Esta historia que les voy a contar, para empezar el 'Apunte', la he repetido media docena de veces durante distintos episodios de burradas urbanísticas. Ocurrió justo cuando el ministro de la Gobernación había relevado al alcalde D. José Ramírez Bethencourt y su sustituto, Jesús Pérez Alonso, aún no había tomado posesión formal. Año 1968. En ese interín se recibe en la Alcaldía una carta del ministro del Aire, y Calaya, la secretaria, tras comprobar su importancia y consultar con el cesante se la entrega al que estaba 'in pectore'. Pérez Alonso la relee: 'Aviación' quería que la ciudad compensara su cesión de unos galpones en la trasera de la Casa del Marino, donde ahora está el 'parque blanco' y la autovía, con la licencia para construir una fila de edificios de viviendas en un relleno situado entre el muelle de Santa Catalina y la Base Naval. Un 'retranqueo' de sus posiciones. A pesar de que estábamos en pleno franquismo, y los militares eran los militares, el alcalde le envió a vuelta de correo una rotunda negativa. La ciudad, le decía, ha luchado mucho por mirar al mar y no va a permitir otra nueva barrera.

Pasaron los años, y la tontería y el trapicheo urbanístico se solaparon con los proyectos sensatos y las necesidades de desarrollo, en una variable del parasitismo. Lo que no pudo conseguir el teniente general Ministro del Aire lo consiguió un grupo de inversores, vamos a llamarles, que con una ayuda directa de la Autoridad Portuaria construyeron el 'mamotreto', luego llamado C. C. El Muelle. Aquella muralla que no consintió Pérez Alonso, la quiso reproducir también la alcaldesa Luzardo con el proyecto engañoso de la Gran Marina, que en puridad debería llamarse la Gran Pared, o algo así. Y ahora, otra echadura de la misma puesta: un hotel en terrenos públicos portuarios con la disculpa habitual: confundir la economía con el capricho, y la necesidad con el relajo. Si la ciudad necesita más hoteles, eso quien lo dice es el mercado y quien debe albergarlos es la trama urbana, que aparte del respeto a la norma admite los planes parciales específicos. El Ayuntamiento tiene otras opciones que no fastidien, mejor con j, la relación de Las Palmas de G. C. con el mar, que quedaría 'privatizado' para una postiza primera línea de privilegiados. El horizonte, encima, se hurtaría a los ciudadanos que circulen por la Autovía, que se quiere enterrar por el clásico delirio de grandeza de hacer una plaza tipo plaza roja de cientos de miles de metros cuadrados.... que si no se llenan provocan marginalidad, y si se llenan, masificación.

Remodelar el Hotel Santa Catalina, aprovechar las manzanas de casas viejas de Las Canteras y Santa Catalina -pena de parque desaprovechado- dar oportunidad a centros decadentes, como el Reina Isabel o el Cristina; concentrarse en el Rincón y su turismo de congresos... En fin, dejarse de majaderías y de burdos intentos de pelotazos. Dejar de jugar al pádel, o sea, a raquetazo limpio, con la ciudad y con la inteligencia de los ciudadanos. La crisis necesita ideas serias, que se puedan llevar a cabo con visión y responsabilidad de futuro y conforme al interés general; y cuyos vaivenes judiciales no sean una espada de Damocles en la cuenta de resultados de las empresas; lo que sobran son ocurrencias, escritas con letra chica, a ver si cuela y la presbicia disuade de la atenta lectura.

Contaba Juan Rodríguez Doreste que Mario Benedetti le dijo una vez que no volvería a Las Palmas "hasta que ustedes la terminen". Eso debió ser en 1984. Pues, como parodiaría Manolo Vieira, "coño, a ver si la terminamos y nos dejamos de boberías". El problema es el punto de equilibrio: una estación marítima, un acuario, un museo del mar, un club náutico, oficinas especializadas, comercio de apoyo a yates.... Eso estaría bien, y sería muy provechoso y 'sostenible'. Pero cuidado con las nubes: se escapan de las manos, y el esfuerzo estéril lleva a la melancolía. (tristan@epi.es)