrería Esdrújulo, del que El Bote guarda su cartel y que ahora es el café D’Espacio. “Cuando abrió el Esdrújulo fue como una bendición para nosotros. El Bote era un lugar de encuentro y el Esdrújulo asume toda esa acción social”, precisa Fresno. 

De izquierda a derecha: Norberto Fresno; Víctor González; Pablo Socorro; Armide Santana y Fernando Miranda.

De izquierda a derecha: Norberto Fresno; Víctor González; Pablo Socorro; Armide Santana y Fernando Miranda. / Juan Carlos Castro

Crecimiento

En un tiempo récord saldaron sus deudas y empezó una época boyante. El Bote llegó a vender, además de ingentes cantidades de cerveza, tres cajas de ron a la semana, algo impensable en la actualidad, cuando llegar a cuatro botellas a la semana es todo un logro. “Nos damos cuenta de que El Bote es un buen negocio, que funciona y empieza a permitirnos tener la vida que cada uno quería. Este bar ha pagado hipotecas, ha financiado estudios o viajes. Con veintipocos años que teníamos todos, sirvió para tener el modelo de vida que cada uno quería”, cuenta Fresno.

Entonces, los socios ampliaron sus horizontes y abrieron tres nuevos locales: La Buceta, La Tercera y el Mojo Club. Este último marcaría un cambio de rumbo del proyecto inicial: de ser un grupo de colegas que trabajaban juntos pasaron a una formalización más empresarial.

“A partir de ahí, comienza un trabajo que es de encargado de bar, que es distinto. Los que estaban en El Bote ponían copas o limpiaban el baño; en el Mojo había que contratar y gestionar más personal, desde los camareros, los porteros, técnico de sonido hasta los músicos; además, tienes otro horario, hasta las 6 de la mañana, lo que implicaba llegar a tu casa a las 7.30”, detalla Fresno, que añade: “El Bote era una empresa de cinco o seis colegas y llegamos a tener 38 o 40 trabajadores cada fin de semana”.

Crisis de 2008

Durante los primeros años, los dos locales, El Bote y el Mojo Club, funcionaban a pleno rendimiento y daban beneficios, pero la crisis económica de 2008 resquebrajó los planes. A ello se sumó la laxitud del Consistorio ante el botellón o la venta de alcohol en la Plaza de la Música. “Abrir el Mojo un viernes costaba 1.500 euros. Si la gente se bebía la birra a un euro fuera y entra a bailar, pues no daba”, lamenta Fresno. Tampoco jugaba a favor el peso del ritmo de vida nocturna en los socios, que ya comenzaban a contar con proyectos de vida personales ajenos a los negocios.

En 2014 se separaron los caminos: uno de los socios se marchó, dos se quedaron con El Mojo y Fresno, González y Santana, volvieron a El Bote. “Queríamos volver a una cierta tranquilidad, a evitar los cierres a las 7 de la mañana, tener que gestionar porteros o plantillas de mucha gente”, expone Santana. El consumo de la clientela también cambió, ya no se vendían tres cajas semanales de ron, los ingresos bajaron y comenzó a rondar la idea de dejarlo. "Se traspasa este bar", titulaba una publicación El Bote en sus redes sociales a inicios de 2020. Pero pocos meses después llegó la pandemia y tuvieron que seguir remando un poco más. "Fue una putada. Para nosotros y todos los negocios. El confinamiento fue terrible", dice González.

Publicación en redes sociales de El Bote.

Publicación en redes sociales de El Bote. / LP/DLP.

El relevo

Con la incertidumbre que generaban las restricciones cambiantes para los negocios de hostelería, dos jóvenes clientes asiduos de El Bote de la última generación de la militancia en Canarias Alternativa, (que luego pasó a ser Accionenred-Canarias y ahora La Colectiva), quisieron evitar que el bar que tanto les había dado cayera en las manos equivocadas. Fernando Miranda y Pablo Socorro se endeudaron para ser los nuevos propietarios a partir de agosto de 2021 y continúan con el negocio prácticamente con la misma filosofía con la que comenzó, dejando intacta su decoración.

Miranda, que abrió su tienda No Fun Récord, dedicada a la venta de vinilos, durante la pandemia, no esconde que la motivación principal para ponerse detrás de la barra era “puro romanticismo”. Socorro, que en 2014 presentó su trabajo de fin de grado sobre el movimiento anti-OTAN en Canarias, precisamente, en El Bote, ahonda que “en el bar se vivía un proceso de politización brutal. Incluso más que en las asambleas o las reuniones, porque también te encontrabas con gente de otros espacios políticos. Aunque se conocían desde la infancia, ambos cuando que su amistad se forjó en ese bar, alargando las discusiones en las que no se podía profundizar durante las asambleas.

Fue una bendición que cayera en manos de Fer y Pablo”, apunta Santana. “Eran el estereotipo del cliente del bar y lo entendían como nosotros lo habíamos entendido, fue un regalo. Con ideales políticos afines, decidieron mantener el mismo espíritu y no convertirlo en otra cosa”, añade González.

Fernando Miranda y Pablo Socorro; tras la barra, el personal de El Bote.

Fernando Miranda y Pablo Socorro; tras la barra, el personal de El Bote. / Juan Carlos Castro

Cuando El Bote, al igual que otros negocios de hostelería, fue recuperando poco a poco la normalidad tras la pandemia, los hábitos habían cambiado. “Empezamos a tener problemas”, dice Miranda, porque “pasó de ser un local en el que estabas de pie en cualquier hueco a que si no había asiento libre, te ibas del bar y eso ha sido un cambio drástico en el modo de consumo”.

La mayor fuente de ingresos pasó a ser la cocina y ahora,“la inflación es el principal problema”, indica Socorro. Miranda lo ilustra con cifras: “Hace dos años, en la compra en Macro me gastaba 170 euros y ahora me gasto 400 euros comprando casi lo mismo”. Y esto apenas ha tenido repercusión en los precios.

Un tiempo diferente

También ha cambiado ese cariz político y social de los inicios de El Bote, pero tanto Socorro como Miranda, así como los antiguos propietarios, ven una causa: “Quizá porque los tiempos también son así”. Tampoco suenan casi las guitarras. Pero sigue en la pared la afición del CD Tenerife con la bandera de las estrellas verdes cuando el equipo jugó en el estadio Insular; también Lenin o Fernando Sagaseta, junto a Salvador Allende y Pablo Neruda, que conviven con la Virgen de Guadalupe, Kortatu o El Acorazado Potemkin.

“Creo que hemos sabido conectar con la gente joven universitaria porque este es un bar que tira mucho de ese público. Un bar es para la gente joven y queremos que siga siendo ese espacio político que era antes (...) también hemos puesto una barra para favorecer esa costumbre perdida de estar de pie”, concluye Miranda.