Crónicas de un rompesuelas

A tumba abierta

La tumba donde descansa Cristóbal del Castillo Manrique de Lara oculta un secreto aún más impresionante que el mausoleo que lo alberga

Sepulcro de Cristóbal del Castillo Manrique de Lara en el cementerio de Vegueta.  | |

Sepulcro de Cristóbal del Castillo Manrique de Lara en el cementerio de Vegueta. | | / Andrés Cruz

Con sólo dar unos pasos, abandonamos la ciudad de los vivos para entrar en la de los muertos, y antes de que pudiera darme cuenta, estaba, literalmente, con un pie en la tumba, pero no sobre una vulgar lápida de piedra, sino sobre uno de los más bellos panteones de la vieja necrópolis, pues ante mí se alzaba un magnífico mausoleo en mármol.

En su parte inferior, dos coronas fúnebres flanquean un epitafio que reza así: «Aquí yacen los restos mortales del Excmo. Señor Don Cristóbal del Castillo y Manrique de Lara, Caballero de la distinguida orden militar de Calatrava, de la Real Maestranza de Sevilla y gran Cruz de la de Isabel la Católica. Falleció a los 52 años de edad el día 28 de febrero de 1871».

Tras hacer cuentas exclamé:

-¡Eso significa que hoy es el centésimo quincuagésimo tercer aniversario de su fallecimiento!

-Por qué crees si no que he comprado este ramo –respondió mi acompañante mientras depositaba las flores en su parte central, presidida por un sarcófago de patas de león, cubierto con motivos vegetales y un crismón sobre el que sobresale un gran medallón con el busto del difunto rematado por un frontón semicircular con un reloj de arena alado, emblema de la fugacidad de la vida. En los laterales, una pareja de ángeles custodia el panteón portando como armas contra la muerte dos símbolos de la pasión y resurrección de Cristo: el cáliz y la corona de espinas. Pero no son los únicos espíritus celestes que decoran aquel mausoleo, pues lo preside otro, que desde su cúspide contempla el cielo a la espera del fin de los tiempos con el libro de la vida en una mano y la trompeta del juicio en la otra.

-Este mausoleo fue diseñado por Manuel Ponce de León y realizado en Italia con mármol de Carrara a petición la viuda del interfecto, Luisa Manrique de Lara del Castillo, que como puedes ver yace a sus pies –dijo señalando una lápida a mi derecha– mientras que bajo los tuyos está la del arcediano de la catedral, Juan Casañas de Frías.

Inmediatamente me aparté de la lápida que cubría aquellos restos al tiempo que preguntaba:

-¿Y qué hace aquí el cadáver de un archidiácono que a juzgar por sus apellidos no tenía parentesco alguno con el finado?

-Quizás se deba a que el padre legal no siempre coincide con el biológico –respondió con una mirada maliciosa que daba a entender más de lo que debía.

-¿Estás insinuando lo que creo?

-No lo insinúo, lo afirmo. Todo comenzó cuando Francisco Manrique de Lara, natural de Las Palmas, dio el braguetazo casándose con la hija única del coronel Agustín de Cabrera y Béthencourt, gobernador militar de Fuerteventura, motivo por el cual se trasladó a vivir a La Oliva donde formó una familia. Buscando la mejor educación para sus hijos, trajo a varios profesores de su ciudad natal, uno de ellos este Juan Casañas Frías, de origen herreño, que vivía en la calle Torres con sus parientes, también clérigos.

-Lo que aquel atento padre desconocía –continuó–, era que estaba metiendo a un zorro en el gallinero, pues a pesar de su condición de eclesiástico, este Juan era todo un donjuán que enseñó algo más que latín a la más bella de sus alumnas, Elvira Manrique de Lara y Cabrera. Así que, una vez embarazada, sus padres la casaron rápidamente con un hermano del Conde de la Vega Grande, Diego del Castillo Bethencourt, un gran militar, antiguo cadete del Regimiento de la Princesa, Guardia de Corps de Carlos IV y héroe de la Guerra de la Independencia que había regresado a la isla para ocupar el cargo de coronel de las milicias en el Regimiento Provincial de Telde.

-Entonces supongo que para evitar un escándalo nadie más que Juan, Elvira y sus progenitores sabría que el padre de la criatura no era su marido.

-En efecto, pero a pesar de ocultárselo –añadió señalando el sarcófago–, Cristóbal del Castillo Manrique de Lara acabó sabiendo que el autor de sus días había empuñado la cruz en vez de la espada.

-¿Cómo lo averiguó?

-Cuando se encontró con la sorpresa de que el arcediano, antes de fallecer, había hecho algo insólito, dejarle en herencia la casa de doña Luisa situada en la plaza homónima de la Atalaya. Por eso, muchos años después, pidió a su esposa ser enterrado junto a él en la iglesia que, tal como consignó en su testamento, había de levantarse en el Parque San Telmo con los fondos de su legado.

-¿Y que hace en este cementerio?

-En 1874, cuando el mausoleo llegó de Génova, se depositó provisionalmente aquí para que en su día se trasladara de manera definitiva al interior de una capilla de aquel templo que como te dije la semana pasada jamás llegó a erigirse.

-¡Y sigue aquí siglo y medio después!

-Pero eso no es lo peor. Al principio estuvo a merced de la acción destructiva del océano.

-¿En el cementerio?

Cristóbal del Castillo Manrique de Lara salvó el cementerio de Las Palmas, más conocido popularmente como el cementerio de Vegueta, del abandono al que todos lo habían condenado

-Es que originalmente las olas rompían contra este muro, por lo cual hubo de ser resguardado del mar protegiéndolo con una especie de capilla de mampostería. Aquel apaño favoreció su conservación hasta que la construcción de la Avenida Marítima alejó este cementerio de mármoles blancos de aquel otro de aguas azules que acoge aún más cadáveres sin nombre, aunque para entonces la capilla se encontraba en tal estado de abandono que se había convertido en una pajarera a la que acudían a anidar las aves, así que hubo que demolerla.

-Entonces no debería estar aquí –dije con todo indignado.

-Sí, pero resulta toda una ironía del destino que haya acabado precisamente en este cementerio, pues si este jardín del sueño eterno ha sobrevivido hasta la actualidad ha sido en gran medida gracias a él.

-¿Pero qué estás diciendo?, ¿Quién iba a atreverse a trasladar una necrópolis?

-¿Y por qué no?, ¿cuántos camposantos no se han destruido para dar paso a carreteras o edificaciones y los restos que albergaban han acabado arrojados a una fosa? ¿Dónde están los pequeños cementerios que, antes de este, flanqueaban los templos de nuestra ciudad? Hasta la Alameda de Colón estaba llena de tumbas.

-¿Y qué fue lo que hizo para salvarlo?

-Siendo alcalde, en febrero de 1859, abordó el problema de la falta de espacio del cementerio y su progresivo abandono sacando un determinado número de nichos a la venta a un precio asequible a las personas menos acomodadas con el propósito de aumentar el número de inhumaciones y de ese modo promover su cuidado por parte de sus nuevos propietarios. Esta iniciativa contó con la aprobación casi unánime de toda la ciudadanía pues tan sólo dos meses después el ayuntamiento había recibido un elevado número de solicitudes para hacerse con esta forma de enterramiento, por aquel entonces tan novedosa y controvertida como lo sería posteriormente la incineración. La cantidad recaudada fue empleada para financiar las obras necesarias para la recuperación del camposanto de manera que de no haber sido por él probablemente este oasis de paz en medio del asfalto hubiera acabado secándose.

Nos marchamos de allí con el orgullo y la indignación de comprobar que en el aniversario de su muerte habíamos sido los únicos en acudir a perpetuar la memoria de este insigne patricio cuyo panteón yace olvidado en un ángulo de aquel camposanto que había salvado del mismo abandono al que sus conciudadanos lo habían condenado a él.

Suscríbete para seguir leyendo