Crónicas de un rompesuelas

Serán ceniza, mas tendrá sentido

Un paseo mientras se extendía la noticia del fallecimiento de Jerónimo Saavedra resucitó el recuerdo de otra muerte relacionada con un momento estelar de su vida

Edificio Guanarteme, situado en Luis Doreste Silva con Juan XXIII. | |

Edificio Guanarteme, situado en Luis Doreste Silva con Juan XXIII. | | / José Carlos Guerra

Fabio García

Paseábamos por Ciudad Jardín cuando nos enteramos de la muerte de Jerónimo Saavedra.

-¡No es posible! –exclamé–, hablé el domingo con él, y quedó en llamarme en unos días.

-Son cosas que pasan, la muerte suele sobrevenir inesperadamente –respondió mi acompañante.

-Es cierto –añadí–, nadie sabe cómo ni cuándo morirá.

-No siempre es así –replicó él–, hay quienes no sólo conocen la fecha en la que abandonarán este mundo sino cómo lo harán. De hecho, muy cerca de aquí vivió una de esas personas.

Entonces me llevó hasta al cruce entre Juan XXIII y Luis Doreste Silva y señalando a un edificio que hacía esquina dijo:

-Aquí vivía Felipe Rodríguez Rivero, un viejo amigo mío y de Jerónimo. Era un brillante abogado, primero de su promoción, muy vinculado al presidente del Cabildo, Matías Vega Guerra, que a comienzos de los sesenta se vio envuelto en un pleito cuyos detalles desconozco. Corrió el rumor, aunque no sé si es cierto, de que fue acusado de vender El frontón.

-¿El edificio diseñado por Marrero Regalado en la calle León y Castillo?

-Ese mismo.

-¿Era de su propiedad?

-De ningún modo.

-Entonces cometió una estafa.

-No conozco los detalles del caso, pero lo cierto es que fue algo tan grave que decidió poner tierra por medio, o mejor dicho agua, porque una tarde se embarcó en un barco inglés rumbo a Londres llevándose con él a su joven amante de dieciséis años, Juan Goudemar Catalá.

-¿Y sus padres lo dejaron?

-Por supuesto que no, en cuanto se enteraron fueron rápidamente al muelle para impedir la fuga de su retoño, pero cuando llegaron hacía tiempo que el barco había zarpado.

-¿Qué hicieron en la Inglaterra de los alegres sesenta?

-Estar de paso, pues de ahí se marcharon, como tantos canarios, a Venezuela aprovechando que su buen amigo Matías acababa de ser nombrado embajador de España. No sé si le ayudó, pero se dedicó a administrar una cadena de supermercados cuando estos estaban tan llenos como los estómagos de los venezolanos de lo ricos que por aquel entonces eran.

-Tras la muerte de Franco y la prescripción de su causa, la pareja regresó a esta ciudad, donde Felipe se afanó por rehabilitar su nombre y tras lograrlo, su sagacidad y contactos le llevaron al aeropuerto donde se convirtió en el encargado de dirigir los negocios anexos al edificio, como cafeterías y tiendas, o algo parecido.

El mismo día que Jerónimo Saavedra era investido presidente de Canarias, su amigo Felipe Rodríguez Rivero se lanzaba desde un séptimo piso

-Y fueron felices y comieron perdices –apostillé.

-Todo lo contrario, meses después de regresar, Juan, que ya había cumplido los treinta, enfermó y tuvo un final desastroso.

-¿De que murió?

-No lo recuerdo, pero fue una muerte espantosa, sufrió grandes hemorragias. Felipe quedó destrozado y hasta se atrevió a figurar en la esquela que publicó la familia de Juan, un detalle que en aquella España en la que la homosexualidad aún constituía un delito no era habitual.

-¿Cómo aparecía en ella?

-Tras los nombres de sus familiares venía la frase: ‘y su entrañable compañero Felipe Rodríguez Rivero’ lo cual dio mucho que hablar.

-¡Qué osado!

-Es verdad, pero a partir de entonces Felipe cayó en una depresión que durante siete años lo arrastró como en una espiral descendente hacia un infierno peor que el de Dante. Algún que otro domingo íbamos a almorzar juntos y de vez en cuando por las tardes lo paseaba en coche. Una vez comenzamos a hablar mientras abandonábamos Las Palmas y sin darnos cuenta acabamos dando la vuelta a la Isla.

-Supongo que tu terapia serviría de algo.

-¡Qué va!, en los últimos años repetía una y otra vez su intención de suicidarse. Normalmente cuando oyes eso no lo tomas en serio, piensas que quien mucho dice poco hace, pero durante el verano de 1983, cuando su salud mental empeoró gravemente, empecé a acompañarlo casi a diario en vista de que su situación no mejoraba. Continuamente hablaba del suicidio y cuando oyó anunciar la investidura de Jerónimo como primer presidente de Canarias empezó a decir que ya lo tenía todo planeado: cuando su amigo empezase una nueva vida él pondría fin a la suya.

-¿Y qué hiciste?

-Confieso que me reí, estaba convencido que jamás tendría el valor de hacerlo y tan sólo hablaba por hablar, llevaba años amenazando con lo mismo.

-¿Cuándo fue investido Jerónimo?

-El sábado 11 de junio de 1983. Recuerdo que aquella tarde ofreció un cóctel en el Hotel Santa Catalina al que fui invitado. Justo en el momento en que ambos brindábamos, nuestro amigo se lanzó desde el balcón de su vivienda en el séptimo piso del edificio Guanarteme –dijo señalándolo con una mano temblorosa.

-Debiste quedarte de piedra.

-Así, es, pero lo más sorprendente fue que al día siguiente aparecieron varias esquelas, y al parecer, la que ocupaba la mitad de la última página del periódico, que son las más caras, la había llevado personalmente al periódico un día antes, como tantas veces aseguró que haría.

-¡Qué sangre fría!

-Tanta tuvo que hasta organizó su entierro y misa en el Cementerio de San Lázaro haciéndose pasar por un hermano del difunto.

-¿Y por qué precisamente en San Lázaro?

-Porque allí yace el amor de su vida.

-¡No me digas que están enterrados juntos!

-Lo intentó, pero no pudo, al compartir un nicho con otros parientes. Así que se conformó con comprar la sepultura más cercana.

-Curiosamente –comenté–, diecisiete años después, Jerónimo también sufrió la muerte de su compañero sentimental, Sebastián Placeres, que jamás superaría. Pero a diferencia de Felipe nunca pensó en quitarse la vida pues ningún masón puede tomar lo que no le pertenece. Por eso los miembros de esa fraternidad están en contra de la pena de muerte y el suicidio.

-Sin embargo él y Felipe tenían algo en común –contestó mi acompañante.

-¿El qué?

-Que el amor que sentían por Juan y Sebastián superó la muerte de ambos, y por eso, como decía Quevedo: serán ceniza, mas tendrá sentido; polvo serán, mas polvo enamorado.

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