Apenas han pasado diecisiete meses desde la celebración de las elecciones que auparon a Mariano Rajoy y al Partido Popular al Palacio de la Moncloa. No han transcurrido ni dos años de aquel día en el que la mayoría de los electores decidió entregar el futuro de nuestro país a un partido que les prometió el retorno de la confianza, la creación de empleo y un futuro de prosperidad y progreso económico. Pese a que aún no hemos cruzado el ecuador de la legislatura, ya nada queda de las vanas promesas de entonces.

Casi nos hemos acostumbrados a vivir en un país en el que el Gobierno no escucha ni a los parlamentarios de su propio partido. Un Gobierno que ha optado por el silencio y las comparecencias de su presidente a través de televisiones de plasma para no tener que dar la cara y asumir públicamente la responsabilidad de sus actos. Un Ejecutivo que, secuestrado por la troika europea, ha entregado el futuro del país a tecnócratas que deciden lejos de nuestras fronteras el futuro que nos espera.

Apenas han pasado diecisiete meses desde que el Partido Popular de Canarias ofreció a los canarios y canarias la varita mágica para salir de la crisis. Nos prometieron que el único futuro posible estaba en sus manos, que la única vía creíble se encontraba en su programa electoral. Nada, absolutamente nada, queda de las promesas que realizaron entonces. Todas ellas se han ido despeñando a medida que avanza la crisis y se imponen los criterios que otros exigen a un Gobierno secuestrado y sin credibilidad.

Muchas son las reformas que han sido aprobadas en los Consejos Ministros que se han celebrado en estos casi dos años de legislatura. Reformas que han ido descarrilando ante una realidad que ha aniquilado las desafortunadas medidas que el Gobierno ha diseñado para afrontar una crisis económica que, paradójicamente, han pretendido corregir permitiendo que se multipliquen los despidos, se desmantele el tejido productivo y se aniquile la estructura de servicios públicos que tanto nos ha costado edificar.

Reformas que, lejos de lo que nos aseguró el PP de Canarias, han sido diseñadas por el Gobierno para todo el Estado, sin tener en cuenta que las recetas que prescribe en la Península no son viables en un archipiélago. Ni una sola cláusula, ni una sola excepción, ni una sola política específica para ofrecer herramientas que sean efectivas en un territorio cuya economía es más sensible, más vulnerable a cualquier recesión, más indefenso si el huracán de la crisis azota también a los países europeos de los que más depende nuestro turismo.

Más que la frustración que produce la propia crisis, y la dolorosa situación que viven los que han perdido su empleo o su vivienda, es la desesperanza que provoca vivir en un país en el que casi no existe confianza en el Gobierno que debe guiar el futuro de nuestra economía. No es lo mismo el enfermo que acepta con resignación ser sometido a cuantas curas sean necesarias si está plenamente convencido que sanará, que aquel que se encuentra postrado en una cama sin que sus médicos sepan realmente cuál es su diagnóstico ni cuáles son los medicamentos que tendrá que prescribirle para su curación.

Decía Goethe que "cuando el hombre no se encuentra a sí mismo, no encuentra nada". Y eso es lo que le ocurre a un país que ha aceptado los errores de su pasado, vive con incertidumbre su presente y apenas cree en el futuro que le espera.