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TESTIGO DE LA CALLE

Andrea Abreu, Nicolás Dorta: artes del atrevimiento

Nunca se acabarán los ecos de escritores como Agustín Espinosa o Félix Francisco Casanova, que en épocas muy distintas de nuestra historia removieron modos de decir de la literatura hecha en Canarias en el siglo XX. Cada uno a su modo, y ambos signados por las bendiciones estéticas que marcaron lo mejor de sus respectivas épocas, establecieron sus propios cánones de atrevimiento, y los dos siguen avanzando en la literatura insular como pioneros saludables cuya referencia honra una de las más graves de las obligaciones de la literatura, la de atreverse a explorar lo que la vida va diciendo para lograr con ello arte de la escritura y no actas notariales o telegramas largos.

En este universo que ambos labraron irrumpen con una fuerza formidable dos escritores de generaciones limítrofes. Andrea Abreu, que tiene 24 años y es de los altos de Icod, y Nicolás Dorta, de 42 años, de Guía de Isora. A su modo cada uno de ellos es periférico en su propia isla común. Ese carácter beneficia o ahonda en la calidad magnífica de sus respectivas obras, Panza de burro la de Andrea y Las zonas comunes la de Nicolás. Ambos coincidieron este viernes en el Liceo de La Orotava en la presentación pública de este último. Ellos no se conocían personalmente. Dorta le recomendó con entusiasmo el libro de su colega a este cronista. Y el próximo 10 de septiembre Andrea hará otra presentación pública de su colega recién conocido. Estos últimos datos suponen, a mi juicio, otra noticia muy saludable en un universo en el que los protagonistas suelen mirarse de reojo.

Puede decirse que, como las perseidas, los dos iluminan ya una época y la literatura escrita aquí debe alegrarse ante la singular noticia que suponen ambos en la historia de la prosa escrita por canarios. Los dos ponen en las estanterías obras de arte que prolongan los desafíos literarios o estéticos que tienen antecedentes tan determinantes como los dos citados autores tan decisivos e inolvidables. Y cada uno de ellos, Abreu y Dorta, son de voz tan diversa, tan profundamente individual, que cabe esperar que esas singularidades deriven en el futuro en explosiones aún mayores.

Panza de burro es una obra de arte que arranca de la luz dubitativa de la tierra (y del cielo) de los altos de Icod, donde dos adolescentes desarrollan a la vez los verbos del amor y el desdén. Es una novela en la que entras tan de inmediato, y tan de veras, que resulta imposible que su historia no sea en algún momento muy temprano tu propio espejo de las distintas pasiones, desdenes o elucubraciones de la edad de los descubrimientos. Escrita con la pasión de ruptura de aquellos dos canarios que cité al principio, que también la emparenta con el Ulises de Joyce (¡o con su Finnegans Wake!) o con los monólogos (escritos en cubano) de los Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante, la novela araña la tierra a puñados. Y no sólo desde el punto de vista del lenguaje, que está trasladado tal como se oye donde la autora lo escuchó decir, sino porque su entraña es de la tierra misma de la literatura. Se inscribe en un sitio muy preciso, casi una calle, de un barrio determinado, pero como pasa con Aracataca o como sucede con Comala, de esa porción de universo se deduce el mundo entero. La edición (de Barrett) ha sido cuidada por una madrina extraordinaria, la también escritora Sabina Urraca. Su entusiasmo en la presentación editorial de la novela se añade a las buenas noticias literarias que estamos glosando, pues no es común exhibir ante otros la alegría de haber leído a alguien que hace lo mismo que tú. Esa lectura la comparte ya muchísima gente, pues la novela va por su quinta edición en muy poco tiempo.

Las zonas comunes es el otro estampido estético que la literatura hecha en este territorio disfruta desde este complicadísimo verano. Ocurre en cualquier escenario, en el de la memoria, en el de la imaginación o de la mente, pero tiene que ver con las pasiones, hallazgos o pérdidas, de cada uno de nosotros; no hay una zona común de nuestras ambiciones defraudadas o de nuestros padecimientos que no haya sido tocada, con la delicadeza determinante y decisiva a la que obliga la literatura, por Nicolás Dorta. Es, como dice el propio autor, una obra que trata de la soledad. Por tanto, del dolor, del silencio; cada uno de los relatos de que consta tiene dentro de sí, también, una crónica del miedo a vivir, la constancia de que el final está también en la propia ambición de seguir. Aunque, como en el caso de Panza de burro, haya detrás del autor lecturas diversas, pero muy determinadas por el gusto propio, lo que sobresale es una voz precisa, exigente, de alguien que no sólo se toma en serio el oficio de escribir sino, sobre todo, el delicado oficio de vivir. Pero si sólo fuera este último su impulso, el libro sería un telegrama o una carta, pero es una obra de arte porque esa fuerza con la que aborda la soledad tiene el verbo, la potencia, de un creador formidable, cuya impronta literaria se basa en su decisión de hacer del oficio de contar la vida. Los cinco relatos (¿autobiográficos? El autor cree que toda escritura es autobiográfica) que componen Las zonas comunes tienen el aval de la editorial Franz. Ya conoce una segunda edición.

Los dos libros tendrán suerte, sus autores tienen enorme porvenir. Da gusto dar la bienvenida al porvenir.

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