Su fisonomía tiene mucho de cuento y de fábula, pero con un análisis más en profundidad de lo habitual de los personajes, especialmente de los tres protagonistas, y una sensibilidad que rezuma por casi todos sus poros. No sorprenderá a los pocos que vieron la extraordinaria película previa de su directora Naomi Kawase, Aguas tranquilas, que pasó casi clandestinamente por Alicante, porque conserva buena parte de sus virtudes y sabe combinar secuencias de un intenso dramatismo con otras que denotan un inequívoco encanto y hasta un ligero toque de humor. Sin duda estamos ante una cineasta que ha convertido sus promesas de futuro en realidades del presente y que sabe adecuar su narrativa a las exigencias del guión, que en este caso es la adaptación de una novela de Durian Sukegawa.

En todo caso y para quienes aman el cine, un producto que se disfruta y se paladea apenas se sintonice plenamente con el sentido del ritmo propio de un producto nipón. La pastelería es el lugar en el que la magia y el milagro cobran vida. Es pequeña y modesta, prácticamente una panadería, y a su frente y sin empleados está su propietario, Sentaro que, trata de superar la rutina en la que se ha convertido el negocio. Pero desde el momento en que llega a ella Tokue, una anciana de 76 años que se ofrece como trabajadora y que alardea de sus conocimientos para mejorar la calidad de los productos que allí se venden, sobre todo los típicos dorayakis, el panorama cambia radicalmente.

A pesar de sus reticencias iniciales y de la edad de la aspirante, Sentaro acaba aceptando la oferta laboral y pronto su asombro no tendrá límites al comprobar la calidad y el sabor que tiene todo lo que trabaja la recién llegada con sus manos. Tanto es así que el humilde establecimiento empieza a convocar en su puerta largas colas. Podía ser el final de la historia, pero aún faltan aspectos decisivos que completan la misma y que le añaden nuevas e importantes revelaciones.