Su consistencia narrativa es innegable y la realización confirma las virtudes que el director Ruben Fleischer había mostrado esporádicamente en sus dos primeros largometrajes, Bienvenidos a Zombieland y 30 minutos o menos.

El único inconveniente y lo que impide que ascienda a los altares es que la historia, que se inspira en hechos reales recogidos en el libro de Paul Lieberman, está demasiado idealizada y se hacen excesivas concesiones a una acción que se concentra casi por completo en la segunda mitad.

Con este bagaje, la cinta resulta, sin duda, interesante, depara un diseño estético de la ciudad de Los Ángeles de 1949 magnífico y su retrato de los personajes es harto convincente, incluido un malvado, incorporado por un Sean Penn algo caricaturizado, que rezuma sadismo por todos sus poros.

El peso del protagonismo, sin embargo, recae sobre Josh Brolin y Ryan Gosling, dos nombres en alza en Hollywood que encarnan a sendos héroes en un mundo corrompido. Con una mezcla de ingredientes de Los intocables de Elliot Ness y de L.A. Confidential, aunque sin llegar al brillante nivel de esta última, e incluso algunas cosas de Bugsy, la película nos lleva a una urbe que a finales de los cuarenta ofrece un panorama, en cuanto a seguridad ciudadana, desolador.

En ella se ha hecho fuerte el mafioso Mickey Cohen, un exboxeador sin escrúpulos que controla el tráfico de drogas y la prostitución y que aspira a hacerse también con el negocio de las apuestas. Lo tiene todo perfectamente controlado, de modo que tanto la policía como buena parte de los políticos han cedido a sus sobornos. Nadie se opone a sus designios. Es en este cuadro tan siniestro cuando brota con fuerza un rayo de luz, fruto de la iniciativa de dos policías, el sargento O'Mara y Jerry Wooter.