Crónicas

El décimo vástago

Cualquier nacimiento es un hecho extraordinario que merece la pena recordar, especialmente si el neonato era alguien fuera de lo común

Sebastián Pérez Macías.

Sebastián Pérez Macías. / La Provincia.

Era una tarde del diez de mayo cuando tocaron en casa de Sebastián Pérez Macías.

El agudo tintineo de la campanilla de la puerta resonó a través de la vivienda estremeciendo a su habitantes, que desde hacía horas permanecían sumidos en un silencio sepulcral, porque en un catre de tijera del cuarto de servicio una mujer estaba a punto de dar a luz.

Aunque pueda parecer extraño, no se trataba de ninguna criada, sino de la señora de la casa, pues como era costumbre en las islas, la parturienta no solía alumbrar en su alcoba.

Hasta entonces, lo único que había roto el mutismo reinante eran sus gritos, acompañados por el paso atropellado de su criada, Teresa Robaina, que en el piso de arriba seguía las órdenes de la matrona y periódicamente corría escaleras abajo a llenar la palangana de agua caliente con la que empapar los paños que ponía sobre su vientre para calmarle el dolor.

Sebastián fue a abrir la puerta esperando encontrarse a un familiar de su esposa, que se habría acercado, previsiblemente, para darle la enhorabuena antes de lo previsto, pero su sorpresa fue mayúscula, pues delante suya no se encontraba ningún pariente, vecino, ni tan siquiera algún habitante de la ciudad o isla, sino un antiguo compañero de armas.

Hacía décadas que no veía a aquel hombre y sin embargo no lo había olvidado, de hecho lo reconoció al instante, lo habría distinguido entre una multitud. Siempre le pareció un personaje bastante extraño, que por las noches, alrededor del fuego del campamento, se vanagloriaba de haber servido en el ejército enemigo, durante la campaña de Egipto, y haber dormido en el interior de la Gran Pirámide, donde había aprendido secretos ‘que sobrepasaban la imaginación de Mozart y Cagliostro’.

A Sebastián todas aquellas historias siempre le parecieron las típicas fanfarronadas que los militares suelen contar para darse importancia, pero se quedó helado en cuanto aquel hombre lo abrazó, y le felicitó tras besarle en cada mejilla.

Sebastián miró a ambos lados de la calle estrecha y empedrada, que en su lado izquierdo tenía una zanja para conducir las aguas, asegurándose que aquel extraño individuo había venido solo.

Su casa, de dos plantas, ocupaba un modesto espacio en una vía sin importancia de la ciudad. Era de fachada estrecha, con tres ventanas, presidida por un balcón con celosías pintado de verde sobre el portón del zaguán con el típico postigo y las campanillas cuyo repiqueteo había anunciado al inesperado visitante.

¿Qué hacía ese hombre en aquella minúscula isla en la que los barcos tan sólo recalaban para luego huir de ella como si fuera un escollo azotado por la peste? No iba a preguntarle cómo había conseguido localizarlo, pues no era tan difícil, entre los apenas quince mil habitantes de la ciudad, y más teniendo en cuenta que casi todos vivían en los dos únicos barrios que la formaban, que, además de ser pequeños, se encontraban divididos por un barranco y encerrados entre lo que aún quedaba de dos murallas, pero eso no evitó que volviera a preguntarse, ¿a qué había venido aquel distinguido hombre de mundo a esa ciudad insignificante apenas conocida más allá de sus costas? Era evidente que pese a su impecable aspecto había llegado en barco, pero no aparentaba haber sufrido los rigores del mar.

¿Qué diablos pintaba ese ilustrado anticlerical en aquella ciudad provinciana tan falta de teatros, bibliotecas y ateneos como sobrada de iglesias, ermitas y conventos?

Por supuesto, no iba a cometer la bajeza de plantearle todas esas preguntas de pie, en la puerta, así que haciendo honor a la célebre hospitalidad de sus gentes le invitó a pasar y atravesando el patio principal de la casa lo condujo al pequeño despacho de la planta baja donde llevaba sus cuentas.

A juzgar por las numerosas cifras que emborronaban los cuantiosos pliegos que atestaban su escritorio saltaba a la vista que el cabeza de familia tenía problemas a la hora de mantener aquella casa y las trece personas que junto a él la habitaban: su señora, su cuñada, dos criadas y sus nueve hijos, a los cuales si el parto se desarrollaba sin complicaciones, se añadiría otro al que esperaba con más preocupación que alegría pues sería el decimoquinto miembro de aquella familia de clase media, acomodada, pero sin mucha holgura.

¡Quince bocas que alimentar! Tal suma era un juego de niños en comparación con los cálculos que debía realizar a diario para administrar con mesura y prudencia sus magros recursos, pues aparte de su sueldo de gobernador interino del castillo de San Francisco no contaba con más ingresos que el importe de la venta de sus vinos. Y es que Sebastián poseía una finca en el monte, cedida por el Ayuntamiento a modo de indemnización por los casi siete años que sirvió de manera gratuita como subteniente de la columna de voluntarios que había zarpado a la Península para luchar en la guerra de Independencia.

Precisamente fue durante aquella gesta por la defensa de la patria donde conoció al inesperado visitante que como buen anfitrión debía agasajar. Con una orden mandó a su hijo mayor a buscar una botella de su mejor cosecha en la bodega del traspatio y una bandeja de frutas de la despensa donde almacenaban lo que periódicamente traían los medianeros de su finca familiar en el humilde caserío de Telde, llamado Valsequillo, donde había nacido cincuenta y nueve años antes.

-¿A qué debo este inesperado honor después de tanto tiempo? –preguntó esperando una respuesta que jamás llegó, pues el hombre que tenía ante él exclamó:

-¿Sabe qué acaeció ayer en las Cortes?

-No –contestó Sebastián.

-Los diputados más críticos del gobierno se aliaron con la oposición forzando la caída del presidente del consejo de ministros.

-¡El general José Ramón Rodil! –exclamó Sebastián asombrado–, ¿y quién lo ha sucedido?

-Joaquín María López.

-¡Ese progresista! –volvió a exclamar Sebastián–, ¡menudo dislate!

-Pues en unos días intentará lo que todos anhelamos pero nadie tiene el coraje de hacer, decretar la mayoría de edad de Isabel II.

-¡Pero si sólo tiene doce años!

-Ya, pero es la única forma de finiquitar la regencia de Espartero –replicó nuevamente el extraño con una sonrisa en el rostro que no sorprendió a Sebastián pues por mucho que los ecos de las trifulcas políticas que desgarraban la capital de reino tardasen semanas, meses incluso, en llegar a aquella ciudad sin prensa, aislada del resto del mundo por el océano, no ignoraba que desde que Espartero bombardeó Barcelona, hacía cinco meses, había perdido la mayor parte de la popularidad que consiguió venciendo a los carlistas en la recientemente acabada guerra civil que duró siete largos años. Así que ningún súbdito de su católica majestad, ni siquiera en aquella isla olvidada del Atlántico, ignoraba que la oposición al regente aumentaba día a día, ganando adeptos incluso dentro de sus propias filas, hasta tal punto que en lo que llevaba de año se había ido formando una variopinta coalición antiesparterista, cada vez más amplia, a la que seguían sumándose quienes rechazaban la deriva autoritaria del que no hacía tanto llamaban unánimemente el Pacificador de España.

Pero esa noticia, una auténtica primicia en el archipiélago, planteaba un interrogante aún más inquietante que aquel golpe de timón, ¿si se encontraba aquí cómo podía estar al tanto de lo acaecido un día antes en Madrid?, aquello recordaba a cuando el Licenciado Torralba informó de la derrota de la armada española en los Gelves al cardenal Cisneros y al Gran Capitán quienes tiempo después quedaron pasmados al recibir en Valladolid un correo del norte de África verificando el desastre, ¿acaso un demonio le había concedido la facultad de trasladarse por el globo terrestre en un santiamén como al legendario nigromante condenado por el Santo Oficio?, sin embargo en vez de preguntarle si era un brujo afirmó:

-Espartero jamás lo permitirá, destituirá a Joaquín y disolverá las Cortes tal como hizo Fernando VII.

-Lo que a su vez acabará provocando un pronunciamiento conjunto de militares moderados y progresistas –contestó el visitante–, en el que las últimas fuerzas que aún le apoyan lo abandonarán forzándole a emprender el camino del exilio. Pero eso es lo de menos, porque el acontecimiento más importante de este año de Nuestro Señor de 1843 no es lo ocurrido ayer en Madrid o mañana en Londres o París, sino lo que está pasando aquí y ahora.

-¿A qué se refiere?

-Al nacimiento de su hijo.

-¿Cómo está tan seguro que va a ser un niño?

-Porque he leído en el firmamento que será el hombre más importante que jamás surja de estas islas. Su destino, como el de todos, está escrito en los astros, pero en su caso con letras doradas.

-¿Habla vuecencia en serio?

-Tanto que como los Magos de Oriente he venido para ser testigo del nacimiento de quien hará más por la libertad de este reino atrasado y decadente que todas las innumerables guerras, sublevaciones, pronunciamientos militares, constituciones y cambios de gobierno que acontecerán durante este siglo y el siguiente.

-¿Con la espada?

-No con algo muchísimo más poderoso, la pluma, pues será el escritor español más leído del XIX y gran parte del XX.

-¡Un vástago mío escritor! –exclamó horrorizado al imaginarlo de adulto en una buhardilla infecta medio muerto de hambre.

-Y tan bueno que renovará la literatura española. Por eso despertará tanto odio como admiración, será más leído que Cervantes y más vilipendiado que Voltaire. Hasta el extremo de que este domicilio acabará convertido, aunque la Iglesia intente impedirlo, en un museo.

Entonces se oyó un grito desgarrador de la parturienta al que siguió el llanto de un bebé. Sebastián y su invitado subieron corriendo al piso superior donde encontraron al recién nacido al que Teresa, tras lavarlo, había entregado a su madre, María de los Dolores, de cuarenta y tres años.

Allí estaba el décimo retoño de aquel ubérrimo matrimonio rodeado de sus nueve hermanos que lo contemplaban en silencio, pero el extraño pudo leer los pensamientos de cada uno de ellos. Los mayores –Domingo, de diecinueve años, Soledad, de diecisiete y Sebastián, de dieciséis– lo recibieron con cierta indiferencia pues además de no ser el primer parto que allí presenciaban sospechaban que tampoco sería el último. Sin embargo, Tomasa, de catorce, Carmen, de trece, Concepción, de diez, e Ignacio, de ocho, lo acogieron con júbilo mientras Dolores, de cinco, estaba atónita al asistir por vez primera al milagro de la vida, un espectáculo totalmente nuevo para ella en tanto que Manuela, de tres, sentía una emoción que jamás había experimentado antes, celos, al comprobar que nada más venir al mundo aquel intruso le había robado toda la atención que hasta entonces acaparaba destronándola como reina del hogar.

Entonces el visitante rompió a llorar y cuando su antiguo compañero de armas le preguntó a qué se debían sus lágrimas respondió:

-Junto al manco de Lepanto será el mejor novelista en lengua española de toda la historia y lamentablemente no voy a vivir lo suficiente para poder disfrutar de su magnífica prosa. Nace bendito por la musas, por eso debéis llamarlo Benito.

A lo que la madre replicó extrañada:

-Como soñé que sería niña pensé llamarla igual que yo.

-Pues entonces –sentenció el padre–, se llamará Benito María de los Dolores Pérez Galdós.

Acababa de nacer el canario más universal.

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