Conmemoramos en estas fechas el rasgo intrépido de los monjes budistas que se quemaron hace un año, sin que el sacrificio máximo tuviera repercusión alguna sobre la suerte del Tíbet que pretendían denunciar... Perdón, creo que me he equivocado. Celebramos en estos días el primer aniversario de la revolución tunecina. Arranca con una inmolación por fuego en la localidad de Sidi Bouzid, y liquidó los regímenes dictatoriales de Túnez, Egipto y Libia. Hemos adjuntado el contraejemplo tibetano para frenar la extendida opinión de que cualquier chispa prende la eliminación de un déspota. La historia, hecha de seres humanos, se alimenta de excepciones.

El efecto mariposa se caracteriza porque no se produce en la mayoría de ocasiones. Cada vez que un maldito lepidóptero bate sus alas, no sucede nada en absoluto. Sólo una de cada diez mil personas inmoladas provoca un cambio de régimen, lo cual iguala el sacrificio con el precio de una guerra convencional para derrocar a un tirano. La revolución que ardió en Túnez se origina en un vendedor ambulante ultrajado por una policía. Ben Ali cayó, pero la agente fue finalmente exculpada y los allegados del muerto han tenido que mudarse de población. Los vecinos acusaban a los familiares de explotar comercialmente su desgracia. El antiefecto mariposa.

Cuando una mariposa desencadena un huracán, no se diferencia de otro animal de su especie, y nadie la vería capaz de impresionar al universo. Los compatriotas del protomártir de Túnez también han ensuciado su leyenda, transformándolo en un bebedor atolondrado sin trascendencia política. Los héroes suelen acceder a tan codiciado rango merced a sucesos desconectados del resto de su existencia. Si el vendedor ambulante de Sidi Bouzid se hubiera esforzado por cambiar el mundo, hubiera fracasado estrepitosamente, como la mayoría de personas en tal prédica. En cambio, un acto de desesperación para el que ningún ser humano posee la presencia de ánimo suficiente, dispara una revolución inacabada. La hoguera arde todavía.