Bárcenas como escalador de montañas; Bárcenas como esnifador de todas las esencias habidas y por haber en el seno del PP; Bárcenas como aprendiz de contable y respetuoso sacristán de una tradición; Bárcenas como tesorero omnipotente que corta la tarta mes a mes y reparte las porciones; Bárcenas como Luis el cabrón, ya sea por menguar con su orden una cantidad acordada, ya sea por sus ganas de ganarse una nueva adhesión y girar 180º en sus afinidades con los consiguientes efectos colaterales para otro siempre engordado ... Hubo un tiempo en que los herederos de los grandes dinosaurios que cambiaron la faz del país, de la camisa azul a los brotes democráticos, consideraron los partidos políticos (AP en especial y UCD como es natural) meros alargadores de sus empresas desarrollistas, forjadas a lo largo y ancho por los favores enchufistas de la rancia burocracia de Franco. Todo se confundía: industrias, títulos nobiliarios, pasilleos en los ministerios, ventas de licencias... Y cuando el chivo de la capa de armiño empezó a recibir experimentos clínicos de su yerno, cual doctor con ínfulas de llegar a Barnard, la ambición y el porvenir se desataron para ver quién cogía el testigo y le daba la vuelta a la manivela para poner en marcha lo que con el tiempo llamaron la Transición. Nadie tenía mucha idea de lo que era una democracia y mucho menos sobre el funcionamiento moderno de un partido político, regulado y formateado con transparencia, más allá de liderazgos mesiánicos, con las cuentas claras y supeditado a los controles públicos.

Todo se mezclaba, repito, y a nadie le pasaba por la cabeza identificar con letras y apellidos al donante. Un requisito que aún hoy es incumplido, siendo aceptado así por el Tribunal de Cuentas, cuyos medios para proceder a la fiscalización de dichos procederes son una antigualla. La fascinación por el poder que asomaba tras la muerte de Franco convirtió en secundaria, cómo no, la preocupación por las cuestiones de las idas y venidas de los billetes que llegaban a la tesorería. Los herederos de los dinosaurios, la mayoría con número principales entre los opositores a los Cuerpos Generales del Estado, tampoco priorizaron sobre la turbia cuestión. Es más, no sólo ellos: el tema de las perras pasó a ser para siempre negro, estigmatizado y secreto para el resto de los partidos, que desde el PSOE, a IU o CiU han padecido, en mayor o menor medida, sus escándalos por irregularidades dinerarias o por quiebras de empresas vinculadas al apartado de ingresos de dichas formaciones. En este país es sabido por cualquier hijo de vecino que la arquitectura legal de la Transición se despreocupó (o no le dio la gana) de poner orden y concierto en la sospecha de que hubo, había y hay pago de comisiones por libre (a título individual) y a partidos a cambio de elementales o abundantes progresos de iniciativas dependientes de la administración pública.

Bajo la estupefacción general y la rebelión ante la sede de Génova, el acertijo nacional es hasta qué punto sabía Rajoy de los entresijos o entrañas del sistema contable del PP. En una democracia madura, apelar a declaraciones juradas ante otro tesorero sobre el cobro o no de sobresueldos resulta, digamos, patético. La mentira o no de algo que incumbe (y que no sólo es del partido) a los procedimientos de acceso al dinero público debe ser ventilada en sede parlamentaria, y es de allí, de lo que se diga, de donde saldrá la confianza a o la desconfianza, es decir, la dimisión o no. Por desgracia, en España los diputados ni senadores pueden someter a un presidente a proceso por perjurio, a la manera que lo fue en Estados Unidos Clinton (salió absuelto de culpa, por cierto) por el caso de la becaria Mónica Lewinsky. También estuvo a punto de ello Harry el sucio, Richard Nixon, aunque dimitió. Y que se sepa, ambos asuntos no resquebrajaron el sistema; todo lo contrario, son capitales para entender la democracia del país más rico del mundo.

Pero supongamos (que ya es suponer) que el ahora presidente del PP ni sus antecesores conocían las mañas de Bárcenas, y que su caja registradora funcionaba sin que ningún superior orgánico pudiese meter la nariz allí. Y supongamos, además, que nadie del partido tenía conocimiento de la cuenta con 22 millones de euros que el tesorero tenía en Suiza. Y supongamos, por otra parte, que toda esta maquinaria, tan bien engrasada, no provocaba ningún problema, sino que nutría al partido de una financiación estable, suficiente para gastos de representación, imprescindible para los supuestos sobresueldos aireados y correcta a todas luces para que Bárcenas estuviese a punto de tocar el cielo gracias al poder que le daba estar al corriente de la metodología. ¿Serían todos ellos motivos para justificar que estos herederos de los grandes dinosaurios mirasen a otro lado? ¿Sería entonces adecuado el afán mimético frente a tales prácticas, enquistadas, pasadas de mano en mano como si se tratase de un caudal hereditario que no admitía ruptura? Sólo pensar en una tradición así nos lleva a la conclusión de que la democracia ha sido despreciada, y segundo que los protagonistas por acción u omisión son también los personajes de una generación que ha destartalado su vocación de servicio público, pese a ser la mayoría opositores de fortuna.

Seamos responsables, Bárcenas no hubiese rellenado su cuaderno de cuadros por el sólo hecho de recrearse o de acallar una frustración personal. Este tesorero tan aficionado a llegar al pico más alto (o al menos es lo que cuenta él) llevaba años instalado en su grafía meticulosa por razones de alpinismo de alto riesgo: una de ellas, que los viejos códigos heredados del franquismo terminal fuesen un día tocados por advenedizos, elementos devastadores gurtelizados, un grupo de nuevos ricos de yates y villas, horteras de bigotes y fijador chorreante, exhibidores de las mieles del poder, aspirantes a contables, ralea insaciable y trepadora. Por todo ello, seguro de que nada sería eterno, Luis Bárcenas apuntó como un descosido, con letra inocente, a la espera de la celebración del día en que él, tratante de tantos secretos, fuese puesto entre la espada y la pared, bajo los focos del juez como el tipo que paga la cuenta.